Desde
lejanas regiones, planeé que mi retorno sería poético. Un año fuera de estas
calles dejaron en mi percepción una nostalgia excepcional. Extrañé, junto a
estas tierras, la poesía ligada a la tertulia, la caminata y los libros de mi
biblioteca que se empolvaban sin mí. Entonces cómo no atar mi retorno a una
acción disímil. Era Chiclayo otra vez mi alegoría.
No
más arreglé los asuntos que implican el establecimiento de la familia, reuní a
los apasionados amigos de la poesía para llevar a cabo lo que desde meses antes
ya estaba planeado: arribar al lugar donde las estatuas de los poetas ostentan perfección
y, al pie de ellas, recitar los versos que alguna vez salieron de las manos
purificadas de aquellos vates.
La
faena debía ser sacrificada aparte de satisfactoria. ¡Debíamos caminar en el
sol de las doce del mediodía en este verano ardiente! Así fue. La plenitud de
la luz simbolizaba la contemplación de la poesía ante nuestros ojos; y la sed,
la necesidad de arte ante un mundo indiferente. Nada es tan poético como la
resistencia de un cuerpo cansado.
La
oficina del vate Ernesto Zumarán fue nuestro punto de encuentro. Al llegar,
Zumarán sujetaba dos ejemplares de su libro ganador del Premio Copé de Plata 2017,
“La noche y su sombra”, que sería obsequiado a los jóvenes poetas Marcelo
Tejada (18) y Wagner Jiménez (21) en un afán de generosidad natural. “¡Salgamos
ahora!”, sentenció Ernesto.
Llegamos
al parque Nicanor de la Fuente “Nixa”, quien dijo con inspiración instantánea
en el día de la inauguración del lugar, casi veinte años atrás: “Ahora ya puedo
decir cuando me pregunten dónde está mi casa: queda frente al parque Nixa; y si
insisten en preguntar dónde queda el parque Nixa, les diré: frente a mi casa”. Así
hablaba el ingenioso poeta.
Zumarán
abrió el libro “3 poemas” y, frente a la estatua del Amauta, emitió primero las
palabras más espléndidamente reivindicativas, luego leyó a Nixa en una
espontánea manifestación de entusiasmo: “Un día de estos, sábelo Dios,
Chiclayo, te lo digo / en confianza; a todo sol, a todo cielo y panorama, / te
inventaré una calle más…”.
Tejiendo
un nuevo camino, nos dirigimos a la estatua de José Eufemio Lora y Lora, al
lado de la biblioteca nombrada en homenaje a él. La placa solo ostentaba un
título: Poeta. Solo una palabra debajo de su nombre resumía el universo de su
condición. Me tocó leer con mi voz que pretendía vencer el ruido de la hora
punta del tráfico, y creo que lo logré.
“El
bardo soñoliento de blonda cabellera / y de ojos vagabundos su beso saboreó. /
¿Recuerdas? La agonía. La súplica postrera, / la tarde moribunda. La nave que
partió…”, así comienza el poema de José Eufemio “Aguas de Leteo”, que leí esa
tarde entre los amigos formando un círculo ante la mirada sorprendida de los
transeúntes.
Nuestros
pasos nos llevaron al Ministerio de Cultura para encontrarnos con la estatua de
Max Dextre. Sin embargo, solo nos permitieron ingresar hasta la parte frontal,
estando el poeta Dextre al fondo de la vieja casona. Además, al encargado le
preguntamos por la estatua de Delgado Bravo, y nos aseguró que solo en Monsefú
había una. Fracasamos.
Avanzada
la tarde, la poesía calaba como un calor de deferencia. Seguimos por la avenida
Bolognesi para voltear en la calle 7 de enero. Hablábamos de Borges y su
complejidad ostentosa, de Harold Bloom y su entrevero conceptual, de los
surrealistas, la poesía underground y el amor, mientras el joven poeta Vladimir
Bances (19) lo apuntaba todo.
Arribamos
a otro puerto, el último: la estatua de Juan José Lora Olivares, el gran poeta
que caminaba junto a Nixa por las calles de Chiclayo, pues los unía una amistad
poderosa, aquel que en su juventud grabó un corazón para su amada entre las
esquinas de 7 de enero y San José, y luego inmortalizó el instante en un tierno
poema. Ahí nos detuvimos.
Wagner
Jiménez se acomodó junto al bronce caliente de Juan José Lora, abrió una
hermosa antología que consiguió en Lima deshojando con ternura las páginas
hasta llegar a la 91, y empezó: “Antes que la muerte Dios hizo la vida / y,
antes que la vida, Dios hizo el amor. / ¡Oh, mozo que quieres forjar tu
universo / aprende a ser Dios! (…)”.
Ser Dios como
exigencia infinita nos reveló el gran poeta. Los vates de esta bella tierra o
prestados de otras latitudes aprendimos de versos chiclayanos, aprendimos a ser
Dios, es decir, a intentar forjar un universo: el nuestro; pero más allá de
todo, solo es aprender y aprender cuando las caminatas nos
enseñen, los emblemas se recuerden y la esperanza renazca en la poesía para
divisar, ya lejanos, los universos de los más grandes.