jueves, 12 de mayo de 2016

"Las antropologías de docentes fugitivos" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (12/05/16)

Hay docentes que ante las paredes de una escuela ven el paraíso; hay docentes que laboran en purgatorios de autoritarismos y temores. Hay docentes que están predestinados a reír; hay docentes con una tristeza poética en un país de sinvergüenzas alegres (perdón, Hildebrandt, te robé la frase). Hay docentes de rituales y esperanzas, docentes resignados y pujantes. Hay docentes que planean una revolución; hay docentes que enseñan su curso. Hay docentes que hacen lo que dicen; hay docentes que colocan la nota. Hay docentes de madera que se tallan con el tiempo y se queman con el mismo tiempo que mejora el fuego.

Hay docentes que lloran por el mundo; hay docentes que cobran por lo bajo. Hay docentes que regalan su fatiga; hay docentes que se guardan el enojo. Hay docentes que leen a Vallejo; hay docentes que creen admirarlo. Hay docentes que se niegan a sí mismos; hay docentes que recurren a la hambruna. Hay docentes sin trabajo, con anhelos, sin título, con “experiencia laboral”. Hay docentes muertos que todavía viven.

Hay docentes eternos que decidieron morir y docentes que deciden vivir engañados. Hay docentes que no pretendieron serlo y lo disfrutan; hay docentes que nunca quisieron serlo pero les da dinero. Hay docentes políticos y rudos; hay docentes jubilados sin júbilo, docentes con la fortuna del asilo o la desdicha de una muerte en ciernes. Hay docentes que cuentan historias tan bellas; hay docentes que su vida la vuelven historia.

Hay docentes que leyeron El Emilio pero que la naturaleza todavía no los convence. Hay docentes que creen que Pestalozzi es un actor de cine; hay docentes que se atreven a negarlo. Hay docentes que recitan a Sartre: “Yo no puedo mandar porque jamás obedecí”. Y hay docentes que no se hacen problemas. Hay docentes cobardes; hay valientes que se volvieron docentes. Hay docentes que se paran en las mesas; hay docentes que expulsan a docentes. Hay docentes que al controlarlo todo, controlan su sueño que no es de todos. Hay docentes que dicen “carpe diem” para la clase; hay docentes que lo dicen y lo olvidan.

Hay docentes que no saben etimológicamente qué es pedagogía; hay docentes que todavía son esclavos. Hay docentes que logran liberarse; hay docentes que la etimología les queda corta. Hay docentes intelectuales, y docentes que creen que eso es bueno. Hay docentes que han escrito un libro; hay docentes que venden libros por error.

Hay docentes pederastas y docentes todavía más malditos. Hay docentes que seducen falsamente o hay fieles hidalgos de la Mancha. Hay docentes que postulan a una tórrida selva y docentes que huyen a una ilusoria costa. Hay docentes que se creen el mito griego del efebo y docentes machistas que dictan la política de sus jurisdicciones.

Hay docentes matemáticos que aman los números en la pizarra; hay matemáticos que aman los números en sus cuentas. Hay docentes pedantes y humildes; hay docentes soñadores y realistas. Hay docentes que odian la libertad de la poesía pero enseñan Literatura; hay docentes todavía más ingenuos. Hay docentes rigurosos y docentes que improvisan. Hay docentes que todavía jalan y aman; hay docentes que ni jalan ni aman.

Hay docentes máster de menciones inauditas y hay doctores con menciones de la vida. Hay locos, filmadores, cosmetólogas, peluqueros, lustrabotas, que honran la docencia; hay docentes que salen en sociales y no entienden el racismo. Hay presidentes que se volvieron docentes; hay ladrones que custodian la educación.

Hay docentes de primaria que fueron escritores (Cortázar) y que partieron a París a escribir “Rayuela”. Hay docentes que salen recién de las universidades y ya no quieren ser docentes. Hay docentes que gritan su verdad ante cuarenta corazones; hay docentes que callan su verdad ante su hijo. Hay docentes ateos que creen en Jesús; hay docentes cristianos que no creen en nadie.

Hay docentes famosos como el lambayecano Russo Delgado, Luis Hernán Ramímez, Karl Weiss, Milton Manayay o Andrés Díaz Núñez; y hay docentes como Norka Zuñe, la profesora de primaria, llorada por tantas generaciones ferreñafanas, que murió tan querida que mi llanto se juntó al de todos los que no la vieron en su féretro, y en vida le prometieron la grandeza de una ayuda que nunca se cumplió. ¡Miseria humana!

Hay docentes que reciben las Palmas Magisteriales y aún son infelices; hay docentes que no las reciben y perdonan al peor director del mundo. Hay docentes que hablan de sus logros; hay docentes que logran enseñar. Hay docentes que ruegan el perdón; hay docentes que se perdonan a sí mismos. Hay docentes tajantes de la antigua escuela; hay docentes empáticos de las formalidades empresariales. Hay docentes que renuncian a su sueño; hay docentes que no tienen sueños. Hay docentes que se acoplan; hay docentes que todavía no sucumben.

Hay docentes que mienten de verdad y aciertan de mentira. Hay docentes que filtran amistades; hay docentes que son amigos de verdad. Hay docentes que compran su tumba; hay docentes que les regalan la vida. Hay docentes que no trastabillan y hay docentes que resbalan alegres. Hay docentes que cantan en las mesas; hay docentes que callan en los tribunales. Hay docentes que remesen las escuelas; hay docentes que las quieren normales.

Hay docentes-padres que no ven a sus hijos; hay docentes-hijos que no ven a sus padres. Hay docentes que no tienen padres; hay docentes que no encuentran hijos. Hay docentes del día y de la noche; hay docentes de todos los días y de ninguno. Hay docentes que escriben artículos y merecen compasión. Hay docentes que por la calle entienden mejor la vida.

domingo, 1 de mayo de 2016

"Los Tamayo y yo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (01/05/16)

En mis años universitarios, no había mejor libro para los enfoques biografistas que Literatura Peruana (Volumen I y II) del crítico Augusto Tamayo Vargas. El texto era citado con gloria por algunos profesores que —según afirmaban los posmodernos— aún no asimilaban “la muerte del autor” ni la inutilidad de la biografía para entender la literatura. 

Por ello aquellos dos tomos que hube comprado en “Bazar suelo” de Alfonso Ugarte me parecieron innecesarios en un ambiente de abstracciones de lectores “implícitos”, “implicados” o lo que sea, pues nada más pareció que hubo de caber en mi retina de estudiante y aspirante a poeta (“siempre, mucho siempre”: Vallejo), digo, nada más pareció entrometerse con mi legítima cultura, las denostaciones más intrépidas y exaltar —como punto de análisis— al lector, al texto o al intérprete; creando así un respeto casi dogmático por la estética de la recepción, la semiótica o la hermenéutica, respectivamente.

Sin embargo, me es grato enterarme que los nuevos estudios literarios del siglo XXI, sobre todo desde la filosofía del español Gustavo Bueno y de su discípulo Jesús González Maestro, tratan de reivindicar al autor en sintonía con los demás materiales literarios, es decir, con el texto, el lector y el intérprete; de esa manera, no caer en una amputación que pueda limitar la verdad que la ciencia literaria busca o la creación de ideas que la crítica organiza a partir de las verdades o categorías que la misma ciencia perenniza.

Ante esto, nada más favorable para tomar los libros de Augusto Tamayo Vargas (por cierto, alguna vez pretendiente de la mamá de Vargas Llosa) como punto de partida para un estudio más completo, pues desde la categorización histórica y biográfica, resulta fundamental ahora conocer el entorno que nutrió a los autores de la literatura peruana.

Viviendo esta reivindicación, cuyos proyectos de estudio aún son mínimos, se cruzó en mi vida —y no es coincidencia— un descendiente de Augusto. Me refiero al sacerdote Manuel Tamayo Pinto-Bazurco, sobrino del crítico literario, y también poeta, polemista de gran altura, autor de un sinnúmero de libros y reparador de almas cabizbajas como a veces la mía (“perdonen la tristeza”: otra vez Vallejo).

No solo su mirada penetrante, defendida por dos cejas pobladas y gesto robusto, podía mantenernos en estado de curiosidad por este poeta de Dios, sino también su cordialidad y buen tino para decir directamente frases como: “César, nunca nos hemos reunido”. Y recibiendo una verdad mía, casi absoluta, y subido en su auto que me evitaría el kilómetro de carretera de todos los días: “Padre, hoy soñé que es el día”. Era cierto. Durante casi dos años me crucé con él por los pasadizos llenos de alumnos, por los jardines no colgantes de una Babilonia inexistente, por la casa de oración y de perdón; pero solo tuvimos la oportunidad —hace menos de un año— de estrecharnos la mano y preguntarle en esa ocasión por Augusto Tamayo, para que él me pueda compartir su parentesco y dicha.

No obstante, la semana pasada, después de la primera parte de esa reunión pactada a plazos, me dijo con un tono predicativo: “Perdón, solo he hablado de mí”. Es que era imposible no hablar de la familia Tamayo cuando mis preguntas se iban hilando como cadenas fortalecidas por la admiración y el sabor literario y pedagógico que se respiraba. “Usted necesitaba una catarsis”, le animé. Pues estaba frente al doctor en Teología y Ciencias de la educación, estaba frente al hombre que recordaba sus momentos más gratos en sus estudios en Roma y España, estaba frente al profesor de Jaime Bayle que alguna vez entrevistó (cuya “cura es tan imposible”), y encontraba arqueologías que me permitirían reestructurar el apellido Tamayo, y traer otra vez ese recuerdo a la actualidad que se merece.
 
Los poetas, los cineastas, la cultura, los libros, el ingenio, los errores, la inteligencia, todo ello era tema para aplacar mi curiosidad por su extensa familia. Todo era un pergamino que contenía una oda reivindicativa que se recitaba en un Do sostenido y perenne. Sin embargo, en la segunda parte de nuestro encuentro, él me escuchó con atención, y yo proclamé ante él todo el bulto que sostenía, un peso que se calla y —al expulsarlo— deshidrata, no porque fueran solo mis angustias y enmiendas, sino porque eran las cabalgaduras de un docente, aquel ser humano que la sociedad ve con recelo. ¿Acaso no es visto el profesor como un apóstol sin errores?

Al día siguiente, a primera hora, llevó a mi mesa dos regalos que solamente el sobrino de Augusto Tamayo Vargas puede ofrecer con tanta bondad: libros. “Nuri”, un cuento extenso que trata sobre un burrito que emprende el reto de cambiar el mundo, había sido tomado por mi hijo de seis años como un interesante objeto para colorear. Ese libro, como afirma el prólogo, “es un cuento filosófico y pedagógico (…) para la recuperación de los valores antiguos”.

Esta última parte, rememora la idea optimista que lo de antes siempre fue mejor y más puro, aquel pensamiento que tomó el Quijote para armarse caballero e ir a cambiar un mundo que no le gusta, esa virtud que el romanticismo literario exaltó y que en la posmodernidad solo podría tomarse como una brutal ingenuidad y locura. Así, en nuestro ameno diálogo, le refería al padre Tamayo la imposibilidad del pesimismo en un docente, y él me contestaría, con una sabiduría mortal: “Hasta en medio de feroces guerras hay optimismo”.

Su libro “Educar para comunicar”, con prólogo del doctor Francisco Miro Quesada Rada, evidencia un combate a muerte con dos males de la sociedad contemporánea: el relativismo y la permisividad. De esa forma, reflexiona sobre temas importantes y asume que la independencia de la persona es un espejismo (¡lo sabremos los peruanos!), que la libertad absoluta es un error; además, trata asuntos como: el reemplazo de la piñata por la “hora loca” (el rompimiento de la norma), el miedo a la vida por el desconocimiento de la verdad, educar para ganar un sueldo y no para trasmitir amor, entre otros.

El padre Tamayo me brindó una hora de entusiasmo que agradezco, y ya lo veo en el confesionario, escuchando con alegría o pena tanta palabra humana, pensando en un verso nuevo, repensando un párrafo de su nuevo libro de amor por el hombre, reviviendo un momento de gracia; ya lo veo acomodándose la sotana para seguir en su más alta entrega: el sacerdocio. Y diciéndome para comprometerme ardorosamente: “Reza por mí, por favor”.