La
fascinación por los cementerios me surgió en la niñez. Los veía como casas
encantadoras y tenebrosas. Cuando tenía seis años visité por primera vez el
cementerio “El Carmen” de Ferreñafe para el entierro de mi abuela materna. En
ese momento, mi contacto con la muerte se volvió más estrecho y potente. Por
ello a veces con algunos amigos de la primaria nos íbamos a recorrer los
pasadizos silenciosos y a contar historias de terror, y estaba el comentario de
alguno de ellos, con sabiduría popular: “A los cementerios no hay que tenerles
miedo, sino a las iglesias, porque es ahí donde van las almas a pedir perdón
por sus pecados”.
Al
atravesar las criptas, éramos testigos de la mortalidad, del fin de una
historia, de lo que termina en polvo. Las estructuras polvorientas eran prueba
del olvido, que en la mayoría de casos acompaña a la muerte. El olvido es una
realidad que casi todos los seres humanos experimentarán para sí mismos, pues
el mundo siempre ha abandonado a los que pasaron por sus caminos sin saber por
qué. La historia posee una memoria corta y selectiva.
Cuando
la literatura tomó mi vida, supe que la única inmortalidad estaba en los libros,
y que los autores más insignes habían habitado entre nosotros. La fascinación por
buscar sus tumbas llegó a poseerme. Imaginar la tumba de Edgar Allan Poe —en
Baltimore— y ver la media botella de coñac y la rosa roja que aparece
misteriosamente en cada cumpleaños de este genio del terror. Algún admirador le
deja en secreto ese significativo regalo, recordando su adicción a la bebida
que lo llevó a la muerte. Por otro lado, me viene a la memoria el arrebato de
mi amigo poeta Miguel Ildefonso (sin duda, el mejor del Perú de las últimas
décadas), bebiendo vino en la tumba de Balzac, en París.
En
mi adolescencia supe por un documental que los grandes escritores peruanos
estaban en un cementerio emblemático: El Presbítero Maestro. Desde esa fecha
tuve el deseo imperecedero de visitar sus pabellones y sus monumentos, pero
siendo yo un menor de edad, no podía cumplir ese sueño por mí mismo. Los años
fueron pasando y viajar a la capital se había convertido, según las opiniones
de la familia, en algo sumamente peligroso por todo lo que se escucha en los
noticieros. Tuvieron que pasar quince años, para poder abrirme un espacio en mi
horario y acondicionar un viaje exclusivamente para cumplir el cometido.
Mi
esposa Janet y yo nos enrumbamos a “La Horrible”, como la catalogaría Sebastián
Salazar Bondy a Lima. Al llegar, el poeta Harold Alva me recomendó los
servicios de un amigo taxista, para poder aventurarme a Barrios Altos con la
seguridad que el caso merecía. Era 28 de Julio y no había atención en el
Presbítero. Tuve que sobornar al portero para que me deje entrar. “Le hubieses
dado más”, me dijo Janet, “para que se justifique el riesgo”. Entonces ahí
estaba yo, viendo las tumbas de tantos hombres que han hecho la historia del
Perú. Pero me sentí perdido, veía los apellidos tan conocidos por los libros de
historia, mas no podía saber con exactitud lo que estaba buscando. Entre una
cripta, aparece un anciano que pasaba un trapo por una estructura de mármol, y
me dijo: “Te he visto que has pasado por la tumba de Antonio Raymondi y de
Henry Meiggs y no te has dado cuenta”. Desde ahí ya me tenía pasmado.
Le
pedí que me señale dónde podría yo conseguir un guía para que me traslade por
ese laberinto interminable. Y me respondió orgulloso: “¡Yo soy guía! Pero no
hay atención”. Le relaté la historia de mi niñez y adolescencia y mi sueño
dorado de pisar ese lugar, y tuvo que verme la angustia para por fin decirme: “Esta
bien, vamos”. Y así empezó todo. Me dijo que el cementerio estaba dividido en
cuatro sectores. Las historias que me iba relatando de cada presidente, sabio,
escritor, me fue conduciendo a una levitación esplendorosa.
Mis
primeras tomas fotográficas fueron con “El bibliotecario mendigo”, Ricardo
Palma. Un alto relieve de bronce hacía más imponente su tumba. Traje a mi
memoria una de sus tradiciones y el guía me relató otra, con la pasividad de un
sabio. Me advirtió: “Hay que ir memorizando todo lo que digo porque al final yo
hago preguntas”. Puso a prueba mi buena memoria y no lo decepcioné. Fuimos a la
tumba de un presidente militar cuyo nombre no quiero acordarme (como diría
Cervantes), pero que sorprendía por sus figuras de mármol, llenas de
aristocracia y opulencia.
La
cripta de Larco Herrera yacía sucia, un hombre que donó tanto para los pobres. Daniel
Alcides Carrión tenía una pequeña pero llamativa forma de color blanco con su
imagen en el centro y rodeado por unas pequeñas rejas. La lápida de Ciro
Alegría tenía una bella inscripción: “Aquí yace Ciro Alegría, el primer
novelista clásico del Perú, lo mejor de su vida pertenece a la tierra y a los
hijos de la tierra, invictos a pesar de todo”. Luego nos topamos con una
impresionante tumba que decía: “Manuel María Ízaga”, y me sentí más cercano a
mi tierra adoptiva, Chiclayo, y profundicé lo que este insigne chiclayano
realizó en favor de los más necesitados. Pero mi acercamiento al norte fue más
vivencial cuando me topé con la cripta de Genaro Barragán, un paisano
ferreñafano cuyas haciendas suyas fueron expropiadas por Velasco.
La
tumba del presidente Juan Antonio Pezet, el comprador del Huáscar, tenía unas
largas palabras, de las cuales se resalta la frase: “Jamás manchó su nombre ni
su espada, dejándolos inmaculados”. Las tumbas de los presidentes Piérola y
Leguía, casi juntas. Santiago Antúnez de Mayolo ostentaba una bella piedra con
su nombre. Luego en otro pabellón, yacía imponente una gigantesca roca, tallada
con la inscripción: “Manuel González Prada 1848-1918”. Entonces recordé Triolet,
el tan adecuado poema para ese momento memorable: “Para verme con los muertos/
ya no voy al campo santo,/ busco plazas, no desiertos/ para verme con los
muertos”.
El
guía nos dijo: “En el pabellón donde vamos a entrar, les dolerá la cabeza”.
Nosotros nos miramos asombrados, pero lo entendimos después cuando llegamos al
Pabellón de los Suicidas. Nos detuvimos en una tumba en particular, José
Nevares Monsante, muerto en 1910. Su historia fue increíble. Era un
inteligentísimo muchacho que estudio Medicina en San Marcos y se graduó con
honores. Nunca dejó de ocupar el primer puesto. Pero él había seguido esa
carrera a escondidas de su padre, que pensaba que estudiaba Derecho, la carrera
familiar. Cuando el padre se entera, tuvo una discusión con su hijo. Luego, en
esa misma noche, se pega un tiro en la sien. A esas alturas, el dolor de cabeza
ya me había atrapado.
Gracias
a que conocí la tumba de Daniel Hernández, el gran pintor, pude investigar más
su obra. Y habíamos llegado a la Cripta de los Héroes, que es lo más
impresionante de todo el Cementerio, digno de Miguel Grau, Francisco Bolognesi,
Alfonso Ugarte, entre otros. Una humilde tumba tenía el cuerpo de Mercedes
Cabello de Carbonera, tan modesta como las tumbas de Manuel Asencio Segura y
José María Eguren. Felipe Pinglo tenía una tumba nada plebeya, digna de este
gran músico, y saqueada en una madrugada de descuido: las letras de su
tradicional vals, hechas de bronce. Llegamos a un pequeño cuadrado en el suelo,
cuya inscripción decía: “Aquí/ enterrado de pie como el quisiera/ está el más
frondoso árbol de la poesía castellana/ el poeta peruano José Santos Chocano”.
Ahora faltaba lo que
había estado esperando durante años: conocer la tumba del poeta Abraham
Valdelomar. Era una modesta estructura de color cemento. Solo decía su nombre y
la fecha de su muerte. Unas marchitadas rosas colgaban en su pequeño obelisco.
No pude contener las lágrimas al recitar de memoria su poema “Tristitia”
(“tristeza” en italiano), o acordarme de los personajes de “El vuelo de los
cóndores” o “El caballero Carmelo”. Las punzadas en el corazón no se detenían.
Mi esposa me miraba sorprendida y, creo, avergonzada. Abracé su tumba como
agradeciéndole por tanto y consolándolo porque “la alegría nadie se la supo
enseñar”. Ese era el último tramo del viaje. Ahora mi infancia ya no sería
“dulce, serena, triste y sola”.
Lo felicito muy buena narración debería dedicarle algunos trechos a los poetas y escritores de este recinto como un homenaje se lo agradecería.
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