Tal
vez me equivoque desde la primera línea, pero hay algo que me lleva a contar lo
que vi: la dignidad. No sé si será mejor o peor el trato entre integrantes “tunos”
de otras universidades, no sé si se hará diferencia entre instituciones privadas
o no; sin embargo, aquella tuna, de esa universidad, de tal tradición, me hizo
presenciar —casi como un intruso— un espectáculo tan patético (patético: capaz de mover y agitar el
ánimo, DRAE) y tan anecdótico como para tomarlo en cuenta, ¡pero no en serio!
El
último sábado del año recién pasado, un amigo me llevó casi a rastras a una
fiesta en la “lejana” La Victoria (vivo al otro lado de Chiclayo). Llegamos
justo en el punto preciso de esa reunión, en donde la engalanaban señoritas en
primera fila, una veintena de jóvenes vestidos de malla negra —cuya euforia era
conmovedora—, familiares de la edad precisa para ser “tunos”; en fin, amigos y
curiosos completaban ese mediano patio. El maestro de ceremonias comenzó con un
protocolo poco usual para los que por primera vez acudíamos a tal evento: las
rimas, las coplas, el encanto del verbo se hacía con gritos e invariablemente
en distintas partes del local. No eran los poetas anarquistas de Chesterton en
“El hombre que fue Jueves” ni los poetas malditos viscerrealistas de “Los
detectives salvajes” de Bolaño; ellos eran los quijotes después de un encierro
leyendo libros de caballería. Y eso fue positivamente sugestivo.
Luego,
comenzó el centro de la reunión. Premiaron con diplomas que, sorprendentemente,
tenían el logo de su universidad —casa de estudios tan nueva, tan céntrica y
tan “regionalísima”— y con el símbolo portentoso de la España de alguna época
trovera. Los reconocimientos estaban selectamente clasificados: “El borracho
del año”, “El mochador del año”, “El
sinvergüenza del año”, y disparatadas distinciones por el estilo. En un
principio pensé que si en la mayoría de regiones del Perú se juramentan
autoridades de pasados cloacales y reconocimientos esperpénticos, entonces no
tenía nada de malo el designar con burlesca manera a tantos señores que se
enorgullecían de adjetivos tan ilustres.
Cuando
llegó el turno de nombrar a los llamados “padrillos” o nuevos integrantes, mi
rostro cambió. A los pobres muchachos los sometían a una serie de humillaciones:
tirarse al piso, beber como desquiciado, alcanzar objetos, lustrar los zapatos,
arrodillarse por tiempo indeterminado, etc. Luego, me puse a pensar que un
asunto es una reunión dionisíaca en nombre de la trova y, otro asunto, es
amalgamar la risa con un ritual “ciudad-perresco”.
Los novatos de los
Maras (las pandillas más terribles de Centroamérica) tenían que resistir una
golpiza criminal por un minuto y, si sobrevivían, entonces ya eran del clan.
Algunos grupos de pandillas aceptan a sus integrantes cuando han matado a
alguien de su familia. Pero de los Maras a una tuna universitaria (repito: universitaria), con integrantes supuestamente
de un intelecto superior, con una cierta cultura de la dignidad, pues hay un
cosmos de distancia, pero es una realidad que al parecer hoy en día ya ni
sorprende.
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