lunes, 5 de septiembre de 2016

"El mito Zumarán" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (04/09/16)

Un amigo escritor de Chimbote residió dos años en Chiclayo. Al volverlo a encontrar en menos de un lustro me dijo: “Sigo creyendo que el poeta Ernesto Zumarán no existe”. Su deducción se debía a que todos los buenos comentarios acerca del mencionado vate, todos sus premios y sus desgarradores libros, no estaban acompañados por fotografías, presentaciones o recitales donde se pueda comprobar que realmente Ernesto es un ser humano y no una invención de los chiclayanos, no un ídolo supremo enmarcado en lo que todos catalogarían como el mejor, no una especie de dios que “está en todas partes excepto en sí mismo”, como escribiría Fernando Pessoa.

Así que, en dos años de revoloteo cultural, el amigo chimbotano solo había encontrado rastros oscuros de su presencia. Tal cual sucedió un día, cuando llegó a un recital poético un poco tarde y le afirmaron: “Zumarán se acaba de ir”. Entonces regresó sobre sus pasos —acompañado de otro poeta—, con la esperanza de haberse cruzado con el escurridizo Ernesto. Pero no lo encontró. Ahora sí él ya no podía creer que se tratara de un ser de carne y sangre, sino de un espíritu que se elevaba en los momentos más incomprendidos. Para él, ya no había explicación posible ni duda alguna: Zumarán era un mito o algún heterónimo de algún genio maligno.  

La huida desesperada de cualquier evento cultural, poético, artístico, o lo que sea, es un atributo casi implícito de Ernesto Zumarán Alvítez (Chiclayo, 1969), lector patológico, jurista decepcionado y profundo idealista. Esas deserciones ante los recitales de poesía le han valido no pocos desconciertos. Un acto sumamente (o “Zuma-mente”) incómodo fue el que protagonizó con un poeta barranquino quien, al no poder creer que un vate no quiera subir a un escenario a leer sus creaciones, lo acusó de cobarde. Ante esto, tuvo una respuesta lacónica de Ernesto: “No por leer ante alguien seré mejor poeta”.

La idealización de la figura del poeta está encarnada en él. Tal vez proviene de ese dieciochesco romanticismo que capturó los sentidos y desapareció al neoclasicismo por catalogarlo frívolo, racionalista y cargado de moralina. Entonces la figura del artista era la de un “genio creador” de cuya mano —llena de dones divinizados— brotarían las verdades del universo. Y el poeta tenía la responsabilidad gloriosa de arriesgarlo todo, tal como en los versos de Thoreau, que se promovieron excepcionalmente en la película “La sociedad de los poetas muertos”, los cuales decían: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, (…) quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida, para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

Tenía apenas siete años cuando su padre lo levantaba de la cama a mitad de la noche para escucharlo recitar los más insignes poemas de los románticos. En definitiva, fueron esos “perros románticos”, como los adjetivaría Roberto Bolaño, los que guiaron sus primeros pasos de poeta. Byron, Shelley, Keats, entre otros canes de fino aullido, fueron los que educaron el oído poderoso de Ernesto que, aún adolescente, buscaba establecer una vida a imagen y semejanza de los ingleses. Luego fueron los alemanes Holderlin y Rilke aquellos monstruos que implantaron en su temática un aura trágica, y en su vida, una simiente de acero.

Después de Franz Kafka, no he conocido a un hombre que lo haya marcado tanto la figura del padre como a Ernesto Zumarán; sobre todo cuando su progenitor alguna vez le dijera con una afirmación de fe: “Vargas Llosa algún día te va a respetar”. Tal vez a partir de esa frase, el impulso esquizofrénico por escribir y leer lo ha llevado muchas veces al ensimismamiento o a la frustración, a la huida de todo escenario de gala poética, mientras no se sienta con la seguridad de tener el aval de ese arrasador comentario paterno.  

Y ya desde pequeño, el debate familiar en torno a la poesía siempre inquietaba a Ernesto. ¿Debía ser poeta? El enfrentamiento entre su entorno más cercano lo lideraba su tío Jorge —hacedor de versos— y su padre —poeta post mortem— quienes apoyaban al niño Zumarán a llevar a cabo esa carrera. Por otro lado, recibía un rechazo materno por considerar al poeta como un vago o un “perdedor de tiempo”. Sin embargo, la curiosidad y la excesiva timidez que lo ha rodeado siempre, lo sumergió en un confuso mundo de metáforas, que tal vez sean producto de un rechazo a la realidad tal cual es y al impulso insoslayable de crear otra realidad cimentada en la hondura de la palabra.

Su desprecio por la oficialidad académica del poeta fue reforzado por las frases del reconocido vate español José Ángel Valente, quien sentenció alguna vez en una entrevista: “Uno no es poeta para que lo hagan académico”, luego agregaría con rotundidad, citando a Juan Ramón Jiménez: “Meter a un poeta en la academia es como meter a un árbol en el Ministerio de agricultura”. Si huye de los recitales, ¿qué no se dirá de los estudios que las universidades podrían asumir de su obra? Para ello, Zumarán tiene una frase enternecedoramente cierta: “Algún día moriremos”.

Para reforzar su legendario pesimismo, recientemente me enviaría por correo electrónico dos poemas del mexicano José Emilio Pacheco. Ernesto los transcribió letra por letra con la paciencia que sólo puede mantener alguien sensible que desea transmitir su hondura. El primer texto se tituló, ¡oh sorpresa!, “Contra los recitales”, y decía: “Si leo mis poemas en público/ le quito su único sentido a la poesía:/ hacer que mis palabras sean tu voz,/ por un instante al menos”. El segundo poema tiende cruelmente a lo que tanto él repite en un implacable alarido, y se tituló “Vida de los poetas”, tal vez la parte más trágicamente fuerte es: “Los poetas acaban/ viviendo su locura (…) o bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de cianuro en la boca”.  


Solo tal vez con un rotundo brindis, el poeta Zumarán deja esa timidez que lo desespera y lo destierra de sus prácticas cotidianas, insertándose en su universo de plenitud poética, instalándose en la soledad de su biblioteca donde a veces me invita, para acalorarnos con nuestras charlas sísmicas, esperando a Pili —su esposa— para repetirle que él es un poeta que le debe su resistencia, como cuando vivieron en esos desiertos de Ciudad de Dios hace casi veinte años, donde el amor se volvió idílico y nació lo que tal vez es su mejor libro (“Los templos ausentes”) y donde engendró a su hijo y la noche se hizo más larga; así llega Ernesto a negarse una posibilidad en cada rincón de la ciudad, que lo considera inexistente, para terminar despidiendo de su casa al invitado de turno y retarlo a que complete la frase que se vuelve su fragancia: “Cuando yo me vaya de este perro mundo…”.