Un
amigo escritor de Chimbote residió dos años en Chiclayo. Al volverlo a
encontrar en menos de un lustro me dijo: “Sigo creyendo que el poeta Ernesto
Zumarán no existe”. Su deducción se debía a que todos los buenos comentarios
acerca del mencionado vate, todos sus premios y sus desgarradores libros, no
estaban acompañados por fotografías, presentaciones o recitales donde se pueda
comprobar que realmente Ernesto es un ser humano y no una invención de los
chiclayanos, no un ídolo supremo enmarcado en lo que todos catalogarían como el
mejor, no una especie de dios que “está en todas partes excepto en sí mismo”,
como escribiría Fernando Pessoa.
Así
que, en dos años de revoloteo cultural, el amigo chimbotano solo había
encontrado rastros oscuros de su presencia. Tal cual sucedió un día, cuando llegó
a un recital poético un poco tarde y le afirmaron: “Zumarán se acaba de ir”.
Entonces regresó sobre sus pasos —acompañado de otro poeta—, con la esperanza
de haberse cruzado con el escurridizo Ernesto. Pero no lo encontró. Ahora sí él
ya no podía creer que se tratara de un ser de carne y sangre, sino de un
espíritu que se elevaba en los momentos más incomprendidos. Para él, ya no
había explicación posible ni duda alguna: Zumarán era un mito o algún
heterónimo de algún genio maligno.
La
huida desesperada de cualquier evento cultural, poético, artístico, o lo que
sea, es un atributo casi implícito de Ernesto Zumarán Alvítez (Chiclayo, 1969),
lector patológico, jurista decepcionado y profundo idealista. Esas deserciones
ante los recitales de poesía le han valido no pocos desconciertos. Un acto
sumamente (o “Zuma-mente”) incómodo fue el que protagonizó con un poeta
barranquino quien, al no poder creer que un vate no quiera subir a un escenario
a leer sus creaciones, lo acusó de cobarde. Ante esto, tuvo una respuesta
lacónica de Ernesto: “No por leer ante alguien seré mejor poeta”.
La
idealización de la figura del poeta está encarnada en él. Tal vez proviene de
ese dieciochesco romanticismo que capturó los sentidos y desapareció al neoclasicismo
por catalogarlo frívolo, racionalista y cargado de moralina. Entonces la figura
del artista era la de un “genio creador” de cuya mano —llena de dones
divinizados— brotarían las verdades del universo. Y el poeta tenía la
responsabilidad gloriosa de arriesgarlo todo, tal como en los versos de Thoreau,
que se promovieron excepcionalmente en la película “La sociedad de los poetas
muertos”, los cuales decían: “Fui a los bosques porque quería vivir
deliberadamente, (…) quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no
fuera vida, para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.
Tenía
apenas siete años cuando su padre lo levantaba de la cama a mitad de la noche
para escucharlo recitar los más insignes poemas de los románticos. En
definitiva, fueron esos “perros románticos”, como los adjetivaría Roberto
Bolaño, los que guiaron sus primeros pasos de poeta. Byron, Shelley, Keats,
entre otros canes de fino aullido, fueron los que educaron el oído poderoso de
Ernesto que, aún adolescente, buscaba establecer una vida a imagen y semejanza
de los ingleses. Luego fueron los alemanes Holderlin y Rilke aquellos monstruos
que implantaron en su temática un aura trágica, y en su vida, una simiente de
acero.
Después
de Franz Kafka, no he conocido a un hombre que lo haya marcado tanto la figura
del padre como a Ernesto Zumarán; sobre todo cuando su progenitor alguna vez le
dijera con una afirmación de fe: “Vargas Llosa algún día te va a respetar”. Tal
vez a partir de esa frase, el impulso esquizofrénico por escribir y leer lo ha
llevado muchas veces al ensimismamiento o a la frustración, a la huida de todo
escenario de gala poética, mientras no se sienta con la seguridad de tener el
aval de ese arrasador comentario paterno.
Y
ya desde pequeño, el debate familiar en torno a la poesía siempre inquietaba a
Ernesto. ¿Debía ser poeta? El enfrentamiento entre su entorno más cercano lo
lideraba su tío Jorge —hacedor de versos— y su padre —poeta post mortem—
quienes apoyaban al niño Zumarán a llevar a cabo esa carrera. Por otro lado, recibía
un rechazo materno por considerar al poeta como un vago o un “perdedor de
tiempo”. Sin embargo, la curiosidad y la excesiva timidez que lo ha rodeado
siempre, lo sumergió en un confuso mundo de metáforas, que tal vez sean producto
de un rechazo a la realidad tal cual es y al impulso insoslayable de crear otra
realidad cimentada en la hondura de la palabra.
Su
desprecio por la oficialidad académica del poeta fue reforzado por las frases del
reconocido vate español José Ángel Valente, quien sentenció alguna vez en una
entrevista: “Uno no es poeta para que lo hagan académico”, luego agregaría con
rotundidad, citando a Juan Ramón Jiménez: “Meter a un poeta en la academia es
como meter a un árbol en el Ministerio de agricultura”. Si huye de los
recitales, ¿qué no se dirá de los estudios que las universidades podrían asumir
de su obra? Para ello, Zumarán tiene una frase enternecedoramente cierta:
“Algún día moriremos”.
Para
reforzar su legendario pesimismo, recientemente me enviaría por correo
electrónico dos poemas del mexicano José Emilio Pacheco. Ernesto los transcribió
letra por letra con la paciencia que sólo puede mantener alguien sensible que
desea transmitir su hondura. El primer texto se tituló, ¡oh sorpresa!, “Contra
los recitales”, y decía: “Si leo mis poemas en público/ le quito su único
sentido a la poesía:/ hacer que mis palabras sean tu voz,/ por un instante al
menos”. El segundo poema tiende cruelmente a lo que tanto él repite en un
implacable alarido, y se tituló “Vida de los poetas”, tal vez la parte más
trágicamente fuerte es: “Los poetas acaban/ viviendo su locura (…) o bien los
apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de cianuro en la
boca”.
Solo
tal vez con un rotundo brindis, el poeta Zumarán deja esa timidez que lo
desespera y lo destierra de sus prácticas cotidianas, insertándose en su
universo de plenitud poética, instalándose en la soledad de su biblioteca donde
a veces me invita, para acalorarnos con nuestras charlas sísmicas, esperando a
Pili —su esposa— para repetirle que él es un poeta que le debe su resistencia,
como cuando vivieron en esos desiertos de Ciudad de Dios hace casi veinte años,
donde el amor se volvió idílico y nació lo que tal vez es su mejor libro (“Los
templos ausentes”) y donde engendró a su hijo y la noche se hizo más larga; así
llega Ernesto a negarse una posibilidad en cada rincón de la ciudad, que lo
considera inexistente, para terminar despidiendo de su casa al invitado de
turno y retarlo a que complete la frase que se vuelve su fragancia: “Cuando yo
me vaya de este perro mundo…”.
Interesante artículo amigo Cèsar. "Los templos ausentes" efectivamente es una de las obras más representativa de las letras lambayecanas.
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