lunes, 6 de octubre de 2014

“Los otros dicen: ¡Es la peste, ha habido peste!” - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (06/10/14)

El libro “La peste” de Albert Camus (Premio Nobel de Literatura) nos trae desde su fondo prodigioso un paralelismo con un pueblo (¿fantasma?) esclavizado por la mafia, y en casi su última página se puede leer: “En la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux”. Sí, un rugido todavía tenue se levanta por las calles del pueblo desde aquella noche de la dignidad; pues los tentáculos todavía firmes podrían silenciar —en venganza— a las voces que lanzan a los vientos las arengas de la justicia, y hacerlos pasar como suicidas.

Desde el inicio de la peste —desde el primer mes de un periodo que quiso ser eterno— ya se notaba esa epidemia que iba creciendo sin control: los culpables más débiles iban a las mazmorras para ser juzgados: chivos expiatorios de la decadencia. Por su parte, la novela retrata en las ratas el símbolo de la desgracia, así el viejo español le diría al doctor Rieux: “Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!”. Sí, era el hambre de las ratas las que hizo su destino y su espectáculo espantoso. El riesgo de la ilegalidad se hace más tentador en un pueblo en donde la impunidad acaba por malgastar las esperanzas más firmes.

Como suele suceder, nadie pensó en las consecuencias antes de que se instale el virus. Por esa inocencia brutal es que seguimos siendo tan culpables. En una de las páginas del libro de Camus hay una pregunta de la esposa del doctor Rieux: “¿Qué historia es esa de las ratas?”. Y se encuentra con la respuesta que tal vez todos nos damos en nuestras conciencias para tranquilizarnos: “No sé, es cosa muy curiosa; ya pasará”. El pueblo se adormece, no sé piensa mal porque no se piensa a secas. Alguna vez, cuando las conciencias no se compren con regalos ni con becas de estudio, se podrá estructurar una democracia; porque lo que quiere vender “la voz del poder” (en el sentido de Foucault) es un “lenguaje” sin fondo. La democracia, en el sentido estricto, nunca ha tenido lugar y, tal vez, nunca lo tendrá.

En todo este embrollo de la perdición, hay personas en el pueblo que pueden encontrar positiva a la peste. Cuando Rieux al cruzar la escalera se encuentra con Jean Tarrou, le dice que el asunto de las ratas “va terminando por ser irritante”. El joven Jean le contesta mientras miraba una rata agonizando: “En cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido. No habíamos visto nunca nada semejante, esto es todo. Pero yo lo encuentro interesante, sí, positivamente interesante”. Como dentro de las rarezas humanas se instala el raudo masoquismo, la insana persecución, las míseras hambrunas, la detestable violencia; así también a veces esos golpes a la dignidad se aceptan, como una maldición china, para ser más “interesante” la existencia: el mundo acaba por romperse.

Pero hay momentos como estos, de una luna clara, de una justicia alentadora, en donde cualquiera de nosotros puede ser un personaje principal, como el doctor Rieux, y hacer propia aquella frase que también ha rugido como un corazón premonitorio: “En la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. Nos están matando, es una muerte lenta, una epidemia a la que se le puede quitar los autos, el dinero, las joyas, los licores finos y penetrar en sus fauces inaccesibles, pero que todavía no manejamos, porque en la abstracción nos perdemos, porque no ubicamos el rigor de la cólera y, entre tanta catástrofe, desmerecemos un ideal. No estamos preparados, pero hay que intentar algo y no dejarnos apabullar por esa frase que reluce un pesimismo existencialista en el libro: “Pero ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más”. ¿Es la vida y nada más?

El último párrafo del libro es tan contundente que el comentario resulta innecesario: “Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Esperemos que la ciudad jamás vuelva a ser esta.

lunes, 29 de septiembre de 2014

"La corrección y un verbo: Respuesta a un lector avisado" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (28/09/14)

En el cuento “García Márquez y yo” del distinguido y premiado escritor peruano Jorge Ninapayta —desaparecido lamentablemente este año— encontramos un tema poco usual: la corrección de textos; esta noble faena representa una sombra detrás de cada libro, pues es el corrector el que se lleva las palmas o el desprecio según el producto de la edición.
En resumen, el protagonista del relato había encontrado un error en una novela-borrador de García Márquez: le faltaba una coma —un vocativo—. Luego, agradecido, el autor de “Cien años de soledad” modificó el yerro. Eso hizo crecer en el corrector un afán por observar todos los libros que encontraba en los estantes, de todas las ediciones ya publicadas, y deshojarlos e ir hacia la página justa de esa legendaria coma; aquella que había cumplido una función trascendental, como todos los demás signos que le brindan un sentido más preciso al lenguaje escrito. El respeto por esos signos, la entrega por su trabajo y el singular modo de colaborar en una obra de un Nobel, le hizo concluir en esa frase rotunda que da fin al cuento: “Y este es el libro que escribimos García Márquez y yo”.
Sin duda, los correctores de estilo o de detalles a veces imperceptibles, ayudan a mejorar las publicaciones, y más aún si no son pagados; y apostar por decir algo —en la era del silencio— es invalorable. Salvando las distancias con el inmortal Gabo, aquí en este diario, este servidor publicó el pasado domingo 21 de setiembre un modestísimo artículo acerca de la muerte de Gustavo Cerati; seguramente, entre tantos deslices en el escrito, saltó uno en especial, el cual un lector acucioso me hizo ver a través de un correo electrónico. Un verbo en la siguiente expresión estaba incorrecto: “si el autor de “Rayuela” hubiese vivido su niñez o adolescencia en los años 80s, hubiese escrito su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo”.
El amigo remitente se cercioró con agudeza que el segundo “hubiese” estaba incorrecto, y más bien debería estar el “habría”. Preciso. Y ese detalle me da pie a recordar un poco las reglas gramaticales que demarcan el lenguaje.
En sus modalidades compuestas, los verbos suelen ayudarse con el “haber” (he amado, habré comido, etc.). Si nos centramos en las expresiones utilizadas en el fragmento errado, tenemos que el “hubiese vivido” se encuentra en modo subjuntivo. ¿Cómo me doy cuenta de eso? Recordemos que este modo nos brinda la acción de la manera cómo el hablante (el sujeto) afirma desde lo que sucede en su subjetividad, en su fuero interno, en su deseo, en su ilusión; más no en lo que ha pasado objetivamente.
De esa manera, el “hubiese vivido” o el “hubiera vivido” (“hubiera” y “hubiese” se usan de forma indistinta, es decir, cumplen la misma función de intencionalidad) son parte del pretérito pluscuamperfecto del modo subjuntivo, porque muestra una acción pasada condicionada por otra pasada también.
Por otro lado, en la segunda parte del fragmento, el “hubiese escrito” sería incorrecto porque la precisión estaría en colocar ese verbo compuesto en modo potencial, es decir, en afirmar algo que no ha ocurrido pero que pudo ocurrir si se cumplía la condición. Es decir, la expresión quedaría de la siguiente forma: “si el autor de “Rayuela” hubiese vivido (modo subjuntivo) su niñez o adolescencia en los años 80s, habría escrito (modo potencial) su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo”. Extrañas son las precisiones del idioma.

"Gustavo Cerati: ¡Nada más queda!" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (21/09/14)

Para el hombre moderno, para aquel ser que se refugia en las ciudades, con sus filosofías de “progreso” y “éxito”, que no se da cuenta —en palabras de Erich Fromm— que su individualidad es una ilusión, para ese hombre que busca la fantasía para anestesiarse del fracaso; para ese, justamente, tal vez no exista mayor forma de enajenarse que el rock, y más aún en el idioma que le ha sido otorgado por el azar o por los extraños designios de la historia humana: el español.

El rock en español tiene un nombre en su centro, con una imperiosa virtud que pocos han alcanzado: Soda Stereo, grupo nacido en el país de Borges y de Cortázar (estoy seguro que si el autor de “Rayuela” hubiese vivido su niñez o adolescencia en los años 80s, habría escrito su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo), nos ha dado el privilegio de entonar sus maravillosas letras para alienarnos, no a la manera de la que Marx incidía sino con la plena libertad que te brinda el disfrute del arte.

Soda Stereo y Gustavo Cerati son sinónimos absolutos. Él era un poeta y un músico fenomenal. Su tránsito por este mundo llegó a su fin después de cuatro años en estado de coma. Sólo su madre lo acompañó hasta su último aliento. La soledad de los grandes siempre será conmovedora e inevitable, como un temblor que pasa: “Nadie me vio partir, lo sé, nadie me espera”.

“En sus caras veo el temor / en la ciudad de la furia”. La ciudad, la creación del hombre moderno, el centro de la desesperación y la violencia como la que Buenos Aires —y Argentina— enfrentaba con sus innumerables gobiernos militares, y por la que los contemporáneos de Cerati y él mismo escribían canciones con mensajes ocultos; una de ellas era “Trátame suavemente”, dedicada a un militar de la época: “Alguien me ha dicho que la soledad / se esconde tras tus ojos, / y que tu blusa adora sentimientos que respiras”.

No voy a hablar de por qué Soda caló tanto en toda una generación, pues de eso ya han discutido ampliamente los melómanos, pero voy a acercarme a esta banda desde mi pequeño lugar en el mundo. Cuando era niño mis tíos Chela y Jano sintonizaban en una vieja radio las canciones del rock en español. “Persiana americana” y “Cuando pase el temblor” sonaban implacables para hacer de mí un indagador, pues la combinación de palabras y las metáforas empleadas en sus letras me dejaban con un infinito espasmo y tenía que enfrentar las canciones con una mente más avisada, pero fue recién en la primera juventud donde intenté penetrar en los sentidos de sus versos y logré estremecerme por descubrir cuestiones que durante tanto tiempo habían estado esperando por acrecentar mi sensibilidad.

Tal vez fui influenciado por el curso de Semiótica y de Interpretación de textos, que por esa época llevaba en la universidad, para ver con otros ojos las extrañas pero inquietantes letras de las canciones del grupo argentino. Era el caso de “Persiana americana”, canción en la cual descubrí a un personaje voyerista que se inquietaba hasta el extremo: “Yo te prefiero fuera de foco, inalcanzable; yo te prefiero irreversible, casi intocable. Tus ropas caen lentamente. Soy un espía, un espectador. Y el ventilador, desgarrándome…”. A pesar de ser una de las canciones más comerciales del grupo, el complemento con la música la hace penetrante.

Compré un casette de Soda Stereo en mi adolescencia, y llegó a mí la canción que más me ha marcado, incluso en mi vida literaria: “Signos”, nombre aquel cogido para nombrar al grupo literario que formamos con algunos amigos poetas en aquel año de 2006. “Signos” fue nuestro himno y escucharlo fue ese primer paso para la penetración al estado poético en las rotundas reuniones que organizábamos. Después del preludio de ensueño que se oye en la canción, llegan los primeros versos: “No hay un modo, no hay un punto exacto. Te doy todo y siempre guardo algo. Si estás oculta, cómo sabré quién eres…”. Esta canción y todas las demás que acompañan al disco del mismo nombre fueron hechas por Cerati con una velocidad poco usual, cuando se ausentó del mundo ayudado por las sustancias de las que él tanto abusaba en su juventud y que, lamentablemente, lo llevaron a la muerte.

Por esos tiempos universitarios, recuerdo que siempre le comentaba a mi hermano que haría un artículo acerca de la canción “Signos”, lo cual nunca tuvo lugar. Creo que sólo avancé cinco líneas que después confundí entre tanto papel. No era el momento. Nunca lo será. Ahora Cerati ha muerto y deja un hondo vacío. A pesar que los primeros días después de su deceso escuchaba a Cerati por tantos lados de Chiclayo, prueba ésta que la muerte —su verdadera muerte— sólo llegará con el fin de la historia de la humanidad.

Gracias, Gustavo, por darme esa línea magistral sacada de una canción y que coloqué de epígrafe en un poema dedicado a mi grupo literario: “Signos, bajo la luna hostil, Signos…”. Gracias por aquel gran concierto que grabaste con la sinfónica y que escuchábamos con mi madre cuando todavía compartíamos la misma mesa, y siempre después de oírla decir durante el almuerzo: “¡Pon la música del argentino!”. Gracias por traer a mi memoria una niñez ausente pero que relaciono con lo más sublime de toda mi existencia, pero a pesar de eso repetir una de tus canciones: “¡No quiero soñar mil veces las mismas cosas, ni contemplarlas sabiamente, quiero que me trates suevamente!”. Gracias por las innumerables veladas a través de los años en compañía de mis amigos más queridos entonando tu eterna música. Gracias por los tres días posteriores a tu muerte en donde, junto a los más allegados nostálgicos, profundizamos en tu música y, como esperando una resurrección, llegamos al domingo creyendo que estabas vivo y que tus palabras ahora eran nuestras: ¡gracias totales, Gustavo, totales!

miércoles, 10 de septiembre de 2014

"La lectura, el poder y el fin" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (29/07/14)

Leer y no poder hacer nada contra la muerte. Leer a cada instante, sumido a veces en un desequilibrio insano. Entender la realidad mejor en el repaso que en el éxtasis, mejor en la tranquilidad que en los impulsos, e intentar vivir mejor. Tal vez sea sólo eso: transmitir conocimientos, ordenar pensares, recopilar rupturas y educar. Pero ¿hay algo más detrás de tanto libro genial?

Con la lectura he transitado extraños caminos. Al principio las expectativas de su práctica eran iluministas, olímpicas, jactanciosas. Luego pasaron a ser deslindes, actos de vida, propuestas de sueños. ¿Hacia dónde he podido llegar con la lectura, o hacia dónde han llegado otros con ésta? Pueden ser interrogantes —hechas por este obstinado pasajero del planeta— que apuntan con extrema modestia hacia las finalidades de cada cosa, justamente en este tiempo cuando se proclama a toda costa que no hay grandes finalidades, sino pequeños sentidos de vida, relativos, limitados y subjetivos.  

Para nadie es un secreto: el conocimiento da poder, y la forma de conseguirlo es la lectura. Todo lo que se lea será guardado como un arsenal de armas de los calibres más variados; y en las manos de un demente, ¿adónde iría a parar la bomba atómica? Hemos sido testigos (en raras ocasiones) de políticos conocedores, lectores, habilísimos y falsos, que representan el mejor ejemplo del poder en acción alevosa, por consiguiente, del peor producto que puede dar el acto “pueril” y consuetudinario de la lectura. 

No se debe explicitar que la práctica en sí misma de la lectura debe de ser la panacea que los profesores tanto reclamamos en los estudiantes. La lectura no es un fin. Con el tiempo, uno entiende lo que el finado profesor Constantino Carvallo —a quien tuve la dicha de conocerle su profunda sencillez en una feria del libro de Trujillo— había referido en su Diario educar: Tribulaciones de un maestro desarmado: “Cuando encuentro a un ex alumno en la calle, no me interesa saber qué estudia. No me interesa tampoco si ha ingresado en primer puesto a una universidad porque igual puede ser un canalla”.

A este maestro tampoco le hubiese interesado que un ex alumno suyo haya leído la Biblioteca de Babel que Borges refería, porque sabe que en las entrañas de la educación, del estudio, de la intelectualidad, existe un discurrir ético que no se puede soslayar, que es indispensable asumir con plena conciencia y que, más aún, se encuentra detallado en las primeras páginas de todas las materias que los profesores dictamos.

La lectura no debe servir para que alguien se transforme en caballero andante, o para ir a contracorriente y a ciegas, para que luego sufra al final de sus días el arrepentimiento de lo que vivió (como terminó el Quijote); no debe servir como instrumento para ir mezquinando toda idea de buena fe o humillando a las personas sencillas. La lectura no tiene un hipervínculo con la locura, sino con la conciencia. La lectura debe de ser sincera, leal, ajustada a una finalidad conductual, con un horizonte guiado por la seriedad y la empatía, debe de ser un acto casi religioso que conlleve a una solidez en todas las dimensiones del ser humano.

Creo en la lectura como un acto de amor, de un complejo amor por el conocimiento, y en consecuencia por el ser humano, por su pasado difuso y su futuro incierto. Y en el acto de leer, siento algo así como un anhelo de que todas las almas se junten para explicar la nada del mundo.

"Peruanidad: Mitad orgullo, mitad rencor" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (28/07/14)

En el fondo sabemos que es cierto lo expresado alguna vez por César Hildebrandt: es huachafo decir que el Perú es el mejor país del mundo. Pero seguiremos repitiendo esa expresión de orgullo mientras sea posible, aún cuando veamos con cierto celo a la cocina francesa, el fútbol brasileño, la literatura argentina, el idioma inglés, la fuerza alemana, la técnica japonesa, la política China, la temeridad medio-oriental, los rascacielos gringos, los palacios de Europa, las bodas reales, la historia de Cuba, el nacionalismo mexicano, la España colonial, los diamantes africanos, la filosofía griega, los misiles de la OTAN, el petróleo árabe, la música de Beethoven, las playas de Miami, las mujeres colombianas, a Hollywood, a Londres, a Buenos Aires, a Bogotá y a Santiago de Chile. 

Hay cosas dignas de envidia, otras no. Nosotros tenemos nuestro Nobel, nuestro Machu Picchu y nuestro Gastón Acurio; pero poseemos una herencia huérfana. Sabemos poco de nosotros mismos y, en la actualidad, sólo en la identidad y el color de un partido de fútbol llegamos —en algo— a definirnos (unirnos) mejor. El racismo, esa lacra que poco a poco se va extirpando, le hace mucho daño al Perú, porque como ideología a puesto los cimientos más poderosos para separar un peruano de otro.

Ya desde Mariátegui se hablaba de “la herencia colonial”, de ese racismo clasista que en nombre de la dominación y el poder servía para establecer la diferencia a través de los sentidos; es decir, si veían a un blanco sin duda era poderoso, si se olía mal se era un indio, si se escuchaba un castellano con destellos de quechua se era ignorante, etc. Así, la indefinición del espíritu humano, de lo inmaterial, pasó a centrar la atención en lo material, en lo que se puede ver, oler u oír. Sin embargo, en la actualidad estas diferencias se han ido disolviendo. En algunos casos esa herencia racista ha cambiado de tónica. En ocasiones las etnias antes dominadas han apostado, en cierta parte, por excluir en el mismo sentido material a otras etnias; tal vez por protección, defensa o prevención, sin tener justificación alguna; sin embargo, cada vez se toma más conciencia de ese esperpento llamado racismo y se convive con menos prejuicios.

El Perú ha visto pasar tantas fuerzas divisoras, tantos ingratos personajes, tantas ideologías detestables; pero debe emprender un vuelo diferente. Pues es en lo inmaterial en donde se encuentra su verdadero orgullo, y es ahí en donde se debe construir su identidad para —por reflejo inmediato— ver su historia y enaltecerla; y desde la educación empezar a sentirnos una nación que respeta y se respeta; desde la religión, empezar a ennoblecer nuestra condición de seres limitados; desde el civismo, a cultivar un trato amable y de conciencia social; desde la historia, redefinirnos como una nación de un territorio inmenso y de una espiritualidad portentosa.

Sentir orgullo de ser peruano tendría que estar en relación directa con nuestras fortalezas internas, propias y distinguibles; como lo que se expresa en nuestro arte que, siendo cosmopolita, también posee el divino rol de pertenecer a la historia de mentes bien peruanas.

"La lectura y el inconsciente" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/07/14)

En el módulo de Interpretación y producción de textos, el tema “La lectura” es un cielo aparte. Suelo proyectarles a los estudiantes aquella conocida escena de la película Karate Kid, en donde se muestran los airados reclamos de un muchacho al haber sido presa durante días de una supuesta explotación; de esa forma, en cada sesión, el joven protagonista no reconoce en ningún momento las técnicas básicas del karate, sino más bien sólo la dedicación a lavar autos, barrer, pintar la cerca, la casa, etc.; después de lo cual resultaría un grito desesperado del discípulo dirigiéndose a su maestro: “¡Durante días he sido su maldito esclavo! ¡Me voy de aquí!”.

El maestro, sintiendo la impotencia del alumno, lo detiene y le muestra todo lo que había aprendido sin saberlo; pues en todos esos días, la limpieza y el pintado le habían servido para adquirir los reflejos básicos que le permitirían plantear su defensa ante cualquier ataque. A partir de ahí, el joven entraría a un estado de deslumbramiento y de fe ante lo que le podría brindar su maestro en situaciones inverosímiles. La lectura tiene la misma lógica. Cuando se lee con constancia y dedicación, la mente y el cuerpo adquirieren caracteres más sólidos, más activos y más notables. Todo aquel que se ha entregado a la lectura, lo ha hecho con el espíritu más noble, y en el transcurrir del tiempo se ha ido dando cuenta que la vida ya no es la misma; pues la perspectiva de las cosas da un giro sorprendente, y la posición que se tenía de algunos temas empieza a profundizarse, tal vez a cambiar o a fortalecerse con argumentos más elocuentes.

La lectura, por su naturaleza, también podría ser peligrosa. Y para muestra de ello están todos los adolescentes y jóvenes que son envenenados con doctrinas violentistas. Se ha visto en el mundo cómo el fervor adquirido por un dogma, trasciende por encima de la propia vida. Y si a eso le agregamos un contexto hostil y represor, las sociedades se reducen al guión que les dictan aquellos interesados en que nunca despierten.

Es preciso agregar que el concepto de lectura, como tradicionalmente se entiende, es el acto de asimilar un contenido que un texto escrito nos brinda. Sin embargo, existen otras acepciones que enriquecen su naturaleza. De esa forma, también se le puede llamar “lectura” a todo aquello que se extrae de un determinado texto, ya sea oral, escrito o de otro tipo de simbología; es decir, es una interpretación que ordenamos en nuestra mente y que se establece como un aprendizaje.

Entonces, con esos conceptos de lectura, la peligrosidad de “leer” los programas basura, el arte light o a los charlatanes metidos en todos lados, es evidente. En un mundo en donde los buenos libros son cada vez menos leídos, más olvidados y más vapuleados por ser considerados como “aburridos”, “anticuados” o “innecesarios”; en un mundo así, el acto soberano de leer “lo duro” ha sido sustituido por asimilar “lo ligerito”, e influenciado por los medios de comunicación, la libertad soberana y constitutiva de leer se ha convertido en un remolino que no deja discernir lo importante de lo abyecto; y si agregamos a eso el mal uso de la tecnología, la idiotez humana ya está garantizada.

"Crónica de un poeta en Huaraz" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (20/07/14)

La noche del viernes 4 de julio no cené con mi madre por su cumpleaños, pues debía abordar un ómnibus que me llevaría a uno de los paseos más maravillosos y apasionantes que he tenido hasta ahora, en mis treinta y dos años de existencia. Acompañado de cuarenta y seis colegas cargados de variados ímpetus, íbamos con dirección a un rumbo desconocido que en el transcurso de doce horas fue realidad soñada: la presencia de Huaraz.

Pero las doce horas pasaron lentas. Luego de una cena reconfortante cerca de Trujillo, cuyo restaurante ofrecía, no un caldo de gallina “viagra” como lo publicitan ciertos locales chiclayanos, sino un modesto plato de esencias de alas; digo que luego de esa cena, el sueño se apoderó de los cuerpos plácidos que durmieron silenciosos o emitiendo ruidos como de autos averiados que se unían al del ómnibus amagando curvas o deteniéndose en accidentados caminos. Todos durmieron apaciblemente, menos yo; pues traía detrás de mí un aparatoso dolor de columna que las faenas de corrector de libros por diez horas diarias, sentado, agravaron hace años. Todo el dolor importó poco cuando vimos, a las 6:30 de la mañana del sábado 5, la ciudad a través de los vidrios absolutamente humedecidos por el frío serrano de un día esencial. Habíamos llegado vivos.

No vi profesor que se resistiera a tomar fotografías de esos momentos, pues reflejaban la emoción de la primera impresión o del primer soroche pasajero. Luego de acomodarnos en las habitaciones y del desayuno tardío, nos enrumbamos a nuestro primer destino: la laguna de Chinancocha a 3850 msnm. Sin embargo, camino a ésta pasamos por una serie de acogedoras ciudades, cuyos nombres no retiene la memoria con excepción de uno: Yungay.

Después de una breve parada en una calurosa ciudad, cuya atracción era su iglesia colonial y sus helados de ron y cerveza, pasamos al Campo Santo de Yungay. A partir de ese momento, sentí que mi vida ya no sería la misma. Era la primera vez que estaba frente a una catástrofe que en mi imaginación se tornaba imperecedera y que reconstruirla resultó una caída emocional agravada por un hecho que me saltó a la vista: el negocio de la tragedia.

Me pasmó apreciar el inmenso Huascarán que, hace cuarenta y cuatro años, con el furor de un gigante intenso, desprendió miles de toneladas de hielo y lodo que chocaron contra las montañas inferiores, ocasionando el desprendimiento de más rocas gigantescas que sepultaron en cinco minutos la historia de un pueblo. Era un poblado de 25 mil habitantes que, en la frialdad del tiempo, se diría que pudieron ser más; pero acercándonos al hecho con la pasión por la vida, podemos indicar que los seres humanos nunca serán números, sino almas que las tragedias del mundo recogen para ser prototipos de finitud.
Yungay fue una lección para los que todavía quedamos en el mundo, y sus 393 sobrevivientes, que tal vez sonríen con más calma después de tantos años, son las almas que han tejido las realidades más concretamente ciertas de aquella ciudad; pues a través de la tragedia también se han tejido las leyendas que dan un condimento fundamental para entender cómo el ser humano siempre ha sentido pánico por la desaparición física; y es en ese contexto en donde el negocio de la exageración asoma para tocar el corazón de los turistas, sin ser tal vez ninguna exageración: bestial paradoja que nos permite seguir creyendo en que estamos andando seguros de nuestra condición de vivos.

Fue precisamente ese estado de placidez por la vida que nos permitió continuar, dejando atrás aquella ciudad en donde sólo una parte del arco de su iglesia comprobaba el horror de aquel terremoto del 29 de mayo de 1970.

El almuerzo fue acompañado de un licor fuerte para la digestión —tal vez para el pésame tardío—. Luego, las curvas del camino nos guiaron a Chinancocha, cuyas celestes aguas nos aplacaron la sed de la corta caminata. La filtración natural de la montaña nos estaba regalando una vista sorprendente: una laguna extensa en cuyas aguas navegamos en canoas, no sin antes cubriéndonos con flotadores condicionados a cuerpos de todas las anchuras. En esos instantes de navegación, era imposible no pensar que el Perú es el centro de Sudamérica, aunque parezca —al decir de César Hildebrandt— huachafa la expresión.

Al pasar por Caraz degustamos el dulce típico, producto de manos expertas, que regocijaba el paladar. La compra masiva de tarros que contenían el sabroso manjar pasó a ser —en la mente de cada colega— la promesa de alegría de sus hijos para que pueda aplacar, de cierta forma, el pequeño dolor por la ausencia paterna de tres días. Terminado el dulce episodio, regresamos a Huaraz, pues la noche naciente esperaba nuestra visita a la ciudad.

Después de una cena fortificante y varias copas de trago fuerte que serenaron el frío, caminamos por las calles llenas de un movimiento usual de sábado por la noche, y contemplamos la amplitud de una ciudad luminosa, el comercio de sus cueros o sus artesanías, la venta de guantes y chalinas de lana, la variedad de sus restaurantes típicos y atípicos, las mujeres hermosas de mejillas sonrosadas, el andar expectante de rubios desorbitados, el rock fortísimo de sus bares y los sonámbulos crecientes que retaban a la madrugada.

El Día del Maestro comenzó con la primera misa en una capilla a tres cuadras del hotel. La homilía sobre la soberbia humana fue certera para lo que vendría: casi el tocamiento del cielo. Luego, enrumbamos a la parte más alta de nuestro viaje y, dos horas y media después, estábamos en uno de los túneles más altos del Perú, a un poco menos de 5000 msnm. Respetando la altura que, en dos compañeros, hizo devolver por la boca lo que alguna vez fue comida, fuimos bajando hasta llegar al Templo Chavín, cuya fabulosa construcción hidráulica dejó pasmado a un ex estudiante de ingeniería, como lo fui yo antes de abandonar todo por la literatura.

Cuando el guía nos dijo que esta construcción —en su estado original— era más impresionante que la de Machu Picchu, me sentí orgulloso de pisar ese suelo. Pero ¿por qué no es considerada? Este Templo fue arruinado por un terremoto que hizo caer parte de la montaña y, como en Yungay, sepultó un gran segmento de su estructura. Desde entonces muchos arqueólogos, incluido Julio C. Tello, han puesto empeño en los trabajos para develar las maravillas de una de las más impresionantes obras de la historia del Perú y del mundo. Y como toda maravilla, tiene decenas de preguntas sin contestar, como la forma de cómo trasladaron las piedras tan pesadas de lugares increíblemente lejanos; cómo la medición del tiempo fue tan exacta que, cada vez que el guía describía una nueva manifestación del ingenio Chavín, llegaba a mi mente esas historias de extraterrestres o de semidioses que ayudaban a la construcción de edificios tan bien alineados con el universo y todas sus fases y constelaciones.  

El punto álgido fue cuando se narró la notable influencia del número siete en cada una de las zonas clave del Templo (plaza, lanzón monolítico, figuras, parques menores, etc.), incluso en la chacana, símbolo de dicha cultura. Por su parte, en el recorrido divisamos una sola cabeza clava que, en su solitaria espera, era el centro de atención de las cámaras que en todas las posiciones, incluso inverosímiles, completaban su labor reproductora: fotografías sosteniendo la cabeza en el aire, besándola, lamiéndola, golpeándola y otras formas simples que mi ojo ya no pudo advertir.

En todo el recorrido siempre nos acompañaba, como una música natural, el ruido portentoso del río que, como nos contaba el guía, en la época Chavín pasaba por los acueductos y canales establecidos con una precisión quirúrgica para poder reproducir un sonido ensordecedor de jaguar o cocodrilo y, de esa forma, atemorizar a los foráneos visitantes del templo.

Quizá sea inútil mencionar las medidas, las formas o los contornos exactos de cada parte del Templo, lo que sí se puede describir —en parte— es el latido del corazón en un acto simbólico al ingresar a los pasadizos laberínticos que llegaban al Lanzón monolítico y cuya dimensión divina no podíamos contemplar; pues un vidrio protector y un callejón estrecho impedía la fluidez de la visión.

Al dirigirnos a un restaurante, percibimos en éste unos adornos que simulaban collares de pared a pared, collares donde colgaban un centenar de bolsas de bodoques llenas de agua (secreto para espantar las moscas). Terminado el almuerzo y tarareando todavía el último vals clásico que tocaron en el restaurante, nos dirigimos al museo, en donde decenas de cabezas clavas nos esperaban para sorprendernos más.

Con las fotografías prohibidas, decomisaron las cámaras y las filmadoras por si hubiera algún intruso aprovechador de la soledad para retratar lo censurado. En estas circunstancias, sólo el ojo y la memoria pudieron percibir y retener los huacos antropomórficos decapitados, los aparatos que utilizaban los chavines para drogarse con el san Pedro, las réplicas de cerámicas que partieron a museos del mundo, el preponderante Lanzón clavado sobre una roca enorme, las piedras talladas con humanoides mágicos o embrujados, las arrugas de las cabezas de piedra que apilaban el paso de los años, los instrumentos de viento que fueron testigos de las ceremonias de agradecimiento a los dioses de la tierra y el cielo, y una serie de tesoros que la memoria terminó olvidando.

jueves, 20 de marzo de 2014

"Leopoldo María Panero: El poeta que esculpió su existencia" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (20/03/14)

La muerte también le respira en la nuca a los genios. Ahora muerto el poeta, España llora a su máximo representante. Fue una de las voces más potentes de los últimos 50 años y su poesía tiene destinada la trascendencia, que llega tarde y nunca en vida. Muy a pesar de que la crítica lo tenía por encima de sus contemporáneos, estuvo marginado de toda denominación a un premio grande.   

El hijo de padre borracho —como él solía llamarse— encontró la quietud de su infatigable vida a los 65 años. El manicomio vio su último respiro y, en la más completa orfandad, los médicos no supieron qué hacer con su cuerpo, porque no tenía parientes vivos que decidieran su destino. Al final, se optó por incinerarlo. Y así terminó en cenizas esa mente que imaginó los versos más impecables y memorizó los libros más constitutivos.  

A los tres años y medio de edad hizo su primer poema. Su madre al verlo en trance hablando en poesía, quedó preocupada y decidió no fomentarle ese arte. Pero la poesía era él mismo, y desde esa base se construyó hasta quedar esculpido como un verso viviente. Leopoldo publicaba todo lo que escribía, decía todo lo que pensaba, repetía versos suyos y ajenos de memoria en momentos inesperados y se mostraba tan natural con su malditismo, que pudo decir: “Tengo un idiota dentro de mí, que llora,/ que llora y que no sabe, y mira/ sólo la luz, la luz que no sabe. (…) fue/ la vida un día antes/ de que allí en la alcoba de/ los padres perdiéramos la luz”.

Su padre, un gran poeta; su madre, una conocida actriz; sus dos hermanos, uno con paranoia y el otro con esquizofrenia, ninguno con hijos, sin propiedades, fueron muriendo poco a poco; así, su estirpe desapareció con Leopoldo María, el último de los Panero en el centro de una larga agonía, siguiendo escena a escena el ritmo de una magnífica película de tristeza: “Porque hiciste mi gesto eterno supe/ que eras la muerte: porque ella sólo podía/ amarme si no había/ hombres para mí, vivos:/ sólo ella podía amarme:/ y supe también que tú eras/ la muerte, y que me amabas”.

Se intentó suicidar varias veces sin conseguirlo. Tal vez en esas fallas vio su más extrema derrota, su más inútil mano, su ridícula voluntad de no poder. Le escribió a la muerte tantas veces, a Satán, a su madre y a su padre: “Pero no sólo los mendigos, padre, van al paraíso/ van también aquellos que aun más asco dan/ esos mendigos del ser que acezan/ a la puerta del manicomio…”.

Esquizofrénico, alcohólico, bisexual, drogadicto, en una palabra: maldito. Un ser humano que creó sus dioses dentro de su trance, un “renglón torcido de Dios”, un hombre que hace pensar —desde nuestra atalaya— la relación entre genialidad y moral, entre voluntad y descontrol, entre familia y personalidad, entre locura y poesía, entre lo maldito de su vida y lo bendito de su obra. Tal vez, en esta sociedad de espectáculo y escándalo, en honor a todos los artículos que vendrían por su muerte, pudo decir en acto profético: “Yo que todo lo prostituí, aún puedo/ prostituir mi muerte y hacer/ de mi cadáver el último poema”.

“Evasión de lo percibido” de Percy Vidal Chinguel: un poemario de sentencias y dolor - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/02/14)

En el Perú, ser poeta y publicar el primer libro a los 34 años es muy raro. Pero lo raro y enigmático no es ajeno a Percy Vidal Chinguel (Chiclayo, 1979), quien en medio de su trasnochador trabajo, su fragilidad por las bellas damas, su quebrantable salud, su mermada economía y su aislamiento desesperado, ha encontrado en la literatura una maniobra de vida para acumular sus experiencias. “Evasión de lo percibido” (Ediciones Prometeo Desencadenado, 2014) ha visto la luz de una manera poco ortodoxa. El libro contiene 42 poemas lúcidos, cortísimos y con números como títulos, no tiene prólogo, ni biografía, ni fotografía y la redacción de sus textos es de una sencillez poco vista, pues estamos en el tiempo de los efectismos verbales y los acumulamientos de imágenes complejas.

El autor es uno de los “perfil bajo” más extraños. No cree mucho en su poesía y ni siquiera le llama poemas a sus escritos sino sus “evasiones”, título éste que, al parecer, quiere darle un juego interesante de significado, pues puede tomarse el nombre Eva como raíz léxica de la palabra, de esa forma, una “evasión” sería —de manera no categórica ni estricta— una fascinación por Eva, mujer oculta que ha perseguido al poeta por otros textos leídos en recitales bohemios de Chiclayo, y cuyo inédito libro de relatos también ostenta: “Evita el nombre”. Ese no apostar por su obra poética ha hecho que se demore 20 años en publicarla, pues su primer poema escrito a los 14 años, seguramente desaparecido en el tiempo, fue el inicio de esta perversión llamada “literatura”. Por toda esa modestia acumulada en el autor, la publicación de este libro ha sido por exigencia de sus amigos.

Percy Vidal Chinguel ha colaborado interrumpidamente en el diario La Industria durante más de un lustro, sus artículos han perseguido experiencias urbanas y lamentables situaciones de las calles chiclayanas; ha concedido entrevistas televisivas en donde ponía a prueba su talento con la composición de canciones tropicales, muchas de ellas tocadas por grupos conocidos de cumbia, con cierto éxito.

Lo más resaltante de Percy es que es autodidacto. Huyó del mundanal ruido de su calle en La Victoria y colonizó un bar que pasó a ser suyo, en cuya barra leyó todos los días, escribió sin cansancio, atendió a sus clientes con la misma cordialidad de un amigo y logró perfeccionar su técnica de escritura con mucha paciencia y derroche de entusiasmo, ayudado por Stanley Vega, poeta al que le agradece por ser su primer maestro. Su cordialidad es una constante entre todos sus clientes, que van desde periodistas televisivos, poetas, funcionarios públicos, hasta parejas disparejas, jovencitas sin remedio, personajes rufianescos, curiosos y desamparados, es decir, todos los protagonistas que se necesita para tomarlos en un relato.

El poema que abre el libro es “Eso a lo que llaman luna / no es más que un agujero / por el cual llegué a descubrir / que el cielo es blanco”. La visión cristiana del cielo está inscrita en el color blanco, que es el color de la pureza y de la transparencia del alma, y esa es la respuesta final a la que llega el yo poético. El retorno a la tradición de la observación de la luna para proponer algo, como un antiquísimo astro que responde en el horóscopo del pensamiento, tiene algo en particular, pues es a través de ella, en estado físico y no espiritual, que se le revela la realidad, es decir, descubre eso que se le ha mantenido oculto: el color de “aquel cielo que dicen las leyendas”, como escribiría Leopoldo María Panero.

En el poema número cuatro se lee: “Esa sabia lágrima / recorre tu mejilla / tratando de borrar / las huellas que dejaron / tantos besos falsos”. Esta es una imagen simple de un hecho que en la tradición literaria y religiosa empieza con Judas Iscariote, con el falso beso a su maestro. La personificación de la lágrima, atribuyéndole un calificativo muy honroso (sabia), es muestra de que ha trocado su simbología, pues el acto de arrojar lágrimas que está ligado a la pena, es ahora un signo de sabiduría; por lo tanto, de dicha, de cierta perfección.

Me llamó la atención el poema nueve: “Si cogiera de almohada una piedra / sólo así, a través del sueño / descubriría el porqué de su silencio, / de su soledad, / de su (mi) provocación por patearla”. Lo que descubre el yo poético a través del sueño y del contacto físico con la piedra (más que como un instrumento para la comodidad funciona como un instrumento para el pensamiento) es, por un lado, un estado que la piedra posee como ser inanimado (silencio y soledad); y por otro lado, el deseo súbito de violencia, tal vez de venganza: patear la piedra por no significar nada. Pero eso que descubre no lo dice explícitamente, es decir, no se sabe lo que ve en el sueño, aunque sí, eso que ve es el fundamento de sus diferentes estados de la piedra.  

Existen poemas que fortalecerían la tesis de que “Evasión” (una palabra del título del libro) posee como raíz léxica “Eva” (que puede ser la Eva bíblica reencarnada en todas las mujeres), como lo denuncia el poema número 41: “¿Quién fuiste? / ¿El fruto prohibido? / ¿La ingenua serpiente? / ¿El infierno disfrazado de paraíso? / No existe respuesta. / El amor de la primera mujer / es una gran interrogante”. Otro poema de la misma línea es el 29: “En verdad, / lo siento mucho por Adán / quien no pudo saborear / el dulce placer que se siente / al desnudar a una mujer”.

La sensualidad se deja sentir también en el poema 40: “Cada vez que abro un libro / por la mitad / me recuerda a ti, / a aquella noche en que devoré / tu página inédita”. El romanticismo es el espíritu del libro cuando apela a signos como “corazón”, “amor”, “primavera”, así: “Mi corazón / es un viejo balcón / por donde asoma el amor / cada vez que lo despierta / el silbido de una nueva primavera”; o en el poema: “Mi corazón / inexperto bailarín / desde que te conoció / hoy danza contento / al ritmo del amor”.

Percy Vidal Chinguel sabe que el arte y la poesía en particular poseen un número infinito de posibilidades. Como es permitido en la fauna literaria (tercera acepción de “fauna”, según el DRAE, “conjunto o tipo de gente caracterizada por un comportamiento común que frecuenta el mismo ambiente”), es común arrepentirse del primer libro, la mayoría de poetas reconocidos lo han hecho, pero dentro del aprendizaje infinito de Percy, está su dedicación y su abertura a la “bacteria de la vida”, como reza en un verso suyo. Para que ello se concretice más, Percy quemó un ejemplar de su libro en un acto de purificación. Siguió la recomendación que Julio Cortázar haría, aunque al revés: un libro menos es un libro más.

"¡Serranos!" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/01/14)

(Inspirado en el ritmo de un artículo de César Hildebrandt)

Serrano mi padre que me legó la soledad. Serrana mi abuela que sus ojos verdes la denuncian sin pudor. Serrano nuestro premio Nobel con atisbos de europeo, serrano el poncho (aunque español), serrana la queja de los incomprendidos y revolucionarios.

Serrano nuestro alcalde que conoció la derrota de la aceptación, serrana la mayoría que lo eligió, serrano Mochoqueque entero y la peluquera que en su religión busca a Dios y encuentra las tijeras de la dicha. Serrana mi profesora de literatura de la secundaria que todos amábamos sin compasión.

Serrano nuestro presidente y su ascendencia entera. Serrano Toledo (aunque hecho trizas por sí mismo). Serranos mis amigos choferes que escuchan chicha; serrano “El provinciano” de Chacalón (mi preferida), serrano el taxista que llamo por teléfono en emergencias nocturnas, serranos muchos apellidos pitucos de Santa Victoria.

“Serrano” el apodo que me puso mi tía, serrana mi esposa, serranos mis hijos por herencia parcial, serrana la “s” final que adoro en las palabras serranas; serrano nuestro poeta universal Vallejo, serrana su dulce Rita y su hueso húmero, serrano nuestro magnífico Arguedas de todas las sangres, serrana nuestra mejor cineasta, serranos nuestros incas inmortales, serrano el maestro Díaz Núñez (nuestro novelista), serranos nuestros únicos chiclayanos adoptivos que ganaron el Premio Nacional Horacio Zevallos (Javier Villegas y Dandy Berrú), serrana la mayoría de restaurantes de Chiclayo.

Serrana la idea de nación, el rescate abanderado, el tropiezo, el nuevo comienzo, la empresa espontánea de las lanas, el cóndor más pomposo, la vicuña del escudo y la flor de retama. Serrano Mariano Melgar y sus tristezas, serrana su Silvia que tuvo muchos nombres y está encarnada en todas las mujeres.

Washington Delgado, serrano y profesor, serranos sus “Días del corazón” (1956) y su “Parque” (1965). Serrano el club chigriripano, el chotano, el cajamarquino, el cutervino, el santacruceño, el de Lajas y el de Llama. Serrano el embajador “chiclayano” Guely Villanueva. Serrano Hernando de Soto, Cornejo Polar, Honorio Delgado, Alberto Hidalgo, Clorinda Matto, Antenor Orrego, José Sabogal y el remanso de una colina.  

Serranos los proverbios de la valentía y de la pugna, serrano el Inca Garcilaso, serranos los poetas José Abad y Ronald Calle (cofundadores del Grupo Literario Signos), serrano mi mejor amigo de la universidad (Jorge Cáceres), serrano el maestro Reynoso y serrano el espíritu de su novela “En octubre no hay milagros”, serranos el presidente Belaúnde y Víctor Andrés (el escritor y orador muerto en el 66), serrano el drama Ollantay y sus amores, serrana la historia del Perú con sus dotes de tristeza, y yo, mitad serrano y mitad ferreñafano, en una eterna pugna solitaria.

lunes, 20 de enero de 2014

"La literatura y la empresa" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (19/01/14)

La relación entre los términos “literatura” y “empresa” se puede plantear de tres formas distintas. En primer lugar, a través del vínculo entre el escritor y su producto; también, al considerar cómo las historias literarias han tocado el tema de la empresa y, en tercer lugar, al percibir de qué forma la literatura ha llegado a ser una aglomeración o un torrente de ventas, en donde la calidad es muy discutida.

Vamos con lo primero. Todo producto literario (poesía, cuento, novela) ha tenido que seguir, en el momento de su concepción, los principios que enrumban una empresa. Esto es, se ha debido concebir como ideal supremo, se ha tenido que estructurar su materia prima, se ha fijado un tiempo que pueda traducir los logros obtenidos y se ha luchado enfáticamente contra ciertas oposiciones que las circunstancias y el pesimismo muchas veces dictan.

En ese contexto, el triunfo de la empresa sin duda es el punto final de la obra, es decir, cuando el libro ya está listo para su publicación. Este caso en particular, hace que la empresa o proyecto se agote, pues sólo ha quedado la satisfacción innegable de su finalización. Entonces, el escritor tendrá que deshacer la materia prima y plantearse una nueva temática y una diferente estructura para que la empresa venidera tenga sus características de identidad y personalidad muy bien definidas.

Empresa tras empresa guiará la vida de un escritor, cada una diferente de la otra, y marcará un sentido a la existencia, que a la vez influenciará en todas sus actividades en el mundo, como un ser poseído por la guía de una luz omnipresente.

En un segundo enfoque, si se hace un recuento de las historias de la literatura universal, nos podremos topar con una variedad incontable de empresas de todo tipo: desde las más sangrientas hasta las más delirantes, desde las más utópicas hasta las más realistas. Para este fin, cabe resaltar que no debemos limitarnos a asumir la idea de empresa como una institución formal, regida con ciertas leyes del estado, que paga impuestos, etc., sino más bien, a la concepción más amplia que se tiene de este término, en otras palabras, como una meta acuciosa y deliberada que se plantea un ser racional para su satisfacción o su interés.

La empresa más famosa del clasicismo literario sin duda ha sido la que se le ocurrió a Agamenón en la historia de la guerra de Troya, es decir, el ambicionar sin límites todas las riquezas de esta ciudad oriental, con la excusa siempre presente de pelear por el rapto de Helena (su cuñada). El producto de esa maniobra temeraria fue diez años de muerte y destrucción.

Y así también tenemos la empresa de Dante: conseguir recorrer el infierno, el purgatorio y el cielo en busca de su amada. De esa forma, acompañado por Virgilio (su maestro) emprendió lo que era imposible: llegar al infierno y al purgatorio, estructurados por una serie de círculos que agudizaban las penas y aumentaban la sorpresa de Dante en un submundo irreconciliable con Dios; hasta que llegó al cielo, en donde pudo saciar su meta primera: encontrar a Beatriz para idolatrarla.

La empresa de Alonso Quijano fue legendaria y anacrónica: volverse un caballero andante en un tiempo donde estos héroes habían desaparecido, buscando aventuras sin igual, cuyos logros supremos se tendrían que dedicar con desmedida unción a Dulcinea del Toboso, quien era —en la imaginación del Quijote— una doncella hermosísima y de alcurnia, y no la campesina llamada Aldonza Lorenzo que veía a lo lejos con la misma idolatría que Dante se exigía con su amada.

Podemos destacar también la empresa de formar una sociedad perfecta como en la novela “1986” de George Orwell, el hacer lo imposible y prohibido para no envejecer como en “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde, el objetivo de saber quién mató al padre (“Hamlet” de Shakespeare), el hacer una investigación intelectual y publicar un libro como en “La náusea” de Jean-Paul Sartre, el huir sin rumbo con su amor prohibido como en “Lolita” de Vladimir Nabokov, el querer recuperar a su amada Mary que un católico se la había quitado como en “Opiniones de un payaso” de Heinrich Böll, o la implacable búsqueda de la iluminación como se ve en “Siddhartha” de Herman Hesse.

Por otro lado y en un tercer punto, tenemos la literatura relacionada con las empresas editoriales cuyo éxito en el mercado es indudable. De este tema se ha polemizado de dos maneras. La primera está regida por la calidad de los productos; la segunda, por el engaño mediático que desvirtúa la elección de lo que se leerá.

Pero ¿cómo se rige la calidad de los productos? Los autores que venden de manera desbordante todo lo que tocan, tienen no buena fama por poner énfasis más en hacer uno, dos o tres libros anuales, que en cuidar su prosa, su estilo, su estructura, su estética; y, por el contrario, redundan en lo mismo, hacen gala de su falibilidad, se enrumban en empresas redichas, comunes, mal tratadas, contadas por doquier y tocadas por “gustarle a la gran masa”. Fuera de todo ello, lejos de las críticas de muchos intelectuales, estos autores gozan de una fama importante y sus cuentas bancarias crecen tanto como sus historias de panificadora.

Los medios de comunicación, sin duda, marcan la moda y la tendencia, sin detenerse mucho a “pensar” el libro, es decir, a extraer el punto de quiebre, los valores fundamentales, los criterios que el arte clásico ha marcado y, por último, a contextualizar la historia para asumir a qué obedece su tratamiento y publicación.  Estamos en un mundo de lo light (lo ligero) y no sólo los productos lácteos o de harina pueden serlo, sino también la literatura (el arte en general) muy a pesar de los lectores avisados que todavía persisten.

Entonces, en este entorno, como personajes quijotescos, debemos emprender la empresa de elegir buenos libros; pues este objeto todavía es la prenda íntima y proteica del espíritu humano, perteneciente a una dimensión que se está olvidando en este mundo práctico e insensato.

"El amor a sí mismo: una tesis derrumbada y reconstruida" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (17/11/13)

Cada vez se publican más libros denominados de “autoayuda”, que pretenden aumentar nuestra “autoestima”. Palabra, esta última, que no viene a ser más que la deformación del concepto de “amor a sí mismo”, con unos dotes de romanticismo pedestre (palabra “estima”) y raudo tecnicismo (el prefijo “auto”). Pero ¿en qué circunstancias esta incierta categoría psicológica se intrincó en los vocabularios de psicólogos, de universitarios, de profesores, de conferencistas y de cuanto raudo aprendiz pudo encontrarse en el camino? 

La elaboración de su fundamento ha hecho de la “autoayuda” la muestra sin fondo de una supuesta explicación del “alma”. ¿Por qué? Por su propia pretensión: el querer acercarse a la ciencia y hacer postulados arriesgados, partiendo desordenadamente de reflexiones contrapuestas. ¿Cuáles son éstas?  

La primera posición está ligada con su “existencialismo”. La “teoría” de la “autoayuda” parte de creer que el ser humano es absolutamente libre —idea opuesta al psicoanálisis y a las nuevas teorías psicológicas, y más bien ligada a la corriente existencialista— por lo que el ser humano puede elegir en una secuencia continua, su destino y su conducta con respecto a sí mismo y hacia los demás. Su principio es más o menos así: “lee” tu conducta en los textos, reflexiona sobre ella y cambia tu vida. Por lo que lectura, reflexión y cambio se convierten en claves para su posición.

Ese último principio explica en cierta parte una ideología —como es natural—, pero lo sorprendente es que esta “autoayuda” se desarrolle en ciertas universidades (la nacional es una de ellas), y se muestre con el nombre de “Taller de autoayuda”, siendo obligatorio inscribirse en él (y pagarlo), sin lo que no se podría tramitar el título. ¿La universidad, cuna del pensamiento científico (racional y objetivo), pretende ser metafísica, o qué fondo tiene este taller? En fin, eso no quita el asunto de que, en primer lugar, esta institución pretende forzar su cientificidad para convertir en válido el dichoso taller. ¿Por qué quieren hacer científico el asunto de la autoestima? La “autoayuda”, al desprenderse de la metafísica o la filosofía especulativa, y al someterse al dominio de la “ciencia”, pierde todo rigor de su naturaleza existencialista, libérrima, contingente. Y pues, aquí está la segunda posición que se contrapone a la primera: la “pose” de científica.

La propuesta que aquí se plantea está ligada a negar la “autoestima” como concepto válido y restaurar el “amor a sí mismo” como el conductor de ciertas reflexiones —no menos especulativas y “metafísicas”— a favor de este modestísimo artículo. El amor a sí mismo tiene que partir de los discursos morales, éticos y hasta religiosos; más no ser llevado hacia profundas teorías psicológicas, en el sentido estricto de la palabra. Entonces replantearé un asunto alejado de la ciencia pero que resulta una respuesta ideológica al tema de la trascendencia, por lo que he tomado, además, algunas ideas del libro de Erich Fromm (“El arte de amar”) para observarlas.

En los libros sagrados que conozco —no con profundidad interpretativa de sus teologías, sino en un nivel general— no encuentro que se mande o se prescriba con énfasis excluyente “el amor a uno mismo”. ¿Por qué se da esa extraña omisión en esos textos tan antiguos? ¿Acaso antes no se necesitaba amarse a uno mismo con demasiada profundidad —o tecnicismo— como ahora? ¿El amor a uno mismo ha pasado a ser la forma de una “nueva psicología”, ya que este ítem de la ciencia no existía en los tiempos de Moisés ni de Mahoma? Aquí hay mucho que decir.

Vamos por partes. Tomando la Biblia como el libro que más ha acompañado a nuestra cultura occidental, podemos afirmar que el amor que ahí se ha mandado a poner en práctica es, en primer lugar, el amor a un Ser Supremo (“Amar a Dios sobre todas las cosas”). Este mandato primordial se da en todas las escrituras sagradas, incluso de las demás religiones monoteístas, y no hay debate al respecto. En segundo lugar, lo que se decreta es el amor al prójimo (al “próximo”, es decir, al ser más cercano a uno). Esto último, justamente, se corresponde con el tema que se está tratando. La Ley lo dice así: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aquí empieza la interrogante más importante: ¿Por qué no se mandó a amarnos a nosotros mismos primero y sí a los “otros”? ¿Es una simple omisión?

Incluso en la misma forma como está planteado el mandamiento, que es la traducción que todas las Biblias aceptan, se puede notar la respuesta. Los hombres de la antigüedad dicen algo sin decirlo: el amor a uno mismo no puede ser mandado o exigido. Punto. ¿Por qué? Porque viene con nosotros, es innato, y por serlo, es inevitable y necesario; por ello lo toman como base inmediata (“como a uno mismo”) para algo posterior y futuro (“amarás al prójimo”). Para ser exacto, no hay mucho pan por rebanar en el sentido de elegir entre el innatismo o el no innatismo del amor a sí mismo. Es uno o es lo otro: no hay tercera opción. Sin embargo, al anular la idea de que el amor a sí mismo es parte de la naturaleza humana (innato), se da paso a las múltiples teorías que proponen cultivar o sembrar culturalmente dicho amor. Es en este contexto de exclusión de su innatismo, donde se impone el concepto de “autoestima” y donde surgen un sinnúmero de ideas al respecto.

Con todo ello, para Fromm el ser humano desde sus primeros años de vida es considerado un ser “sin amor”. ¿Y dónde lo consigue o lo aprehende? Pues en su entorno. Así, por dar un ejemplo, los psicólogos afirman que el niño que no ha sido amado desde pequeño jamás podrá amar en el futuro (algo excesivamente dicho). Eso se derrumbaría con una posición innatista. La salvedad que se haría al respecto sería: el niño que no ha sido amado, entonces jamás podrá amar a otro ser que no sea a sí mismo, porque jamás le enseñaron que el “otro” —ser humano como él— merece su amor. De esa forma, pueden amar más a una cosa que a un ser de su especie, tal vez más amen a una guitarra, a un libro, a la bebida, que a otro ser humano. El amor a sí mismo no tiene principio porque él mismo es su propio principio y su propio fin.  

Puesto que el “amor a sí mismo” es innato (y los demás tipos de amor no lo son —ese es otro tema—), entonces representa la máxima prueba para todo lo que se ha dicho acerca de las personas autodestructivas. Pues, ¿acaso en su gran mayoría los niños que han sido maltratados por sus padres, abandonados, vapuleados, repudiados, no han tomado el camino de la destrucción de sí mismos? ¿Acaso esa destrucción con el alcohol, las drogas, las luchas a muerte, las batallas sangrientas que se imponen, no son la mejor prueba que no se aman? Pues no, por el contrario, creo que son las terribles circunstancias en que vivieron de niños lo que originó el carácter excluyente del amor a sí mismos, tanto es así que su amor se ha implantado como la única fuerza que les queda, y se ha degenerado en una puesta tan elevada de su persona que se creen inmortales; eso explica que ni el alcoholismo, ni la drogadicción, ni las condenas sangrientas a las que se someten, son suficientes para destruirlos, pues son súper poderosos, amantes de sí mismos, omnipotentes, gigantes, apabullantes, y no les importa ni el sufrimiento de sus “próximos” ni el mundo que les negó la posibilidad de transmitir ese amor —que los llena— para todos los demás.  

Por tal motivo, lo que les serviría de ayuda para ellos no sería (valga la redundancia) la “autoayuda”, sino la “ayuda a los demás” (por decirlo de alguna forma no categórica), pues lo que se pretende es que reconozcan a los otros, tal vez a los que le negaron el amor, a los violentos o a los que los abandonaron cuando más lo necesitaban o, por extensión, a cualquier ser humano. Es el reconocimiento de los “otros” y no el de sí mismos, lo que llevará a esas personas a su mejoramiento. Así visto, se trata de direccionar toda una “teoría” (“arte”, dice Fromm) que podría ser mejor empleada o mejor entendida, pues como afirman los “psicólogos de la autoayuda”, el amor a uno mismo se alcanza sobre la base de ciertos peldaños (si mal no recuerdo son siete o nueve), que se manifiestan en palabras tan altisonantes como: autoconocimiento, autoconcepto, autoanálisis, en fin.   

Aceptar esta secuencia anterior —con la perspectiva del innatismo del amor a sí mismo— no tendría sentido, y sería como empezar a reflexionar acerca de la digestión: “auto-bolo-alimenticio”, “auto-quimo”, “auto-quilo”, etc. No se puede plantear la forma cómo llega a los seres vivos la digestión, pues llega o llega. Eso es todo. Claro que uno puede hablar de los pulmones, los bronquios y bronquiolos, diciendo que permiten la respiración; pero la respiración como tal, está porque está (nos ha llegado por “innatismo biológico”), y si no estuviese, entonces no fuésemos seres vivos, sino piedras o nubes. No se puede cultivar el amor a sí mismo, como no se puede cultivar la circulación de la sangre, en el sentido de que no puedo afirmar: mañana voy por fin a hacer que mi sangre circule a través de ciertos procesos psicológicos de entrenamiento.

Toda la idea del “arte de amar”, como lo planteaba Fromm, no sólo está ligada a la concepción anterior del no innatismo, sino a muchas propuestas de poetas o escritores, que incluso antes de la publicación del libro frommiano, ya mencionaban. Las citas son vastas. Charles Bukowski afirma en un poema: “Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero”. Por eso, podría quedar “innatistamente” así: “Como te amas siempre a ti mismo primero, pues quédate así”. Otra cita que merece mención con respecto al tema es la dedicatoria del “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “Yo canto para mí, una simple y aislada persona, / sin embargo pronuncio la palabra Democracia, la palabra Masa”. Es increíble cómo Whitman se ama tanto en ese libro, y a partir de ese amor, puede sin embargo incidir en el resto, a los otros que conforman también el mundo, a esa “Masa” que sin duda también le canta porque “todos los átomos que me pertenecen / también te pertenecen”. El amor a sí es la pertenencia innata del hombre y ese único átomo congénito nos une a todos.

Alguna vez, una psiquiatra me preguntó durante una cita en su consultorio algo que ya lo había escuchado muchas veces en lo que se llaman “entrevistas personales”: “¿Cuál es tu motivación más grande?”. Cuando yo le respondí que era mi hijo, ella me corrigió: “La máxima motivación de tu vida debe ser tú mismo”. Las preguntas de los “especialistas de la mente” son tan paradójicas que dudé un poco. ¿Por qué me quiso hacer recordar que tendría que ser yo mi propia motivación? La psicóloga puso de manifiesto —sin saberlo— el mandamiento “Ama al prójimo como a ti mismo”, porque colocó como base fundamental nuestro amor innato (“como a ti mismo”), para poder, a partir de esa base, continuar con el entendimiento del amor a los otros (“ama a tu prójimo”). Y, además, sin descartar la toma de conciencia de saber que los “otros” también se aman a sí mismos.

Se ha llegado a un punto interesante del análisis, puesto que es la conciencia, es decir, la cultura —con la ayuda del lenguaje y de la experiencia— lo que puede hacer acercarnos a los “otros” y verlos no tan diferentes a uno. ¿Acaso no son amantes también de sí mismos? Si el ser humano se encapricha (o se adhiere más a sí, porque no hay otras opciones que lo hagan “cambiar de parecer”) en ese centro supremo que es su propio amor, puede que se desnaturalice y se enmarque en conductas antisociales. Ahora bien, el asunto de las conductas humanas (sean antisociales o no) tiene una amplitud casi infinita, y tal vez nunca se podrían terminar de formular una por una (con los “estudios de caso”, por ejemplo), porque cada ser humano nace con una complejidad distintiva. Sin embargo, lo que se puede tomar como regla general —lo que llamamos “principio” — es el “amor a sí mismo”, pues es raíz fundamental de una dimensión humana, que influye directa o indirectamente en las demás dimensiones que el hombre posee.  

Sea verdadera o no esta tesis, seguramente los libros de autoayuda se seguirán multiplicando, porque la mayoría de los seres humanos les gusta ligar la idea del amor con algo externo a ellos. Es decir, que es desde afuera de donde se cree que tiene que venir la fórmula para aprehender a amarse: desde un “objeto” (madre, padre, próximo, etc.). Hasta ahí uno se puede quedar. Lo que la metafísica nos brinda, no puede ser otra cosa que la libertad de la que los hombres nos solventamos para desprender las angustias. En honor a esa metafísica, hay que seguir metiéndonos en líos conceptuales.