domingo, 28 de mayo de 2017

"La felicidad es una figura literaria" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (28/05/17)

Los adolescentes y jóvenes que se distinguen como figuras de la televisión, tienen una idea vacía de felicidad y la proclaman, en el momento que de ello requieren, con el entusiasmo propio de un robot programado. Esos actos están, al parecer, más relacionados con un mecanismo de defensa en virtud del cual encuentran un recurso de negación a todo lo que les es adverso, para revertir cualquier cólera de enemistad (es muy frecuente entre los famosos) con el pronunciamiento de la palabra “feliz” como un conjuro que no entienden y no pretenden entender.

Entre los muchachos de las redes sociales —y no tan muchachos—, tal vez influenciados por lo que la televisión muestra, se pone de manifiesto la recurrencia a expresiones como “me siento feliz” (frente a un refresco), “feliz por mi título” (mostrando algún lauro), “felicidad es estar contigo” (abrazado con alguien) o, en el caso más lacónico, “¡feliz!” (en torno a cualquier visita de fin de semana o de vacaciones). Como se evidencia, estas manifestaciones ya no tienen tanto que ver con los mecanismos de defensa a los que acuden “famosos” para evitar una vergüenza pública, sino en la simple repetición recurrente y pueril de generalizar un momentáneo estado de ánimo. Ahora bien, ¿qué ha dicho el filósofo más reconocido de la Península Ibérica con respecto a este tema tan mencionado por todos, pero poco analizado?

La Introducción gratuita y virtual del libro “El mito de la felicidad”, que apenas consta de treinta y un páginas (el texto completo tiene un precio en euros), ya nos conduce a la tesis en la que se mueve el autor, el español Gustavo Bueno. Él enmarca la idea de felicidad en lo que llama “literatura de la felicidad”. Además, propone un “Principio de felicidad”, sin el cual este tema no se podría ubicar en un lugar apropiado filosóficamente hablando, dado que por fuerza es muy variado y, en la actualidad, desvirtuado por el comercio y la retórica.  

La literatura de la felicidad empieza a ser relevante porque en tanto “felicidad narrada” nos proyecta unas ciertas “grafías de la felicidad”. Indudable es que mientras no haya “grafías” o escritura no habrá una idea de este fenómeno, pues el lenguaje escrito no solo distingue al ser humano, sino que lo constituye y le brinda “memoria de lo pensado”, es decir, una parte importante de lo que se tiene por supuesto de un tema es porque los escritos han quedado para la posteridad y, sobre todo, se pueden comparar y ampliar. En ese contexto, el autor concluye esta parte del tratado de la siguiente forma: “la clase denominada como literatura de la felicidad, ¿no es precisamente el lugar en donde la idea de felicidad ha nacido, y la fuente de donde se alimenta? Esta es al menos la tesis de este libro. La tesis de que la felicidad es, ante todo, una figura literaria”.

El trato que normalmente se le da a la literatura de la felicidad —aparte del Principio de felicidad establecido por Bueno— tiene numerosos criterios para los propagandistas y escritores. Uno de estos es el idioma. Con este paradigma, los autores enumeran cómo  se dice “felicidad” en las lenguas más conocidas y difundidas por la historia y la tradición, y a partir de ello deducen que todos los idiomas poseen una “idea de felicidad”, dando un carácter universal al “hecho feliz”. Esa contemplación para el autor es gratuita y metafísica, es una ingenuidad o una impostura. Pues no puede concluirse apresuradamente que la “idea de felicidad” tenga un valor universal como lo tiene la definición de triángulo (“polígono de tres lados”). No puede ser universal dada su naturaleza en el desarrollo plural de las diferentes sociedades que solo editorialmente han llegado a confluir en ciertas características que jamás podrían ser universales.  

En segundo lugar, el trato del tema se da con respecto al criterio de la “autoayuda”, en donde los autores centran sus expectativas en generar en el lector un cambio sobre la base de consejos y proverbios. En este terreno encontramos a pensadores de la talla de Fichte, Russell y Julián Marías, cuyas formaciones en el campo de la filosofía no han impedido realizar —por confesión de ellos mismos— una “autoayuda” con respecto de la felicidad; y junto con ellos están un sinnúmero de personajes cuyos nombres están en las listas de los más vendidos (“vendidos”, dicho sin la figura de metonimia). Para Gustavo Bueno, este “rosario de recetas” solamente podría valer para pasar un buen momento, tal vez un rato ameno deshojando un libro y rememorando las circunstancias alegres de fortalezas y oportunidades impresionistas de una vida aislada.   

Por su parte, el autor propone el “Principio de felicidad” como criterio rector para abordar el tema. Sobre la base de este, se construye una división entre un Principio débil y un Principio fuerte, este último es llamado “Supuesto de felicidad”, y está sintetizado como máxima en la frase de un libro de Fichte: “La vida (humana) es ella misma felicidad” o, en su variante, “Todos los hombres son felices”. ¿Qué serán acaso los infelices? El autor derriba la mitología que se ha formado en torno a frases muy “elevadas” pero que sucumben al momento del análisis pormenorizado.

Otro fundamento que toman los partidarios del “Supuesto de felicidad” está relacionado con la ciencia genética o con la estadística, para darle cierto “prestigio argumentativo” a expresiones como las siguientes: “estamos determinados genéticamente para ser felices” o “tal porcentaje de los ciudadanos afirman ser felices”. Estos análisis son calificados por Bueno como “ramplones” y “ridículos”, en tanto que se toman “democráticamente” discursos de este o de aquel sin ningún fundamento real. El autor trata este tema en otro trabajo titulado “Fundamentalismo científico”, donde desmonta el armazón construido sobre “la ciencia” como una diosa y una infalible unidad. Entonces, se burla de discursos deterministas como “la ciencia lo dice”, “la ciencia lo ha demostrado”, “la ciencia ya lo superó”, etc. En realidad no existe una ciencia, sino muchas, y cada una con su desarrollo y proyección; es decir, las ciencias siempre son plurales en su naturaleza misma, y el que diga lo contrario está utilizando la ideología en el conocimiento científico, o sea se está volviendo fundamentalista (Bueno utiliza argumentos de raíces platónicas). En este caso en particular, ¿no es acaso absurdo utilizar el método científico de la Estadística en conclusiones doctrinales de “felicidad”?
 
El Principio débil de la felicidad está tratado por Bueno más complejamente, y es una invitación a revisarlo y entenderlo. Aristóteles pasa a ser un filósofo importante para sustentar esta parte, que implica la fase álgida del tratado. El autor concluye: “El objetivo de este libro es demostrar, por tanto, que la cuestión de la felicidad no puede seguir siendo considerada como la cuestión fundamental de la filosofía, o si se quiere, de la Antropología filosófica, y quienes así lo mantienen son ideólogos, meros creyentes, o impostores”.

Las reflexiones de Gustavo Bueno acerca de la democracia, la política, la ciencia y, claro está, la felicidad, tienen un carácter absolutamente original. Y el sarcasmo que a veces desprende cuando recuerda a algunos filósofos ayuda a hacer su palabra más entretenida, es el caso del cierre de esta Introducción cuando cita una feliz ocurrencia de Goethe: “La felicidad es de plebeyos”.

domingo, 21 de mayo de 2017

"Luis Rivas Rivas, a propósito de lo trascendente" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (21/05/17)

En gran síntesis, el maniqueísmo es una posición filosófica que sostiene que la realidad está dividida entre lo bueno y lo malo. Esa idea la asume con singular vehemencia el Dr. Luis Rivas Rivas, autor del libro “Personajes, libros, debates: Hacia lo trascendente”, presentado el jueves pasado. El texto resulta una prueba latente que la identidad religiosa de su autor está sustentada, maniqueístamente, en una poderosa creencia que él nunca ha ocultado y que, contra todo, ha puesto a funcionar en aquello que piensa, escribe, analiza y profesa.

Su nombre (“Lucho Rivas”) me sonó por primera vez a los veinte años en la boca de Alfredo José Delgado Bravo, quien me aconsejó llevarle mi modestísimo primer libro a sus manos para que tenga un mejor destino; algo absolutamente improbable en la Edad de Piedra de mi poesía. “Es lo mejor en crítica”, me dijo el autor del himno a Chiclayo. Con una obediencia férrea, un día de hace quince años toqué la puerta de la calle Carrión y me recibió un profesor serio, con aura otoñal y de erudición constante. Cuando me presenté y recibió mi libro, mostró su generosidad al decirme: “Lo consideraré si hay otra edición de un estudio publicado acerca de la literatura lambayecana”. Lo tomé como un elegante cumplido.

En casi una hora de charla, caminando por Elías Aguirre, me habló de tantos temas que apenas a mi memoria retorna uno: su opinión sobre el mejor poema que a su juicio —de aquel tiempo— escribiera Vallejo en Los heraldos negros: “A mi hermano Miguel”. Sin duda, me hizo revisar muchas concepciones que, en mi adolescencia, tenía de la literatura y de muchos autores, pero todavía yo no notaba su perenne solemnidad hacia lo trascendente y su maniqueísmo confeso en todos los asuntos que rodeaban su vida. Años después lo descubrí más claramente.

En el 2006 lo vi por segunda vez. Le llevaba ahora bajo el brazo un nuevo libro: “Signos”, del grupo literario que tuve la oportunidad de fundar junto con varios compañeros de batalla literaria. Me acerqué, acompañado del poeta Cromwell Castillo, a la oficina de la universidad en donde hasta ahora trabaja, y nos recibió el mismo profesor atento, aunque ahora él tenía una inquisición que hacer. Miró la contraportada del libro y distinguió una frase del Apocalipsis (capítulo 7, versículo 1) que refería al número cuatro, pues hubo una intención sesgada de mi parte para colocar y estetizar aquel dígito, y relacionarlo con el número de integrantes del grupo. “¿Acaso has leído la Biblia?”, me interrogó. “Totalmente”, le respondí. “Entonces no la has entendido”, sentenció apabullante. Fue ahí cuando comprendí su ética y la actitud defensiva de un devoto soberano. Su maniqueísmo no solo era conceptual, sino el sentido de su vida y su tema preferido.

Dos días antes de la presentación de su libro recibí una llamada. Leía en casa “El grito silencioso” de Oé y me invitaban a cubrir el comentario del libro y el evento. Miré a Janet y le dije: “Tu profesor preferido presentará un nuevo libro”. La fama del Dr. Luis Rivas de ocasionar impacto al narrar historias en sus clases de Literatura había dejado en sus alumnos universitarios recuerdos imperecederos.

A pesar de haber leído al profesor en un sinnúmero de artículos, encontré en este libro en particular una posición que no dejaba dudas desde el título después de los dos puntos: “Hacia lo trascendente”. Sus análisis literarios poseen, algo más o algo menos, lo que se afirma en la página 371, en un artículo titulado “La dimensión ética en la literatura contemporánea”. El profesor dice: “Un rasgo frecuente en la literatura universal ha sido —protagónico o subyacente— el milenario conflicto entre el bien y el mal; y el componente ético ha contribuido en gran medida a potenciar la calidad estética de obras maestras”. La división de la realidad entre el bien y el mal, como dije, es el maniqueísmo que recorre en esta nueva publicación las líneas de casi todo lo descrito: personajes, libros, debates.  

Otro ejemplo son los títulos escogidos. Existen diez artículos que explícitamente tienen ya la etiqueta cristiana en su encabezado, y la mayoría del resto resalta en su contenido la figura del Bien como criterio mayor en el análisis. De esa forma, enfrenta la idea de Dios en composiciones de José Carlos Mariátegui y César Vallejo contra los posteriores libros marxistas ateos de ambos autores; a Gabriela Mistral “predicando los mensajes de Cristo” contra las demoníacas circunstancias de la guerra; a los autores paganos que afirman la historicidad de Jesús contra los que la niegan (de igual forma, acerca de la resurrección); a los “pensamientos de raíces bíblicas” del Principito contra la incredulidad de los adultos; al Mensajero del Rey contra los Césares “paganos, homicidas, inescrupulosos”; “A Cristo crucificado” contra “El infierno tan temido”; a la inspiración de Pasternak en “pasajes memorables de los Evangelios” contra el “oscurantismo ruso”; a las universidades católicas contra “una industria deshumanizada” (muy apropiado lo de “industria”); a los “recursos formales de Graham Green contra su “tradición nada teologal”; a la crítica cristiana de Charles Moeller contra toda otra posición que asume “el silencio de Dios” en el siglo XX o en cualquiera.

Existen dos temas tangenciales que también se pueden destacar: la historia y la política. El dato biográfico como móvil para los tópicos de algunas obras o la importancia del proceso del tiempo en el enriquecimiento de las ciudades, son muestras innegables de la biblioteca viviente de anécdotas y relatos que es el profesor Luis Rivas, tal vez su más fuerte atractivo en el aula de clase. Los autores antitotalitarios que en el mundo han sido son mencionados en la defensa de una democracia, tal vez no muy bien entendida, dada las variantes conceptuales del término en el siglo XX; solo recuérdese que en la construcción del Muro de Berlín, la Alemania Comunista era catalogada “democrática” (curiosa paradoja).

El conocimiento profundo de la política para un cristiano puede resultar alarmante. Solamente hay que recordar lo que Max Weber escribió del tema, y que Vargas Llosa coloca de epígrafe en El pez en el agua: “También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. Demoledor.

La última vez que vi —antes de la presentación— al profesor Rivas, yo iba con Janet por la avenida Luis Gonzáles. Se le veía sonriente y bromeó con algo muy de moda por ese tiempo: “Voy a ser mi tesis en la Complutense de Madrid”, nos dijo. Nos hizo sonreír y asumir algo marcado en su personalidad, pero que no se nota con frecuencia: su sentido del humor. La presentación del jueves estuvo llena de esos detalles certeros e inteligentes que arrancan una sonrisa. Y este escrito debe terminar pues, como él refirió al final de sus palabras, los gritos de una tribu cuando el orador habla demasiado pueden aparecer: “¡Ya basta! ¡Ya basta!”.