sábado, 18 de julio de 2015

"Historia de un secuestro" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (14/06/15)

Hay una maldición china que padece el país: ¡los tiempos interesantes! (Para los antiguos chinos, eran épocas referidas a las más duras hambrunas, guerras, epidemias, etc.) En ese contexto de maldición rutinaria y común, sucedió mi secuestro.

Hace unas semanas, salí de mi casa rumbo al recital poético organizado por el vate Juan José Soto. Tomé el taxi más sospechoso del mundo, y lo hice con alegría pues la confianza en el ser humano es natural antes de un encuentro con la poesía. Era un Tico rasgado por el tiempo y quizá por la agresividad de los choferes. Su carcasa seguramente cubría a un humilde trabajador de las pistas.

Me ofreció el cobro de una cantidad que nadie hubiese podido rechazar. Abordé la nave amarilla en el asiento de atrás, justo en medio, para seguir el camino nocturno en la luna frontal del vehículo. Se habló poco durante el trayecto, pues el celular en la oreja del taxista hacía que interrumpiera alguna respuesta esperada por mí. No recuerdo con exactitud sus palabras dirigidas al interlocutor del teléfono, solamente alguna articulación de sonidos como “sí, sí” o “ya, ya” o “voy por ahí” (las interjecciones de la sospecha que nunca tuve).

Al llegar a una calle de poca iluminación, el carro se detuvo. Yo, concentrado en el trayecto, ni siquiera me percaté de nada pues supuse algún rompe muelle o bache de las (des)asfaltadas calles de un Chiclayo bombardeado por sus gobernantes. En un instante, con la velocidad de un rayo del Olimpo, escuché abrirse las puertas de ambos lados. Cuando volteé a la izquierda, con perfecta sincronización me cayeron dos puñetes rotundos que me recordaron al dolor de las trompadas en nombre del fútbol en mi viejo barrio de Ferreñafe. Luego la golpiza fue implacable.

Me cubrieron la cara con un trapo negro como a un sentenciado a punto de fusilar. Tumbaron mi cuerpo al piso del Tico. Tuve que doblar las rodillas para poder caber en ese pequeño espacio que les sirvió como un sarcófago para enterrar al vencido. Después siguió el discurso de la pertinencia: “tápate bien y no me veas la cara”, “si te la das de valiente, te quemo” etc. Todo ello acompañado por mentadas de madre y manotazos que sus acéfalos cuerpos manifestaban como una digna imitación de películas peruanas de delitos y de bajo presupuesto.

“Ya perdiste”, me dijeron, “así que dame la clave de tus dos tarjetas”. ¿Perder? Yo, que iba a ganar una fabulosa historia, y ellos, que solamente iban a cobrar sus servicios por la misma historia, estábamos aparentemente en un nivel de “desiguales”. Pero la verdad histórica solo la sabía yo. Ellos se dispusieron a repetir lo mismo: “perdiste, perdiste”; y sin más rodeos les di mi clave: “2605 en ambas tarjetas”. El chofer que me había recogido bajó del vehículo y partió con rumbo desconocido. Uno de los que ocupaba el asiento de atrás pasó a conducir. Yo, tirado en el piso, asfixiándome por el poco aire que circulaba, le pedí al que me resguardaba que me quitara el trapo y acomodara sus pies, pues mi cabeza estaba adormecida. Él, como un caballero, bajó la luna de su ventanilla, acomodó sus zapatos, subió un poco el trapo negro y terminó preguntándome: “¿así está bien?”. “Gracias”, fue mi respuesta. “¡En la cana es peor!”, me replicó.

El auto seguía su camino entre baches insólitos. Mientras esperábamos la comunicación del otro cómplice, ellos conversaban acerca de su arriesgado trabajo: “esto fue igual que en Piura, muy poca plata”, “ahora los de arriba nos van a pedir más” (¿la policía?), “yo dije que no se arriesgara”, etc. Hasta que el celular le timbró a mi guardián. Era una mujer que le pedía ir a verla. Él dijo estar en un trabajo y que después pasaría por ella. Luego cortó la comunicación.

Empecé a imaginar cómo era esa joven, si tendría una madre humilde que peleaba con ella por sus amistades, o hasta pensé en la propia madre de los secuestradores o en sus hijos o en sus ancianas abuelas que rezaban para que regresen con vida. En toda esa cavilación les pregunté de dónde eran. Ellos respondieron que eran de Trujillo y que iban por ciudades haciendo trabajos. Luego, casi evidenciándose un Síndrome de Estocolmo, empezaron a interrogarme de mis ocupaciones. Les dije que era profesor de Literatura. “¿Dónde trabajas?”, insistieron. “En un colegio en el monte”, respondí con absoluta exactitud. “¿Eres nombrado?”, continuaron. Al decirles que no, en un cinismo usual, me desearon éxitos y la permanencia en ese trabajo. En esa rotunda respuesta percibí su derrota, pues ellos tenían las armas apuntándome a matar, pero yo tenía la vida que ellos hubiesen querido (a mi parecer digna pero no tan deseable). De esa manera, el diálogo fue por caminos insospechados: me confesaron que fueron de la Trinchera Norte, que les gustaba Corazón Serrano, que festejaron el campeonato del equipo de César Vallejo de Trujillo, entre otras elementales anécdotas. Por mi parte, les dije que me habían enseñado algo categórico: los ojos de la muerte.

Entonces conjeturé la poesía que estaba destinado a no escuchar. Seguramente eran las diez de la noche y el recital estaría a punto de terminar. Habían pasado aproximadamente cuarenta minutos desde mi secuestro. Como mis compañeros poetas no sabían que iba a ir, no me extrañaron, sin imaginar la situación límite en la que me encontraba. Y recordé al poeta Javier Heraud, muerto en una balacera en Madre de Dios en nombre de la revolución, para rememorar que las balas me hubiesen quitado la vida pero yo estaría presente en el más humilde de mis poemas; y la existencia estaría justificada. Aunque por otro lado estarían ellos, seres que crecieron en la orfandad de todas las vertientes y ejecutaron su libertad eligiendo lo oscuro, son personas que tendrán tal vez una penosa muerte en el anonimato más absoluto y en la fosa común más negada.

A pesar de la violencia y la contundencia de los actos de esos tres delincuentes, sabía en mi fuero interno —no por soberbio— que no iba a morir. Eso lo confirmé cuando regresó el cómplice con el botín en sus manos, y me dijeron: “Listo; ahora pongo en tu bolsillo tus celulares, tu billetera con tus tarjetas y DNI”. “¡Cuidado se te caigan!”, me aconsejaron, “y abre tu mano, ten diez soles para tu pasaje; te sacaremos el trapo negro e irás por esta calle, no voltees pues te matamos, ¡anda!”. Caminé cinco pasos y luego me volví, y grité: “¡mis lentes, soy ciego!”. Pero ellos ya habían partido y yo estaba en medio de una pampa. Solo me quedaba caminar.


No acudí a la policía. Todo había pasado y nada había pasado. Me quedo con lo que alguna vez el vocalista de Los Mojarras, Cachuca, exaltando una fabulosa verdad y después de recibir una golpiza, ensangrentado, dijo en un canal de televisión: “Eso no se le hace a un poeta”.