domingo, 4 de diciembre de 2016

"La nueva Teoría de la Literatura" - Por: César Boyd Brenis - Revista "Ahora y Siempre" - Edición 51 (Diciembre 2016 a Marzo 2017)

El MOOC es una modalidad de enseñanza, abierta, gratuita y masiva, dada desde la Universidad de Vigo (España), para todos aquellos que tengan una inquietud en los estudios relacionados a las letras, específicamente a la literatura. Es una plataforma absolutamente útil para los estudiantes que no quieran seguir siendo direccionados por las teorías literarias posmodernas, que incurren en amputaciones de los materiales literarios, según les ha convenido a lo largo de las décadas. 

El profesor Jesús G. Maestro es el encargado de dictar este curso —y virtualmente, dos más— cuyos videos desde el año pasado vienen siendo subidos al YouTube desde su plataforma personal de la Universidad de Vigo. El mencionado docente, entre otros estudios, tiene un doctorado en la Universidad de Oviedo, es artífice del Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, que consta en su obra titulada “Crítica de la razón literaria” (diez volúmenes publicados entre 2004 y 2015). Además ha desarrollado su labor docente e investigativa en universidades de Bélgica, Francia, Alemania, Canadá, Estados Unidos, Polonia, Italia, entre otros países; y todo ello, como afirman sus editores, sin endogamia (segunda acepción de “endogamia” según el DRAE: “selección de profesionales entre los que les son muy cercanos, de manera que no se permite la entrada de personas ajenas”).

Desde el video introductorio, el profesor plantea cuál es la originalidad de este curso, es decir, por qué es una asignatura diferente de las demás. Es que, en realidad, lo que aquí se plantea no es la repetición de todas las teorías literarias que el siglo XX nos ha traído, sino es la reinterpretación desde esta nueva teoría (el Materialismo Filosófico) de todo el aparato teórico que, imposible de concatenarse, ha colocado a la ciencia literaria en un estado de misticismo y, mejor dicho, de retórica vacía.

El curso consta de quince videos de más de una hora. Se tiene la ventaja de poder acceder a ellos las veces que se desee y, por si fuera poco, plantear preguntas al profesor desde la misma fuente de YouTube o a través de su correo electrónico que muestra en su página web. Con ello, el trato al estudiante se vuelve fluido y, por experiencia propia, más satisfactorio pues los mensajes se contestan con rapidez y de manera clara y sencilla.

Por su parte, el Materialismo Filosófico es una teoría que plantea una nueva forma de conocer la realidad. Fue planteado por el filósofo español Gustavo Bueno, lamentablemente muerto este mes de agosto de 2016, y profundizado poco a poco a través de las décadas, con cinco postulados fundamentales. A saber son el racionalismo, la crítica, la ciencia, la dialéctica y la symploqué. Esta teoría tiene una gran complejidad pero, poco a poco, se va clarificando cuando se mantiene atención al desarrollo del curso y a la lectura de los libros virtuales puestos en la plataforma web.

Comúnmente, se confunde el Materialismo Filosófico con el Materialismo Dialéctico o con el Materialismo Histórico. Sin embargo, la potencia del primero hace que los demás materialismos —y ni qué decir de los idealismos— queden sumergidos en sus coordenadas, dándoles una explicación crítica desde sus postulados. Por otro lado, el Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura toma como materiales literarios al autor, al texto, al lector y al intérprete o transductor. A partir de estos cuatro elementos, la teoría del profesor Jesús G. Maestro se abre camino, reinterpretando y superando las propuestas que nos habían traído la hermenéutica, el estructuralismo, la semiótica, entre otras.

Lejos de las definiciones psicologistas del siglo pasado, esta nueva propuesta concibe a la literatura como una construcción humana y racional, construida operatoriamente por los seres humanos; por ello exige una interpretación también en términos racionales. Como afirma el profesor Jesús G. Maestro: “La literatura se abre camino hacia la libertad a través del enfrentamiento dialéctico con el entorno y utiliza signos lingüísticos a los que les confiere un valor estético y les otorga un estatuto ficcional; además, la literatura se desarrolla en sociedades políticas y solo puede explicarse en lo que el ser humano puede comprobar materialmente, sino la ficción literaria no sería legible”.


La minuciosidad de cada clase se desarrolla, como ya se explicó, en quince videos; sin embargo, son cuarenta y tres videos en general los que plantean y complementan (incluyendo las respuestas a las preguntas más importantes) esta Teoría de la Literatura. En general, solo se necesita disposición y una voluntad de hierro para inscribirse en este curso, del cual se sacará un gran provecho y se podrá acceder a una teoría contemporánea y absolutamente actualizada.

domingo, 27 de noviembre de 2016

"Moshoqueque: La selva de alimentos" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (27/11/16)


Una madre de familia se había tardado para llegar a la reunión que hubimos acordado un día antes, de esto ya hace un año. Apurada y un poco avergonzada, me dijo: “Disculpe, profesor, se estaba decidiendo mi ubicación en el trabajo, y felizmente no me dieron el centro de Chiclayo”. Suponía yo que en la entidad bancaria donde ella laboraba, el Cercado de la ciudad estaba lleno de jefes malvados y compañeros hipócritas, pero al preguntarle por su negativa, me respondió: “Es que en Moshoqueque está la plata”.

Hasta el año pasado, el inmenso mercado del distrito de José Leonardo Ortiz había sido ajeno a mis reflexiones y solamente se conectaba conmigo por unos recuerdos remotos cuando mi madre nos levantaba a mi hermano y a mí los domingos a las seis de la mañana para incursionar en ese monstruo que tenía la fama de lo barato y lo abundante.  

Ha sido en este año que las fauces del monstruo me han sido tan familiares que hasta siento cierta curiosidad por la acción de ser tragado y devuelto día a día como un bocado fácil. Con la diferencia de los años a expensas del seno materno, ahora el horario de mi incursión varía por el antojo o la decisión gravitante de Janet: las ocho, las nueve, las diez de la mañana. Diariamente se pone en movimiento nuestras piernas hacia lo ya no tan desconocido, siguiendo el sendero de algún basural al lado de un colegio, la esquina de una maderería, el quiosco de un parque donde siempre un mendigo descalzo duerme al lado de un saco de contenido dudoso, hasta que se divisa nuestra puerta de entrada: la intersección de las avenidas Dorado y Kennedy.

Siempre la consigna es ir a pie desde casa, con la finalidad de pensar los atajos y quiebres que le daremos a nuestro recorrido en los cuatro grandes sectores en los que se divide el mercado más grande de la región, aquel lugar donde hace décadas un conjunto de serranos quisieron colonizar y lo lograron sin un solo disparo, solamente con las armas del trabajo y la desesperación por ganarse un lugar en esta costa desconocida. Se asentaron en la Huaca Moshoqueque, la desaparecieron y en ella plantaron un mercado inmenso cuya bulliciosa superficie hace temblar aún a los entierros más arcaicos.

A las ocho o nueve de la mañana, los desayunos tienen la particularidad de no ser desayunos. Por todos lados, se atraviesan platos repletos de arroz, ensalada, una presa de casi la mitad del plato, que hace pensar en un almuerzo fuera de horario en todo un mercado que ha perdido la noción de una costumbre común. “¿Es su almuerzo?”, le pregunté ingenuamente a un señor que vendía gaseosas. “¡No!, el almuerzo es el doble”, me contestó sin cuota de cinismo. Entonces a muchos se les ve intercalando una amable venta con una rápida cucharada y masticación de una jugosa presa.

La amabilidad y el buen tino para ofrecer sus productos son una característica que resalta en los vendedores del mercado. Se puede escuchar tantas veces que todo está fresco y recién llegado de su lugar de extracción que, para un escéptico como yo, le resulta fascinante que las verdades se parezcan todas y las afirmaciones sean tan contundentes. Entonces el pollo, el pescado, la carne, se sienten tan frescos en las palabras de los que ofrecen que ni siquiera es necesario pensar en una posibilidad de engaño. Incluso una vez cuando se compró toyo para el ceviche, se veía tan congelado que en definitiva el peso del pescado había aumentado por el hielo, y la textura oscilaba entre arenosa y exageradamente áspera, pero el anciano señor nos afirmó, en acto onírico: “¡Fresquito, casero, lleve nomás!”.

Trasponer sus pistas sin asfaltar está más cerca del heroísmo que del simple valor. Los orificios acentuados por las lluvias de los años y por los camiones imponentes, atravesados por las callejuelas más insospechadas, esos orificios les han costado, sin duda, rotundas caídas a tantas personas que en su afán de acelerar la marcha, terminan mordiendo el polvo de esta huaca deshecha. Por otro lado están los triciclos empujados por sus conductores, llenos de frutas o pesos irreales. Estos atraviesan los corredores como máquinas en fábricas monótonas, haciendo ruidos de temblores artificiales, y cuyos pilotos no reparan en gritos rogando un favor para abrirles el espacio que atraviesan.

La mezcla dantesca de personas en los círculos mayoristas del mercado también es alimentada por las vendedoras de lotería que por solo un sol te ofrecen hasta once mil, llevando la bíblica multiplicación de los panes a un golpe del azar o la suerte, donde la esperanza del consumidor es alimentada con la ruda, una pócima de brujo blanco o el “seguro” debajo de la teta (un pomo con brebajes estrambóticos) para poder sentir la seguridad de comprar un ticket.

Pocos ladrones he visto, aunque uno sí me llamó la atención. Yo, que venía de un secuestro y de recibir una brutal paliza, me puse algo nervioso por la actitud descarada del tipo. Su aspecto era el de un drogadicto salido del infierno; su gorra tapaba los ojos rojos que buscaban desesperadamente un objetivo. Yo yacía en una esquina, con cinco bolsas en el suelo, esperando el regreso de Janet que compraba algo cerca de ahí. Este había bajado de una mototaxi roja que lo esperaba a escasos metros. Los movimientos de su cuerpo eran veloces, iba y venía en un círculo de un metro de radio. Los vendedores seguían con sus actividades sin darle importancia, hasta parecía que estaban blindados por paredes transparentes. Nadie se inmutaba. Hasta que pasados unos minutos, el delincuente subió de nuevo a la moto y se perdió (todavía más) para siempre.

Muchas autoridades han querido arreglar esta selva, pero al parecer es humanamente imposible. La potencia de su caos es tanta que se necesitaría un dictador (que nadie desea) y un mar de sangre para tumbarse el sistema y volverlo a construir. El filósofo español Gustavo Bueno decía: “Sin mercado no hay democracia”. Y, definitivamente, sin Moshoqueque no hay Chiclayo, porque los millones de soles que corren, varios de ellos muy sospechosos, hacen funcionar un aparato comercial que ni las trasnacionales de los supermercados pueden tumbar.  

Julio Cortázar mencionaba en “Rayuela” que la literatura poco o nada había tratado el silbido como materia estética. Algo parecido se puede decir del mercado. En la historia, los autores no lo han incluido en sus líneas —tal vez me olvide de alguno— porque quizá los personajes no podrían moverse en tan grande confusión de alimentos, y es preferible hasta un campo de concentración (ficticio, claro está) que un mercado en el contexto de una novela. He visto a Moshoqueque como el Catoblepas, aquel monstruo mitológico que tiene la característica de devorarse a sí mismo para fortificarse. Moshoqueque se ha engullido tanto que su existencia puede caer en una indigestión y en el vómito de sus propias entrañas.

domingo, 23 de octubre de 2016

"El cinismo por el Nobel de Literatura" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/10/16)

Valgan verdades. Año a año al Premio Nobel de Literatura lo esperamos por varios motivos, y no tan “literarios” que digamos. Los lectores empedernidos lo aguardamos para devorar con ansias los libros que se reproducirán exponencialmente por el mundo; los editores, para explotar y vender cada húmero de su cuerpo en el único afán fenicio y afamado de este tiempo: el negociazo; los apostadores, para llenar las oficinas más emblemáticas de Londres o New York (por ejemplo, la famosa Ladbrokes) con millones de euros pasando por sus calculadoras y lanzando bombas tan maniobradas como que Roth, Murakami o Perico de los Palotes es el favorito, tal como si de la UEFA Champions League o del Mundial de fútbol se tratara (con los nervios de los ludópatas incluidos); los periodistas lo esperan para indagar en las mentes de las masas, contraponer opiniones, imprimir titulares y fastidiar al “picón” que quiere revancha; los intelectuales, para inventar nuevos criterios posmodernos, sacudir los gallineros de la retórica, reflexionar sobre la nada y apropiarse de la planta más alta del edificio de naipes. Y así sucesivamente.

¿Cuál es el criterio más exacto para otorgar el Premio Nobel de Literatura? Esa pregunta ha ido dilucidándose de generación en generación para llegar a concluir enfáticamente en algo que más linda con la magia que con la ciencia: el misterio. Pues sí. En el mundo de las letras existen tantos buenos escritores que sólo con un pacto con no se sabe muy bien quién, se pondrán en la cima y recibirán el dinero. No hay otra forma ni criterio.

Para compararlo con la ficción: ¿Recuerdan la mejor película del 2001? Estas son unas palabras del protagonista: “solo en las misteriosas ecuaciones del amor puede uno encontrar lógica o razón”, esto lo dijo John Nash en el film “Una mente brillante”. Justamente era su discurso del Premio Nobel. Exaltaba su locura y justificaba el psicologismo, pues su “razón” yacía en el “misterio”. En fin, si Hollywood lo dice, algo de cierto habrá.

Muchas objeciones se hacen al respecto, por ejemplo: ¿hay que creer en los premios? Las personas no es que creamos en los premios, sino solo los aguardamos como si esperáramos una intensa sorpresa subjetiva (psicologismo puro y duro), para intentar unirnos más a la fauna (tercera acepción de “fauna” según el DRAE: conjunto de gente caracterizada por tener un comportamiento común y frecuentar el mismo ambiente) en una selva oscura y dantesca. Solo podemos esperarlo porque nuestra operatividad sobre él es igual a cero. No existe la posibilidad de entregar un voto a lo lejos o crear presión sobre los jurados. Hasta parece que los académicos jueces ya ni discuten, sino solamente hacen un sorteo y luego publican la respectiva explicación del por qué se le otorga el premio, explicación hecha por cierto desde los meses de las nominaciones y no después del veredicto (es fácil pensar eso, creo yo).

Si aguardamos tanto el premio es porque algo de esperanza nos brinda. Incluso los más escépticos están atentos a cualquier noticia por los días del veredicto. Mirando bien el asunto, la academia sueca solamente con nominar a alguien ya lo da como posible ganador. Y, llegando al punto del Nobel 2016, Bob Dylan ha sido nominado por muchos años, incluso ya se había llevado el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, el Premio Polar Prize (el “Nobel” de Música), entre tantos otros reconocimientos. Es un “Nobel de tribuna”, como diría un poeta peruano, y sí, nosotros estamos asistiendo a un partido de fútbol, aunque viéndolo bien es un concierto de rock; en este contexto, prefiero esto último que lo primero.

Ya nos hemos olvidado lo que dijo Jean-Paul Sartre hace tantas décadas: “el Nobel es un premio político”. Y con todo lo que ese aspecto implica (“la organización del poder y la administración de la libertad”), estamos “condenados a ser libres” para confiar, pero no en un fallo, sino en una justicia, una pericia, una posible sinceridad de la Academia. Aunque suene a lugar común, todos los nominados ya son ganadores (si es que algo vale eso). Solamente el veredicto sirve para saber quién recibe el millón. Nada más.

Borges fue un Nobel sin serlo. ¡Qué más da!, solamente el dinero no llenó su ya abultada cuenta bancaria. Tal vez muchos podrán recordar a Kafka, a Vallejo o a Tolstoi, como merecedores del máximo galardón de las letras; pero esa exclusión no les quita lo que todos sabemos: su inmensa calidad. Hay otros que no quisieron recibirlo: el  autor de “La náusea” por considerarlo “burgués”, y Boris Pasternak por presión política de la URSS.

Por otro lado, muchos dieron con palo a Bob. Uno de ellos fue el español Jesús G. Maestro (al que considero un genio y mi guía académico), quien publicaría en su cuenta de Facebook: “Aunque la mona se vista de Nobel, mona se queda”. Otros, por su parte, se mostraron conformes con la asignación a Dylan porque el hijo predilecto de Minnesota unía música y poesía. Salieron varios autores del canon literario peruano y de otros horizontes para defender ese hecho, afirmando que el ser músico no desmerece el galardón. Pero creo que el asunto no debe tomar ese rumbo ni debemos empantanarnos con las descripciones sobre la historia de los Cancioneros de los poetas o rememorar que La Ilíada y La Odisea fueron cantadas, sino mostrar cuánta musicalidad poética tienen las canciones de Bob; pues a mi entender, si acompaña una guitarra a un poema, entonces las palabras sin “musicalidad” pueden ser elevadas para mantener un sentido rítmico que sin el instrumento no tendría. Un ejemplo claro es Arjona, el cual imposta palabras altisonantes y maltrechas que hace pasar por “poéticas”, porque están ayudadas por periferias técnicas o instrumentales. Ahí está el asunto de fondo.

Por mi parte, he celebrado el premio de Bob Dylan porque me agradan los misterios. No se puede negar que es más músico que poeta. Entonces, ¿hay que leer sus letras sin necesidad de escuchar sus canciones? Sería un buen comienzo para los que somos adictos al rock en español: poder compenetrarnos con traducciones fidedignas de los poemas musicalizados del Nobel 2016. Los que no sabemos inglés, buscaremos traductores con pericia (los que traducen en YouTube son aficionados). Solamente un poeta puede traducir a otro poeta. Nadie más.

Las llamadas telefónicas de la Academia han sido rechazadas. Ese hecho hace crecer más el mito de Bob Dylan. Al parecer no quiere saber nada con los casi 900 mil euros que se llevaría en diciembre. Ya sería el tercero de la lista de los disidentes. Tal vez a él mismo le podamos preguntar, parafraseando su mejor canción, “Like a Rolling Stone”: ¿cómo se siente?, ¿cómo se siente rechazar el Nobel y seguir como una piedra que rueda?

viernes, 21 de octubre de 2016

"Harold Alva y Lambayeque" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (21/10/16)

Después de cuatro años de larga y paciente espera, el poeta Harold Alva me envió desde Lima la antología que —en sus palabras— servirá de provocación para que los críticos de nuestro departamento puedan reunir los trabajos que mejor representen el canon narrativo. Se trata, pues, del libro “Lambayeque” (Altazor, 2012), una edición de lujo que ha pretendido significativamente ser la iniciadora del trabajo de recopilación y promoción de nuestra cuentística.


El mencionado vate, junto con la editorial limeña, se propuso en el 2011 viajar por las diferentes regiones e investigar acerca de los autores que han decidido incursionar en este género tan escaso en nuestra tierra. Tratándose de una zona de poetas, se vuelve complicado encontrar una linealidad en la tradición del cuento lambayecano. Sin embargo, el libro ha considerado incluir las diferentes generaciones —desde Enrique López Albújar hasta la actualidad— para dar un panorama de cómo se moviliza la temática y la técnica en el campo narrativo.


El libro incluye a ocho escritores que, desde la perspectiva del antologador, forman una base para hablar de un canon. Tenemos a Enrique López Albújar, Mario Puga, Alfredo José Delgado Bravo, Rulli Falla, Carlos Bancayán, Max Palacios, Harold Castillo y el que escribe estas líneas. Tal vez pudieron incluir a otros autores más, dado el talento que en la última década y media ha ido surgiendo poco a poco y en silencio, sobretodo en espacios tan diversos como recitales y lecturas colectivas.

Harold Alva, en su breve tratado incluido en el libro —titulado “Entre la tradición y la modernidad: Un acercamiento a la narrativa lambayecana”—, señala que la personalidad de la cuentística en esta región es joven en comparación con la de otras latitudes, pues recordemos que muchos de los escritores “tradicionales” no pertenecen a Lambayeque. Recordemos a Nicanor de la Fuente (Pacasmayo), Mario Puga (Trujillo), Andrés Díaz Núñez (Cajamarca) o Winston Orrillo (Lima).

Además, se afirma que la promoción de la literatura y de los nuevos valores ha ido de la mano con el impulso a la creación artística. Por tal motivo, Alva rescata en la labor de promoción cultural a Nixa, Tello Marchena, Stanley Vega, Nicolás Hidrogo y el Grupo Literario Signos, del cual tuve el honor de ser parte en la etapa universitaria.

Los trabajos publicados están en el siguiente orden: el conocido cuento “Ushanan-Jampi” (Enrique López Albújar), “Buenos días, señor prefecto” (Mario Puga), “La conjura de los caballitos” (Alfredo José Delgado Bravo), “En la yema del gusto” (Rulli Falla), “Las formas” (Carlos Bancayán), “Amor jubilado” (Max Palacios), “Fraternidades en el séquito” (César Boyd) y “Ella y Maximiliano” (Harold Castillo).

Los personajes de estos relatos oscilan entre la desesperación y la fe, entre la muerte y la vida; hay en sus contextos un aura generalmente urbana, donde los patrones de conducta están desafiados por la moral. Después de cuatro años de publicada la obra, ya se debe ir mirando el panorama lambayecano con otros ojos. ¿Qué editorial, aparte de Altazor, se atreve a seguir con las propuestas? ¿Siempre tiene que venir Lima a darnos lecciones? Queda abierta la polémica sobre los antologados y el ruego común a los mecenas para su compromiso con la literatura.

domingo, 9 de octubre de 2016

"El camino de Luis Fernando Cueto" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (09/10/16)

He saldado una deuda que tenía conmigo mismo desde aquel noviembre de 2012: leer “Ese camino existe” de Luis Fernando Cueto, Premio Copé Internacional de Novela 2011. Posteriormente al día en que el escritor chimbotano arribó a Chiclayo, transporté dicho libro —y toda mi biblioteca— por los sucesivos departamentillos de turno que me servían de refugio. Nunca lo perdí de vista. El libro siempre se mantuvo esperando por mi tiempo, hasta que llegó su turno casi como una sublime obligación. Pues a principios de setiembre de este año volví a ver al autor en Bernal y su pregunta me congeló: “¿Leíste el libro?”. Tuve que reprobarme por aún no haberlo hecho después de casi cuatro años, pero en su expresión facial divisé que ya me había perdonado.

La primera impresión que tuve de Luis Fernando fue muy grata. Cuando ingresé al auditorio para escucharlo en aquel noviembre, estaba haciendo añicos al realismo mágico y a lo real maravilloso. Su voz segura de sí misma reivindicaba la realidad tal cual era, más aún en un país donde las guerrillas, las dictaduras y los paramilitares han campado a sus anchas. Me cayó bien su reacción crítica. En general, los que dicen algo contrario a lo políticamente correcto me caen de maravilla, a pesar que la idea pueda ser discutible o aceptable. Eso es otro tema.

Terminadas las intervenciones, compartió con todos los asistentes y se dispuso a firmar sus libros. Tuve la suerte de sentarme a su lado cuando ya el gran público se había retirado y solo quedaban los amigos de la literatura más cercanos. Por esa época yo leía como un devoto al chileno Roberto Bolaño —en esa oportunidad: “Los detectives salvajes” y sus cuentos— y Luis Fernando en acto de aprobación complementó: “Lee su poesía, sobretodo La universidad desconocida”. Solo el libro “Los perros románticos” fue años después un sabroso descubrimiento de la poesía de Bolaño, pero hasta el día de hoy no puedo encontrar el texto recomendado. Creo que me estoy acostumbrando a deberle lecturas a Luis Fernando. La nutritiva noche terminaría muy tarde y muy agenciada de libros y anécdotas.

A la mañana siguiente, sonó mi celular y en la línea contraria escucharía: “César, te estamos esperando”. Habíamos acordado ir a Puerto Eten y hacer una especie de recital poético en la playa. Después de la obligatoria caminata por, en ese tiempo, el devastado pueblo, nos fuimos a un restaurante donde ya sentados discurrió de él aquella anécdota que lo ha perseguido toda la vida: la sombra de su paisano el poeta suicida Juan Ojeda.

Luis Fernando —por cierto, nombre de personaje de telenovela— estaba protagonizando, en unas circunstancias que rebasaban la fantasía, un relato cuyo protagonista era Ojeda. Cueto había vivido en el Centro de Lima (avenida Arequipa) en una calle en donde, por coincidencia, el poeta Juan había tomado la determinación de lanzarse a la pista para perder la vida. Ojeda lo perseguía desde la infancia, pues en Chimbote vivieron en el mismo barrio. Esto contaría Cueto con una admiración por el autor de “El arte de navegar” que solo se puede comparar con el respeto que le tiene a otro de sus maestros: el escritor Oswaldo Reynoso.

Cuando lo reencontré en Bernal, Cueto tuvo una intervención muy sentida en la Feria de Libro de dicha ciudad piurana. Habló de la muerte de Oswaldo y de detalles que solo sus amigos más cercanos pudieron conocer. El maestro era un esteta y un perfeccionista del estilo, y en sus talleres hacía pedazos a libros de autores del canon que las mafias literarias han puesto como “destacados”. Cueto extendía sus comentarios de diversos temas en los locales de la pequeña plaza de Bernal, donde se podía beber algo helado para la tórrida mañana. Hablaba del fracaso de la educación peruana, de su título algo olvidado de abogado, de sus experiencias de policía asimilado, de su duda de la existencia de los espíritus. Esto último, se puso en tela de juicio cuando su condición de ateo se vio arremetida por una experiencia extrema en plena guerra con Sendero.

En esa época angustiosa, Luis Fernando hacía guardia en una noche aparentemente tranquila, allá en la sierra central. Entonces entre la penumbra vio una figura blanca que lo llamaba. “Un fantasma”, se dijo. Él no había bebido y no estaba de sueño, así que no podía ser una alucinación. Dentro de su sorpresa, solo pensó en algo: su abuela. La salud de aquella querida anciana había estado empeorando en las últimas semanas. Ante dichas circunstancias, al día siguiente pide y le conceden el permiso para ir a su tierra y visitarla. Mientras viajaba a la costa, la comisaría fue atacada por Sendero. Murieron sus compañeros y, en definitiva, él hubiese corrido la misma suerte de no ser por ese espíritu en el que nunca ha creído, pero que sus sentidos no pudieron negar.

Las experiencias más duras de la lucha contra el terrorismo, nutrieron a Luis Fernando Cueto para realizar lo que sería su obra máxima: “Ese camino existe”. Una novela analizada con exactitudes quirúrgicas por Néstor Tenorio Requejo, y convertida en un clásico en lo que se denomina “la literatura de la guerra”. “¿Conoces al profesor Néstor?”, me preguntó en un momento de la Feria. Y al yo asentir, agregó: “Me llamó y me dio el número exacto de los personajes de la novela y más detalles; ni yo los sabía”.

En su análisis consta, entre otros temas, la contextualización de la novela, los antecedentes y autores de la narrativa de la guerra, los espacios narrativos (núcleo uno: 45 secuencias; núcleo dos: 51 secuencias), los personajes, el argumento y las calas en la historia. El profesor Tenorio, al final de su ensayo, realiza un paralelismo entre los personajes y los protagonistas de esa triste realidad que encarnaron los asesinos de ambos bandos en pleno gobierno de Belaúnde Terry. Saca interesantes conclusiones.  

Lo que resalta en la técnica de “Ese camino existe” es que tiene una tradicional y bien llevada tensión entre historia e historia. Apela a una estructura decimonónica de los grandes maestros de la novela para mantener la resistencia en la aparición de un hecho nuevo, o de la solución de un problema; así como el descubrimiento de que Américo era hijo de Perpetua. Para que pueda salir a la luz ese hecho (el más importante de toda la obra), tiene que pasar por situaciones que van al límite y luego retroceden para, posteriormente, volver a bordear el límite de la sorpresa.


La novela deja un final abierto y esperanzador. Un adolescente senderista que es salvado de la muerte por un militar (Cubo) en nombre de su madre que fue amada por él, es un final de alivio. Luis Fernando Cueto posee el talento de la esperanza y sus lectores la hidalguía de reconocerlo.   



lunes, 3 de octubre de 2016

"José Ángel Valente: Una de Tres lecciones de tinieblas" - Por: César Boyd Brenis - Revista Ahora y Siempre - Edición 50 (Agosto a Noviembre de 2016)

España da a luz, cada cierto tiempo, a poetas extraordinarios. Encontrarlos en el Siglo de Oro o en las Generaciones del 98 o del 27, es por lo demás común. Ubicar en los últimos 30 años a vates españoles de plumas incomparables, es una búsqueda que la tecnología puede facilitar. Así me ocurrió por el año 2006, cuando navegaba por Internet y me topé con una lista de contemporáneos que, según críticas serias, estarían en el máximo escalón de la poesía, es decir, serían los mejores poetas vivos de España: Antonio Gamoneda, Leopoldo María Panero y José Ángel Valente (hasta el día de hoy, solo el primero vive).

Parafraseando el título de un libro: “Tres lecciones de tinieblas”, que se llevaría el Premio de la Crítica en 1980, traigo del recuerdo a estos tres autores, aunque no tan tenebrosos como geniales, para centrar mi atención en uno de ellos; justamente en el autor de dicho libro: José Ángel Valente; del cual pude conseguir un texto espléndido en la Feria de Libro de Trujillo hace cerca de una década. Se trataba de dos poemarios comprendidos en un solo volumen: “El fulgor” y “Al dios del lugar”. Un poema decía: “Con las manos se forman las palabras, /con las manos y en su concavidad/ se forman corporales las palabras/ que no podíamos decir”.

Ese ha sido un tema recurrente en Valente: la elaboración de esas palabras que no podemos decir, que no salen fácilmente como quisiéramos, que se esconden como enfriando el mundo para fundirlo después. Justamente de ese tópico, y de otros más, Valente habla en una entrevista que ofreció en un programa de televisión llamado “Rincón literario”, hace más de dos décadas. Con una introducción impecable de la presentadora, donde menciona todos los premios que Valente ha recibido —como “El Príncipe de Asturias”, el Premio de la Crítica en dos oportunidades, entre otros más—, la voz femenina inicia su ronda asumiendo unas palabras de José Lezama Lima: “No hay otro poeta en España que esté más cercano a su espacio germinativo que José Ángel Valente, con la precisión de la ceniza, de la flor y del cuerpo que cae”.
 
El poeta agradece las palabras del escritor cubano, y menciona que el autor de “Paradiso” tiene una gran influencia en él, pero sin duda fue nuestro poeta universal César Vallejo el que le dio la profundidad que alcanzaría en su madurez. También trae a mención a Emilio Adolfo Westphalen y retumba en su boca el agradecimiento a los poetas latinoamericanos en general que le dieron ese estilo pulido y cargado de una atmósfera misteriosa. Por ese modo de expresarse, Valente fue tildado de “frío”, pero ante esa acusación —como buen español— rescata a Machado cuando dice: “El diamante es frío pero es fruto del fuego”. Luego agrega: “Yo creo que la poesía es fría y bella como el diamante, pero es fruto del fuego; si no nace de ese fuego, no hay poesía ni diamante”.
 
Algo fundamental que refirió Valente es el gran ejemplo que Lezama dio a los poetas del mundo, pues nunca este habanero se rindió al poder; a ese poder revolucionario que se implantó en Cuba, que apoyó en un comienzo pero que luego rechazó por los abusos de Fidel Castro. Nunca ceder ante los entes de poder es una ética que no abunda entre los poetas, porque estos andan persiguiendo la institucionalidad, es decir, quieren el reconocimiento del poder, el aplauso de la academia, la palestra de la universidad; ante este hecho Valente recordaría al gran Juan Ramón Jiménez: “Meter a un poeta a la academia es como meter a un árbol en el Ministerio de agricultura”.


El poema no se escribe, se alumbra. Eso nos recordaba el vate, cuya poesía estaba marcada por una racionalidad espléndida, una búsqueda de la perfección del verso, un fulgor permanente. La herencia que nos dejó Valente pone a prueba la figura del poeta y la importancia de su compromiso con el arte.

domingo, 2 de octubre de 2016

Entrevista a César Boyd: "La condición de poeta" - Por: Percy Vidal Chinguel - Diario La Industria (02/10/16)

Desde hace dos años, el poeta César Boyd (Ferreñafe, 1981) combate por publicar una Muestra que reuniría lo más rescatable de su obra. Al parecer saldría publicada la primera semana de noviembre, para ser presentada en la Feria Internacional del Libro de Trujillo.

-César, por fin alguien pudo apoyarte en tu próximo libro.
Una llamada telefónica fue como el remate implacable de un cuento. “Aló”, dije. Y en la línea contraria me estaban ofreciendo un apoyo que no pedí, de una institución que jamás he sido parte, ofrecida por una persona que ni siquiera es mi generación. Más agradecido no puedo estar. 

-¿Qué libros incluyes en tu antología?
Todos. Del libro “Heterónimos frente al espejo”, incluiré el poema Obstinación, del cual tengo un grato recuerdo porque el propio Marco Aurelio Denegri me corrigió un verso, muy a su estilo. De “Persistencia del alarido”, incluyo Autopacto y Psicoanálisis. Astillas, poema tomado para varias antologías, pertenece al libro “La misa del yo insaciable”. De “Dos mil doce y otros poemas terminales” incluyo un poema extenso. Y otros más.   

-Hubo un tiempo que dejaste de escribir poesía.
Decepcionado. Frustrado. Pero la poesía me ha salvado la vida muchas veces. Presionado por un entorno literario, tuve que dar un giro. Ahora estoy terminando “Elegía de la normalidad”, creo que en este libro mi poesía toma otro rumbo lo cual me contenta.

-¿Qué rumbo?
Trato de esclarecer el verso y construirlo en una formalidad “clásica”, pero a la vez adjunto a cada poema un apartado donde el discurso posee fuertes dotes psicológicos, la sintaxis es un enigma y la fluidez un atributo.   

-¿Influido por quién?
Son reminiscencias de Tomas Eliot y de José Emilio Pacheco. En el primero hay una racionalidad, que no está clara porque lo impide la compleja construcción de su poesía. En el segundo hay una sencillez admirable, digna de imitar, sobretodo en la economía de recursos.

-¿Qué visión tienes sobre el amor y la muerte?
El poeta a veces reduce estos temas a estados psicológicos, pero se olvida del plano conceptual y del material, sin los cuales esas palabras no tendrían ningún sentido. Amar o morir son temas recurrentes en la poesía universal.

-La elección de la muerte (el suicidio) está en un plano material; muchas veces hemos conversado sobre esa carta de Maiakovski antes de su deceso… ¿qué frase dejarías tú?
Yo espero que ninguna en esas circunstancias (risas). Más bien, las más poderosas frases que he escuchado de ese famoso “Club de los poetas suicidas” han sido las de Thomas Chatterton  (“Existir es no estar/ pero que alguien te nombre”) o de Florbela Espanca (“Morir no es fácil, no/ pero es lo más correcto”). Pero mejor hablemos del amor.

-¿El amor es menos tenso que la muerte?
Van de la mano, como así lo establecieron los románticos. Pero el amor también es vida, alegría, vigor. El amor siempre da un sendero que seguir.  

-¿Qué lees ahora?
Estoy leyendo como un demente. Aprovecho mi estado de desempleado voluntario para viajar y leer mucho, dos actividades cuya conjugación es una de las cosas más placenteras del mundo. Siempre leo algo actual y lo intercalo con algo clásico. “El jugador” de Dostoievski ha sido casi lo último. Acabé el libro “Ese camino existe” de Fernando Cueto, al que le debo un artículo por esta novela que ganó el Premio Copé de Oro en el 2011. Estoy internado ahora en las obras completas de Enrique Verástegui, pues preparo una crónica sobre él.

-¿Crees en los concursos literarios? ¿Hay fraude?
Siempre habrá una pizca de sospecha en muchos concursos, sobre todo cuando no se muestran las obras ganadoras. No se puede negar la existencia de pequeñas mafias que se reparten los premios, o se prestan las obras inéditas, o se coluden con los jurados, o lo que es más escandaloso: plagian a poetas mayores.

-¿Conoces un caso?
Los plagiarios en Chiclayo son conocidos. Pero por otro lado están los “doctores” y “magísteres” que sacan tesis copiadas (por supuesto, salvando las notables excepciones). Todo el mundo lo sabe pero nadie lo dice. Pareciera que no es el estudio en sí lo que atrae a tanta gente, sino más bien el cartón que darán para ejercer algún carguillo. Pero, como digo, ese es otro tema.  

-En un mundo de Internet, ¿para qué los niños tienen que leer?
Ya muchos lo han dicho. En este sistema, para casi nada. Alguien podría sobrevivir con el cerebro de un chimpancé e irle mejor que a un tipo que se pasa la vida estudiando. ¿Quieren un ejemplo? Los chicos de los reality, que es un fenómeno mundial. La lectura permanente te vuelve hipercrítico, y la crítica en este sistema se paga con la marginación o el desempleo.

-¿Estás estudiando algo?
Sí, estoy llevando el Curso de Teoría de la Literatura, de la Universidad de Vigo en España, y cuyo profesor es la eminencia en letras el doctor Jesús G. Maestro. Este curso es gratuito, virtual y existe una asesoría permanente, y lo solventa la Fundación Gustavo Bueno. Dicen que el examen final de cien preguntas es durísimo, pero vale la pena. De paso, estoy haciendo un proselitismo de ese curso. Necesito compañeros en Chiclayo para que podamos seguir la línea de la asignatura y comentar sus excelentes libros virtuales. Como se sabe, uno aprende más cuando lo conversa con otro.       

-¿Qué libro quisieras que pongan en tu lecho de muerte?

Ninguno, habrán mejores en el otro mundo.




 

lunes, 5 de septiembre de 2016

"El mito Zumarán" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (04/09/16)

Un amigo escritor de Chimbote residió dos años en Chiclayo. Al volverlo a encontrar en menos de un lustro me dijo: “Sigo creyendo que el poeta Ernesto Zumarán no existe”. Su deducción se debía a que todos los buenos comentarios acerca del mencionado vate, todos sus premios y sus desgarradores libros, no estaban acompañados por fotografías, presentaciones o recitales donde se pueda comprobar que realmente Ernesto es un ser humano y no una invención de los chiclayanos, no un ídolo supremo enmarcado en lo que todos catalogarían como el mejor, no una especie de dios que “está en todas partes excepto en sí mismo”, como escribiría Fernando Pessoa.

Así que, en dos años de revoloteo cultural, el amigo chimbotano solo había encontrado rastros oscuros de su presencia. Tal cual sucedió un día, cuando llegó a un recital poético un poco tarde y le afirmaron: “Zumarán se acaba de ir”. Entonces regresó sobre sus pasos —acompañado de otro poeta—, con la esperanza de haberse cruzado con el escurridizo Ernesto. Pero no lo encontró. Ahora sí él ya no podía creer que se tratara de un ser de carne y sangre, sino de un espíritu que se elevaba en los momentos más incomprendidos. Para él, ya no había explicación posible ni duda alguna: Zumarán era un mito o algún heterónimo de algún genio maligno.  

La huida desesperada de cualquier evento cultural, poético, artístico, o lo que sea, es un atributo casi implícito de Ernesto Zumarán Alvítez (Chiclayo, 1969), lector patológico, jurista decepcionado y profundo idealista. Esas deserciones ante los recitales de poesía le han valido no pocos desconciertos. Un acto sumamente (o “Zuma-mente”) incómodo fue el que protagonizó con un poeta barranquino quien, al no poder creer que un vate no quiera subir a un escenario a leer sus creaciones, lo acusó de cobarde. Ante esto, tuvo una respuesta lacónica de Ernesto: “No por leer ante alguien seré mejor poeta”.

La idealización de la figura del poeta está encarnada en él. Tal vez proviene de ese dieciochesco romanticismo que capturó los sentidos y desapareció al neoclasicismo por catalogarlo frívolo, racionalista y cargado de moralina. Entonces la figura del artista era la de un “genio creador” de cuya mano —llena de dones divinizados— brotarían las verdades del universo. Y el poeta tenía la responsabilidad gloriosa de arriesgarlo todo, tal como en los versos de Thoreau, que se promovieron excepcionalmente en la película “La sociedad de los poetas muertos”, los cuales decían: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, (…) quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida, para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

Tenía apenas siete años cuando su padre lo levantaba de la cama a mitad de la noche para escucharlo recitar los más insignes poemas de los románticos. En definitiva, fueron esos “perros románticos”, como los adjetivaría Roberto Bolaño, los que guiaron sus primeros pasos de poeta. Byron, Shelley, Keats, entre otros canes de fino aullido, fueron los que educaron el oído poderoso de Ernesto que, aún adolescente, buscaba establecer una vida a imagen y semejanza de los ingleses. Luego fueron los alemanes Holderlin y Rilke aquellos monstruos que implantaron en su temática un aura trágica, y en su vida, una simiente de acero.

Después de Franz Kafka, no he conocido a un hombre que lo haya marcado tanto la figura del padre como a Ernesto Zumarán; sobre todo cuando su progenitor alguna vez le dijera con una afirmación de fe: “Vargas Llosa algún día te va a respetar”. Tal vez a partir de esa frase, el impulso esquizofrénico por escribir y leer lo ha llevado muchas veces al ensimismamiento o a la frustración, a la huida de todo escenario de gala poética, mientras no se sienta con la seguridad de tener el aval de ese arrasador comentario paterno.  

Y ya desde pequeño, el debate familiar en torno a la poesía siempre inquietaba a Ernesto. ¿Debía ser poeta? El enfrentamiento entre su entorno más cercano lo lideraba su tío Jorge —hacedor de versos— y su padre —poeta post mortem— quienes apoyaban al niño Zumarán a llevar a cabo esa carrera. Por otro lado, recibía un rechazo materno por considerar al poeta como un vago o un “perdedor de tiempo”. Sin embargo, la curiosidad y la excesiva timidez que lo ha rodeado siempre, lo sumergió en un confuso mundo de metáforas, que tal vez sean producto de un rechazo a la realidad tal cual es y al impulso insoslayable de crear otra realidad cimentada en la hondura de la palabra.

Su desprecio por la oficialidad académica del poeta fue reforzado por las frases del reconocido vate español José Ángel Valente, quien sentenció alguna vez en una entrevista: “Uno no es poeta para que lo hagan académico”, luego agregaría con rotundidad, citando a Juan Ramón Jiménez: “Meter a un poeta en la academia es como meter a un árbol en el Ministerio de agricultura”. Si huye de los recitales, ¿qué no se dirá de los estudios que las universidades podrían asumir de su obra? Para ello, Zumarán tiene una frase enternecedoramente cierta: “Algún día moriremos”.

Para reforzar su legendario pesimismo, recientemente me enviaría por correo electrónico dos poemas del mexicano José Emilio Pacheco. Ernesto los transcribió letra por letra con la paciencia que sólo puede mantener alguien sensible que desea transmitir su hondura. El primer texto se tituló, ¡oh sorpresa!, “Contra los recitales”, y decía: “Si leo mis poemas en público/ le quito su único sentido a la poesía:/ hacer que mis palabras sean tu voz,/ por un instante al menos”. El segundo poema tiende cruelmente a lo que tanto él repite en un implacable alarido, y se tituló “Vida de los poetas”, tal vez la parte más trágicamente fuerte es: “Los poetas acaban/ viviendo su locura (…) o bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de cianuro en la boca”.  


Solo tal vez con un rotundo brindis, el poeta Zumarán deja esa timidez que lo desespera y lo destierra de sus prácticas cotidianas, insertándose en su universo de plenitud poética, instalándose en la soledad de su biblioteca donde a veces me invita, para acalorarnos con nuestras charlas sísmicas, esperando a Pili —su esposa— para repetirle que él es un poeta que le debe su resistencia, como cuando vivieron en esos desiertos de Ciudad de Dios hace casi veinte años, donde el amor se volvió idílico y nació lo que tal vez es su mejor libro (“Los templos ausentes”) y donde engendró a su hijo y la noche se hizo más larga; así llega Ernesto a negarse una posibilidad en cada rincón de la ciudad, que lo considera inexistente, para terminar despidiendo de su casa al invitado de turno y retarlo a que complete la frase que se vuelve su fragancia: “Cuando yo me vaya de este perro mundo…”.

domingo, 28 de agosto de 2016

"El Presbítero Maestro: En búsqueda de los que no mueren" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (28/08/16)

La fascinación por los cementerios me surgió en la niñez. Los veía como casas encantadoras y tenebrosas. Cuando tenía seis años visité por primera vez el cementerio “El Carmen” de Ferreñafe para el entierro de mi abuela materna. En ese momento, mi contacto con la muerte se volvió más estrecho y potente. Por ello a veces con algunos amigos de la primaria nos íbamos a recorrer los pasadizos silenciosos y a contar historias de terror, y estaba el comentario de alguno de ellos, con sabiduría popular: “A los cementerios no hay que tenerles miedo, sino a las iglesias, porque es ahí donde van las almas a pedir perdón por sus pecados”.

Al atravesar las criptas, éramos testigos de la mortalidad, del fin de una historia, de lo que termina en polvo. Las estructuras polvorientas eran prueba del olvido, que en la mayoría de casos acompaña a la muerte. El olvido es una realidad que casi todos los seres humanos experimentarán para sí mismos, pues el mundo siempre ha abandonado a los que pasaron por sus caminos sin saber por qué. La historia posee una memoria corta y selectiva.   

Cuando la literatura tomó mi vida, supe que la única inmortalidad estaba en los libros, y que los autores más insignes habían habitado entre nosotros. La fascinación por buscar sus tumbas llegó a poseerme. Imaginar la tumba de Edgar Allan Poe —en Baltimore— y ver la media botella de coñac y la rosa roja que aparece misteriosamente en cada cumpleaños de este genio del terror. Algún admirador le deja en secreto ese significativo regalo, recordando su adicción a la bebida que lo llevó a la muerte. Por otro lado, me viene a la memoria el arrebato de mi amigo poeta Miguel Ildefonso (sin duda, el mejor del Perú de las últimas décadas), bebiendo vino en la tumba de Balzac, en París.
 
En mi adolescencia supe por un documental que los grandes escritores peruanos estaban en un cementerio emblemático: El Presbítero Maestro. Desde esa fecha tuve el deseo imperecedero de visitar sus pabellones y sus monumentos, pero siendo yo un menor de edad, no podía cumplir ese sueño por mí mismo. Los años fueron pasando y viajar a la capital se había convertido, según las opiniones de la familia, en algo sumamente peligroso por todo lo que se escucha en los noticieros. Tuvieron que pasar quince años, para poder abrirme un espacio en mi horario y acondicionar un viaje exclusivamente para cumplir el cometido.  

Mi esposa Janet y yo nos enrumbamos a “La Horrible”, como la catalogaría Sebastián Salazar Bondy a Lima. Al llegar, el poeta Harold Alva me recomendó los servicios de un amigo taxista, para poder aventurarme a Barrios Altos con la seguridad que el caso merecía. Era 28 de Julio y no había atención en el Presbítero. Tuve que sobornar al portero para que me deje entrar. “Le hubieses dado más”, me dijo Janet, “para que se justifique el riesgo”. Entonces ahí estaba yo, viendo las tumbas de tantos hombres que han hecho la historia del Perú. Pero me sentí perdido, veía los apellidos tan conocidos por los libros de historia, mas no podía saber con exactitud lo que estaba buscando. Entre una cripta, aparece un anciano que pasaba un trapo por una estructura de mármol, y me dijo: “Te he visto que has pasado por la tumba de Antonio Raymondi y de Henry Meiggs y no te has dado cuenta”. Desde ahí ya me tenía pasmado.

Le pedí que me señale dónde podría yo conseguir un guía para que me traslade por ese laberinto interminable. Y me respondió orgulloso: “¡Yo soy guía! Pero no hay atención”. Le relaté la historia de mi niñez y adolescencia y mi sueño dorado de pisar ese lugar, y tuvo que verme la angustia para por fin decirme: “Esta bien, vamos”. Y así empezó todo. Me dijo que el cementerio estaba dividido en cuatro sectores. Las historias que me iba relatando de cada presidente, sabio, escritor, me fue conduciendo a una levitación esplendorosa.

Mis primeras tomas fotográficas fueron con “El bibliotecario mendigo”, Ricardo Palma. Un alto relieve de bronce hacía más imponente su tumba. Traje a mi memoria una de sus tradiciones y el guía me relató otra, con la pasividad de un sabio. Me advirtió: “Hay que ir memorizando todo lo que digo porque al final yo hago preguntas”. Puso a prueba mi buena memoria y no lo decepcioné. Fuimos a la tumba de un presidente militar cuyo nombre no quiero acordarme (como diría Cervantes), pero que sorprendía por sus figuras de mármol, llenas de aristocracia y opulencia.

La cripta de Larco Herrera yacía sucia, un hombre que donó tanto para los pobres. Daniel Alcides Carrión tenía una pequeña pero llamativa forma de color blanco con su imagen en el centro y rodeado por unas pequeñas rejas. La lápida de Ciro Alegría tenía una bella inscripción: “Aquí yace Ciro Alegría, el primer novelista clásico del Perú, lo mejor de su vida pertenece a la tierra y a los hijos de la tierra, invictos a pesar de todo”. Luego nos topamos con una impresionante tumba que decía: “Manuel María Ízaga”, y me sentí más cercano a mi tierra adoptiva, Chiclayo, y profundicé lo que este insigne chiclayano realizó en favor de los más necesitados. Pero mi acercamiento al norte fue más vivencial cuando me topé con la cripta de Genaro Barragán, un paisano ferreñafano cuyas haciendas suyas fueron expropiadas por Velasco.

La tumba del presidente Juan Antonio Pezet, el comprador del Huáscar, tenía unas largas palabras, de las cuales se resalta la frase: “Jamás manchó su nombre ni su espada, dejándolos inmaculados”. Las tumbas de los presidentes Piérola y Leguía, casi juntas. Santiago Antúnez de Mayolo ostentaba una bella piedra con su nombre. Luego en otro pabellón, yacía imponente una gigantesca roca, tallada con la inscripción: “Manuel González Prada 1848-1918”. Entonces recordé Triolet, el tan adecuado poema para ese momento memorable: “Para verme con los muertos/ ya no voy al campo santo,/ busco plazas, no desiertos/ para verme con los muertos”.  

El guía nos dijo: “En el pabellón donde vamos a entrar, les dolerá la cabeza”. Nosotros nos miramos asombrados, pero lo entendimos después cuando llegamos al Pabellón de los Suicidas. Nos detuvimos en una tumba en particular, José Nevares Monsante, muerto en 1910. Su historia fue increíble. Era un inteligentísimo muchacho que estudio Medicina en San Marcos y se graduó con honores. Nunca dejó de ocupar el primer puesto. Pero él había seguido esa carrera a escondidas de su padre, que pensaba que estudiaba Derecho, la carrera familiar. Cuando el padre se entera, tuvo una discusión con su hijo. Luego, en esa misma noche, se pega un tiro en la sien. A esas alturas, el dolor de cabeza ya me había atrapado.
Gracias a que conocí la tumba de Daniel Hernández, el gran pintor, pude investigar más su obra. Y habíamos llegado a la Cripta de los Héroes, que es lo más impresionante de todo el Cementerio, digno de Miguel Grau, Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, entre otros. Una humilde tumba tenía el cuerpo de Mercedes Cabello de Carbonera, tan modesta como las tumbas de Manuel Asencio Segura y José María Eguren. Felipe Pinglo tenía una tumba nada plebeya, digna de este gran músico, y saqueada en una madrugada de descuido: las letras de su tradicional vals, hechas de bronce. Llegamos a un pequeño cuadrado en el suelo, cuya inscripción decía: “Aquí/ enterrado de pie como el quisiera/ está el más frondoso árbol de la poesía castellana/ el poeta peruano José Santos Chocano”.

Ahora faltaba lo que había estado esperando durante años: conocer la tumba del poeta Abraham Valdelomar. Era una modesta estructura de color cemento. Solo decía su nombre y la fecha de su muerte. Unas marchitadas rosas colgaban en su pequeño obelisco. No pude contener las lágrimas al recitar de memoria su poema “Tristitia” (“tristeza” en italiano), o acordarme de los personajes de “El vuelo de los cóndores” o “El caballero Carmelo”. Las punzadas en el corazón no se detenían. Mi esposa me miraba sorprendida y, creo, avergonzada. Abracé su tumba como agradeciéndole por tanto y consolándolo porque “la alegría nadie se la supo enseñar”. Ese era el último tramo del viaje. Ahora mi infancia ya no sería “dulce, serena, triste y sola”.