En
mis años universitarios, no había mejor libro para los enfoques biografistas
que Literatura Peruana (Volumen I y II) del crítico Augusto Tamayo Vargas. El
texto era citado con gloria por algunos profesores que —según afirmaban los
posmodernos— aún no asimilaban “la muerte del autor” ni la inutilidad de la
biografía para entender la literatura.
Por
ello aquellos dos tomos que hube comprado en “Bazar suelo” de Alfonso Ugarte me
parecieron innecesarios en un ambiente de abstracciones de lectores
“implícitos”, “implicados” o lo que sea, pues nada más pareció que hubo de
caber en mi retina de estudiante y aspirante a poeta (“siempre, mucho siempre”:
Vallejo), digo, nada más pareció entrometerse con mi legítima cultura, las
denostaciones más intrépidas y exaltar —como punto de análisis— al lector, al
texto o al intérprete; creando así un respeto casi dogmático por la estética de
la recepción, la semiótica o la hermenéutica, respectivamente.
Sin
embargo, me es grato enterarme que los nuevos estudios literarios del siglo XXI, sobre todo desde
la filosofía del español Gustavo Bueno y de su discípulo Jesús González
Maestro, tratan de reivindicar al autor en sintonía con los demás materiales
literarios, es decir, con el texto, el lector y el intérprete; de esa manera,
no caer en una amputación que pueda limitar la verdad que la ciencia literaria
busca o la creación de ideas que la crítica organiza a partir de las verdades o
categorías que la misma ciencia perenniza.
Ante
esto, nada más favorable para tomar los libros de Augusto Tamayo Vargas (por
cierto, alguna vez pretendiente de la mamá de Vargas Llosa) como punto de
partida para un estudio más completo, pues desde la categorización histórica y
biográfica, resulta fundamental ahora conocer el entorno que nutrió a los
autores de la literatura peruana.
Viviendo
esta reivindicación, cuyos proyectos de estudio aún son mínimos, se cruzó en mi
vida —y no es coincidencia— un descendiente de Augusto. Me refiero al sacerdote
Manuel Tamayo Pinto-Bazurco, sobrino del crítico literario, y también poeta, polemista
de gran altura, autor de un sinnúmero de libros y reparador de almas cabizbajas
como a veces la mía (“perdonen la tristeza”: otra vez Vallejo).
No
solo su mirada penetrante, defendida por dos cejas pobladas y gesto robusto,
podía mantenernos en estado de curiosidad por este poeta de Dios, sino también
su cordialidad y buen tino para decir directamente frases como: “César, nunca
nos hemos reunido”. Y recibiendo una verdad mía, casi absoluta, y subido en su
auto que me evitaría el kilómetro de carretera de todos los días: “Padre, hoy soñé
que es el día”. Era cierto. Durante casi dos años me crucé con él por los
pasadizos llenos de alumnos, por los jardines no colgantes de una Babilonia inexistente,
por la casa de oración y de perdón; pero solo tuvimos la oportunidad —hace menos
de un año— de estrecharnos la mano y preguntarle en esa ocasión por Augusto Tamayo,
para que él me pueda compartir su parentesco y dicha.
No
obstante, la semana pasada, después de la primera parte de esa reunión pactada
a plazos, me dijo con un tono predicativo: “Perdón, solo he hablado de mí”. Es
que era imposible no hablar de la familia Tamayo cuando mis preguntas se iban
hilando como cadenas fortalecidas por la admiración y el sabor literario y
pedagógico que se respiraba. “Usted necesitaba una catarsis”, le animé. Pues estaba
frente al doctor en Teología y Ciencias de la educación, estaba frente al
hombre que recordaba sus momentos más gratos en sus estudios en Roma y España,
estaba frente al profesor de Jaime Bayle que alguna vez entrevistó (cuya “cura
es tan imposible”), y encontraba arqueologías que me permitirían reestructurar
el apellido Tamayo, y traer otra vez ese recuerdo a la actualidad que se
merece.
Los
poetas, los cineastas, la cultura, los libros, el ingenio, los errores, la
inteligencia, todo ello era tema para aplacar mi curiosidad por su extensa
familia. Todo era un pergamino que contenía una oda reivindicativa que se
recitaba en un Do sostenido y perenne. Sin embargo, en la segunda parte de
nuestro encuentro, él me escuchó con atención, y yo proclamé ante él todo el
bulto que sostenía, un peso que se calla y —al expulsarlo— deshidrata, no
porque fueran solo mis angustias y enmiendas, sino porque eran las cabalgaduras
de un docente, aquel ser humano que la sociedad ve con recelo. ¿Acaso no es
visto el profesor como un apóstol sin errores?
Al
día siguiente, a primera hora, llevó a mi mesa dos regalos que solamente el
sobrino de Augusto Tamayo Vargas puede ofrecer con tanta bondad: libros.
“Nuri”, un cuento extenso que trata sobre un burrito que emprende el reto de
cambiar el mundo, había sido tomado por mi hijo de seis años como un interesante
objeto para colorear. Ese libro, como afirma el prólogo, “es un cuento
filosófico y pedagógico (…) para la recuperación de los valores antiguos”.
Esta
última parte, rememora la idea optimista que lo de antes siempre fue mejor y
más puro, aquel pensamiento que tomó el Quijote para armarse caballero e ir a
cambiar un mundo que no le gusta, esa virtud que el romanticismo literario
exaltó y que en la posmodernidad solo podría tomarse como una brutal ingenuidad
y locura. Así, en nuestro ameno diálogo, le refería al padre Tamayo la
imposibilidad del pesimismo en un docente, y él me contestaría, con una
sabiduría mortal: “Hasta en medio de feroces guerras hay optimismo”.
Su
libro “Educar para comunicar”, con prólogo del doctor Francisco Miro Quesada
Rada, evidencia un combate a muerte con dos males de la sociedad contemporánea:
el relativismo y la permisividad. De esa forma, reflexiona sobre temas
importantes y asume que la independencia de la persona es un espejismo (¡lo
sabremos los peruanos!), que la libertad absoluta es un error; además, trata
asuntos como: el reemplazo de la piñata por la “hora loca” (el rompimiento de
la norma), el miedo a la vida por el desconocimiento de la verdad, educar para
ganar un sueldo y no para trasmitir amor, entre otros.
El padre Tamayo me brindó
una hora de entusiasmo que agradezco, y ya lo veo en el confesionario,
escuchando con alegría o pena tanta palabra humana, pensando en un verso nuevo,
repensando un párrafo de su nuevo libro de amor por el hombre, reviviendo un
momento de gracia; ya lo veo acomodándose la sotana para seguir en su más alta
entrega: el sacerdocio. Y diciéndome para comprometerme ardorosamente: “Reza
por mí, por favor”.
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