martes, 17 de febrero de 2015

"Un mar de libros versus una gota de lectura" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (08/02/15)

Limpiar mi biblioteca es un placer que realizo en hermoso autismo cada uno o dos años. Es trabajo duro, satisfactorio y asmático. Con una y otra inhalación de Salbutamol, me enrumbo en un preclaro viaje de placer. Terminan doliéndome las manos y sangrándome la nariz por la mucosidad que mi alergia al polvo deja, pero me repongo y el baño final hace célebre la medianoche de verano y, sobretodo, en estas febriles vacaciones.

En medio de la reorganización y el desempolvo de libros, deshojo al azar los poemarios de amigos poetas lambayecanos y de otras zonas hermanas, y encuentro versos tan apasionados como el de Elio Osejo, quien rememora un cuento infantil en su poema Síndrome de Estocolmo (¡formidable título!): “Mi corazón —dijo el lobo— también es lo bastante grande,/ mi pequeña,/ para quererte mejor”. Encuentro además para mi placer y gusto el libro del sanmarquino Winston Orrillo, quien me concedió una entrevista en mi casa en aquel noviembre de 2008; él recordaba con sarcasmo la labor docente: “el/ caso es que las musas/ incomodan/ a un pobre profesor/ de pacotilla/ que tiene un gris/ horario/ que le aprieta/ como aprietan/ zapatos o/ corbatas”.

Otros versos que el azar traía a mí fueron los del poeta Julio Fernández Bartolomé, quien escribió tres libros al hilo y luego tuvo un mortal parón; hace poco tiempo me afirmó que ya nada le inspira. Lo cito: “estoy hecho del tiempo perdido/ y ni siquiera abrigo el consuelo/ de que volverás a mí”. En otro de sus libros diría: “Tengo una extraña sensación de pérdida:/ mi corazón se extravió en el tuyo”.

En aquella lejana presentación de 2003, a la que asistí, Guillermo Ortiz pondría en unos versos de su libro “Esta casa que soy yo”: “Chiclayo sigue siendo una/ ciudad de polvo y ventarrones (…) Me jode, por distintos motivos,/ vivir en una ciudad olvidada” (a nosotros también nos jode, poeta Memo). Por su parte, Carlos Bancayán escribiría en “Pétalo Canario” unos versos con los adjetivos bien puestos: “Porque vienes a veces sin que el/ pulgar te llame,/ cadenciosa,/ y te quedas a solas,/ trémula,/ variable”.

Leí dos buenos poemas de Víctor Contreras, de su libro “Cantos de amor antes que muera la luna”, y recordé que cuando era estudiante universitario escribí para un periódico mural de mi Facultad (FACHSE) una pequeña opinión titulada: “Cantos de amor antes que muera el socialismo”; un año después —para mi sorpresa— lo encontré publicado en un conocido semanario chiclayano, lo curioso fue que no salió con mi nombre sino con el seudónimo gracioso y pretencioso de “Casi humano” (sobrenombre que utilizaba en tiempos de estudiante). Todavía tengo subrayado versos de su poemario que muestran un potente apego al inmortal Vallejo, así como: “tibia sufrida”, “preñada fotosíntesis” o “el nacimiento de los choclos”.

La sonrisa me vino cuando encontré los poemas de humor de Nixa en su libro “La broma de los romances y el soneto”; decía el maestro: “Un saludo, señor mío,/ a nadie le quita brillo;/ ¡quién sabe si saludando/ se mejora el apellido!”. Pero el llanto me brotó —como siempre cada vez que vuelvo a leerlo— cuando fui a la página 80 del libro “Las horas naturales” del cosmonsefuano Alfredo José y me sumergí en el poema “Piedra negra que volverá a ser blanca” (¡Qué soneto tan perfecto!).

Recuerdo que, hace algunos años, esa obra de arte de Delgado Bravo me hizo ganar un amigo. Yo estaba con dos poetas —sentados a una mesa del bar de Percy— hablando de Vallejo, y de súbito se me acerca un hombre, con aspecto retador, y me dijo: “¿o sea que tú conoces de Vallejo?”. “Algo”, le contesté. Entonces prosiguió: “Pero tú no sabes ese poema llamado Piedra blanca que no quiso ser negra”. Había cambiado completamente el título; pero cuando lo corregí con cariño pedagógico y se lo recité de memoria, me dio un abrazo de colega, me invitó una cerveza y, desde ese día, me llama para proponerme trabajos que agradezco con el corazón.

Ubiqué una plaqueta (1998) que tenía en la portada el seudónimo de Carlos Rossi, poeta ferreñafano. Luego supe que el autor, vate y compositor, no mostraba su verdadero nombre por estar preso, purgando sus culpas. Lo cito: “El peñasco del anhelo/ lentamente se fue alejando”. Y también de la tierra de la doble fe, encontré al premiado vate William Piscoya quien escribiría en una antología: “Ahora mismo/ debería convertirme en Watson e ir/ tras un elemental espacio del purgatorio/ sin más ni más”.

Un poeta poco conocido pero que, en mi modesta opinión, tiene una voz rauda y original es Luis Boceli. Conseguí su libro, recogiéndolo en su gigantesca casa de La Victoria. Me lo había enviado por encomienda desde Lima, en donde radica. Su estilo cisneriano es edificante: “Mis primeras bebidas:/ 1. El líquido amniótico,/ 2. La leche materna,/ 3. Pisco sour de sus ósculos oceánicos”. También aquel día, leería del vate Ernesto Facho: “La muñeca suspendida/ ya no sugiere, siquiera,/ otro punto oculto/ en la luminosa entraña”. Y con eso el poeta sentenciaría: “¡Se acabó el poema!”. Su libro “La espada indeleble” es un homenaje a la forma y a la exactitud; me lo dedicaría en aquel 2013 por “esas interminables y adictivas noches de tertulia literaria”.

Encontré un polvoriento ejemplar del libro “Signos”, que Marco Aurelio Denegri tuvo la generosidad de presentar en “La función de la palabra”, dedicándole todo el programa. Ahí encontré los versos de mis más grandes socios de aquellos tiempos, pero que se han esfumado como el humo de los cigarrillos que compartíamos en implacables tertulias. Cito: “Un ruido…/ De pronto abrió el mar/ toda su puerta./ Apareciste tú,/ espuma incoercible” (José Abad). Cromwell Castillo escribiría: “Si estoy aquí/ es por el Agua./ ¿Cómo no/ transfigurarla más/ cuando desciende?”. Y Ronald Calle, a quien Denegri lo catalogó como el autor que había escrito el mejor poema del libro (“Agonía compartida”), diría: “El orbe está sudando su hastío en mi frente/ y su hijo sufre aquí en mi espacio”.


Los libros que no pude revisar —sino pasaba cinco días limpiando— fueron los de Ernesto Zumarán (el mejor poeta que tiene la región), Carlos Becerra (poemario que encontré tirado en la plazuela Elías Aguirre y desde ahí lo respeté), Matilde Granados, Juan José Soto, Stanley Vega (quienes aman tanto la literatura que dan su escaso tiempo para organizar eventos), entre otros amigos pertenecientes a la fauna (según el DRAE, tercera acepción de fauna: “conjunto de gente caracterizada por un comportamiento común”). Creo que es hora de leer. 

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