Limpiar
mi biblioteca es un placer que realizo en hermoso autismo cada uno o dos años.
Es trabajo duro, satisfactorio y asmático. Con una y otra inhalación de Salbutamol,
me enrumbo en un preclaro viaje de placer. Terminan doliéndome las manos y
sangrándome la nariz por la mucosidad que mi alergia al polvo deja, pero me
repongo y el baño final hace célebre la medianoche de verano y, sobretodo, en
estas febriles vacaciones.
En
medio de la reorganización y el desempolvo de libros, deshojo al azar los
poemarios de amigos poetas lambayecanos y de otras zonas hermanas, y encuentro
versos tan apasionados como el de Elio Osejo, quien rememora un cuento infantil
en su poema Síndrome de Estocolmo (¡formidable título!): “Mi corazón —dijo el
lobo— también es lo bastante grande,/ mi pequeña,/ para quererte mejor”.
Encuentro además para mi placer y gusto el libro del sanmarquino Winston
Orrillo, quien me concedió una entrevista en mi casa en aquel noviembre de 2008;
él recordaba con sarcasmo la labor docente: “el/ caso es que las musas/
incomodan/ a un pobre profesor/ de pacotilla/ que tiene un gris/ horario/ que
le aprieta/ como aprietan/ zapatos o/ corbatas”.
Otros
versos que el azar traía a mí fueron los del poeta Julio Fernández Bartolomé,
quien escribió tres libros al hilo y luego tuvo un mortal parón; hace poco
tiempo me afirmó que ya nada le inspira. Lo cito: “estoy hecho del tiempo
perdido/ y ni siquiera abrigo el consuelo/ de que volverás a mí”. En otro de
sus libros diría: “Tengo una extraña sensación de pérdida:/ mi corazón se
extravió en el tuyo”.
En
aquella lejana presentación de 2003, a la que asistí, Guillermo Ortiz pondría
en unos versos de su libro “Esta casa que soy yo”: “Chiclayo sigue siendo una/
ciudad de polvo y ventarrones (…) Me jode, por distintos motivos,/ vivir en una
ciudad olvidada” (a nosotros también nos jode, poeta Memo). Por su parte,
Carlos Bancayán escribiría en “Pétalo Canario” unos versos con los adjetivos
bien puestos: “Porque vienes a veces sin que el/ pulgar te llame,/ cadenciosa,/
y te quedas a solas,/ trémula,/ variable”.
Leí
dos buenos poemas de Víctor Contreras, de su libro “Cantos de amor antes que
muera la luna”, y recordé que cuando era estudiante universitario escribí para
un periódico mural de mi Facultad (FACHSE) una pequeña
opinión titulada: “Cantos de amor antes que muera el socialismo”; un año
después —para mi sorpresa— lo encontré publicado en un conocido semanario
chiclayano, lo curioso fue que no salió con mi nombre sino con el seudónimo
gracioso y pretencioso de “Casi humano” (sobrenombre que utilizaba en tiempos
de estudiante). Todavía tengo subrayado versos de su poemario que muestran un
potente apego al inmortal Vallejo, así como: “tibia sufrida”, “preñada
fotosíntesis” o “el nacimiento de los choclos”.
La
sonrisa me vino cuando encontré los poemas de humor de Nixa en su libro “La
broma de los romances y el soneto”; decía el maestro: “Un saludo, señor mío,/ a
nadie le quita brillo;/ ¡quién sabe si saludando/ se mejora el apellido!”. Pero
el llanto me brotó —como siempre cada vez que vuelvo a leerlo— cuando fui a la
página 80 del libro “Las horas naturales” del cosmonsefuano Alfredo José y me
sumergí en el poema “Piedra negra que volverá a ser blanca” (¡Qué soneto tan
perfecto!).
Recuerdo
que, hace algunos años, esa obra de arte de Delgado Bravo me hizo ganar un
amigo. Yo estaba con dos poetas —sentados a una mesa del bar de Percy— hablando
de Vallejo, y de súbito se me acerca un hombre, con aspecto retador, y me dijo:
“¿o sea que tú conoces de Vallejo?”. “Algo”, le contesté. Entonces prosiguió:
“Pero tú no sabes ese poema llamado Piedra blanca que no quiso ser negra”.
Había cambiado completamente el título; pero cuando lo corregí con cariño
pedagógico y se lo recité de memoria, me dio un abrazo de colega, me invitó una
cerveza y, desde ese día, me llama para proponerme trabajos que agradezco con
el corazón.
Ubiqué
una plaqueta (1998) que tenía en la portada el seudónimo de Carlos Rossi, poeta
ferreñafano. Luego supe que el autor, vate y compositor, no mostraba su
verdadero nombre por estar preso, purgando sus culpas. Lo cito: “El peñasco del
anhelo/ lentamente se fue alejando”. Y también de la tierra de la doble fe,
encontré al premiado vate William Piscoya quien escribiría en una antología:
“Ahora mismo/ debería convertirme en Watson e ir/ tras un elemental espacio del
purgatorio/ sin más ni más”.
Un
poeta poco conocido pero que, en mi modesta opinión, tiene una voz rauda y
original es Luis Boceli. Conseguí su libro, recogiéndolo en su gigantesca casa
de La Victoria. Me lo había enviado por encomienda desde Lima, en donde radica.
Su estilo cisneriano es edificante: “Mis primeras bebidas:/ 1. El líquido
amniótico,/ 2. La leche materna,/ 3. Pisco sour
de sus ósculos oceánicos”. También aquel día, leería del vate Ernesto Facho:
“La muñeca suspendida/ ya no sugiere, siquiera,/ otro punto oculto/ en la luminosa
entraña”. Y con eso el poeta sentenciaría: “¡Se acabó el poema!”. Su libro “La
espada indeleble” es un homenaje a la forma y a la exactitud; me lo dedicaría
en aquel 2013 por “esas interminables y adictivas noches de tertulia
literaria”.
Encontré
un polvoriento ejemplar del libro “Signos”, que Marco Aurelio Denegri tuvo la
generosidad de presentar en “La función de la palabra”, dedicándole todo el
programa. Ahí encontré los versos de mis más grandes socios de aquellos
tiempos, pero que se han esfumado como el humo de los cigarrillos que
compartíamos en implacables tertulias. Cito: “Un ruido…/ De pronto abrió el
mar/ toda su puerta./ Apareciste tú,/ espuma incoercible” (José Abad). Cromwell
Castillo escribiría: “Si estoy aquí/ es por el Agua./ ¿Cómo no/ transfigurarla
más/ cuando desciende?”. Y Ronald Calle, a quien Denegri lo catalogó como el
autor que había escrito el mejor poema del libro (“Agonía compartida”), diría:
“El orbe está sudando su hastío en mi frente/ y su hijo sufre aquí en mi
espacio”.
Los
libros que no pude revisar —sino pasaba cinco días limpiando— fueron los de
Ernesto Zumarán (el mejor poeta que tiene la región), Carlos Becerra (poemario
que encontré tirado en la plazuela Elías Aguirre y desde ahí lo respeté), Matilde
Granados, Juan José Soto, Stanley Vega (quienes aman tanto la literatura que
dan su escaso tiempo para organizar eventos), entre otros amigos pertenecientes
a la fauna (según el DRAE, tercera acepción de fauna: “conjunto de gente caracterizada por un comportamiento
común”). Creo que es hora de leer.
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