He
saldado una deuda que tenía conmigo mismo desde aquel noviembre de 2012: leer
“Ese camino existe” de Luis Fernando Cueto, Premio Copé Internacional de Novela
2011. Posteriormente al día en que el escritor chimbotano arribó a Chiclayo, transporté
dicho libro —y toda mi biblioteca— por los sucesivos departamentillos de turno
que me servían de refugio. Nunca lo perdí de vista. El libro siempre se mantuvo
esperando por mi tiempo, hasta que llegó su turno casi como una sublime
obligación. Pues a principios de setiembre de este año volví a ver al autor en
Bernal y su pregunta me congeló: “¿Leíste el libro?”. Tuve que reprobarme por
aún no haberlo hecho después de casi cuatro años, pero en su expresión facial
divisé que ya me había perdonado.
La
primera impresión que tuve de Luis Fernando fue muy grata. Cuando ingresé al
auditorio para escucharlo en aquel noviembre, estaba haciendo añicos al
realismo mágico y a lo real maravilloso. Su voz segura de sí misma reivindicaba
la realidad tal cual era, más aún en un país donde las guerrillas, las dictaduras
y los paramilitares han campado a sus anchas. Me cayó bien su reacción crítica.
En general, los que dicen algo contrario a lo políticamente correcto me caen de
maravilla, a pesar que la idea pueda ser discutible o aceptable. Eso es otro
tema.
Terminadas
las intervenciones, compartió con todos los asistentes y se dispuso a firmar
sus libros. Tuve la suerte de sentarme a su lado cuando ya el gran público se
había retirado y solo quedaban los amigos de la literatura más cercanos. Por
esa época yo leía como un devoto al chileno Roberto Bolaño —en esa oportunidad:
“Los detectives salvajes” y sus cuentos— y Luis Fernando en acto de aprobación
complementó: “Lee su poesía, sobretodo La universidad desconocida”. Solo el
libro “Los perros románticos” fue años después un sabroso descubrimiento de la
poesía de Bolaño, pero hasta el día de hoy no puedo encontrar el texto
recomendado. Creo que me estoy acostumbrando a deberle lecturas a Luis
Fernando. La nutritiva noche terminaría muy tarde y muy agenciada de libros y
anécdotas.
A
la mañana siguiente, sonó mi celular y en la línea contraria escucharía: “César,
te estamos esperando”. Habíamos acordado ir a Puerto Eten y hacer una especie
de recital poético en la playa. Después de la obligatoria caminata por, en ese
tiempo, el devastado pueblo, nos fuimos a un restaurante donde ya sentados
discurrió de él aquella anécdota que lo ha perseguido toda la vida: la sombra
de su paisano el poeta suicida Juan Ojeda.
Luis
Fernando —por cierto, nombre de personaje de telenovela— estaba protagonizando,
en unas circunstancias que rebasaban la fantasía, un relato cuyo protagonista
era Ojeda. Cueto había vivido en el Centro de Lima (avenida Arequipa) en una
calle en donde, por coincidencia, el poeta Juan había tomado la determinación
de lanzarse a la pista para perder la vida. Ojeda lo perseguía desde la
infancia, pues en Chimbote vivieron en el mismo barrio. Esto contaría Cueto con
una admiración por el autor de “El arte de navegar” que solo se puede comparar
con el respeto que le tiene a otro de sus maestros: el escritor Oswaldo
Reynoso.
Cuando
lo reencontré en Bernal, Cueto tuvo una intervención muy sentida en la Feria de
Libro de dicha ciudad piurana. Habló de la muerte de Oswaldo y de detalles que
solo sus amigos más cercanos pudieron conocer. El maestro era un esteta y un
perfeccionista del estilo, y en sus talleres hacía pedazos a libros de autores
del canon que las mafias literarias han puesto como “destacados”. Cueto
extendía sus comentarios de diversos temas en los locales de la pequeña plaza
de Bernal, donde se podía beber algo helado para la tórrida mañana. Hablaba del
fracaso de la educación peruana, de su título algo olvidado de abogado, de sus
experiencias de policía asimilado, de su duda de la existencia de los
espíritus. Esto último, se puso en tela de juicio cuando su condición de ateo
se vio arremetida por una experiencia extrema en plena guerra con Sendero.
En
esa época angustiosa, Luis Fernando hacía guardia en una noche aparentemente
tranquila, allá en la sierra central. Entonces entre la penumbra vio una figura
blanca que lo llamaba. “Un fantasma”, se dijo. Él no había bebido y no estaba
de sueño, así que no podía ser una alucinación. Dentro de su sorpresa, solo
pensó en algo: su abuela. La salud de aquella querida anciana había estado
empeorando en las últimas semanas. Ante dichas circunstancias, al día siguiente
pide y le conceden el permiso para ir a su tierra y visitarla. Mientras viajaba
a la costa, la comisaría fue atacada por Sendero. Murieron sus compañeros y, en
definitiva, él hubiese corrido la misma suerte de no ser por ese espíritu en el
que nunca ha creído, pero que sus sentidos no pudieron negar.
Las
experiencias más duras de la lucha contra el terrorismo, nutrieron a Luis
Fernando Cueto para realizar lo que sería su obra máxima: “Ese camino existe”.
Una novela analizada con exactitudes quirúrgicas por Néstor Tenorio Requejo, y
convertida en un clásico en lo que se denomina “la literatura de la guerra”.
“¿Conoces al profesor Néstor?”, me preguntó en un momento de la Feria. Y al yo
asentir, agregó: “Me llamó y me dio el número exacto de los personajes de la
novela y más detalles; ni yo los sabía”.
En
su análisis consta, entre otros temas, la contextualización de la novela, los
antecedentes y autores de la narrativa de la guerra, los espacios narrativos
(núcleo uno: 45 secuencias; núcleo dos: 51 secuencias), los personajes, el
argumento y las calas en la historia. El profesor Tenorio, al final de su
ensayo, realiza un paralelismo entre los personajes y los protagonistas de esa
triste realidad que encarnaron los asesinos de ambos bandos en pleno gobierno
de Belaúnde Terry. Saca interesantes conclusiones.
Lo
que resalta en la técnica de “Ese camino existe” es que tiene una tradicional y
bien llevada tensión entre historia e historia. Apela a una estructura
decimonónica de los grandes maestros de la novela para mantener la resistencia
en la aparición de un hecho nuevo, o de la solución de un problema; así como el
descubrimiento de que Américo era hijo de Perpetua. Para que pueda salir a la
luz ese hecho (el más importante de toda la obra), tiene que pasar por
situaciones que van al límite y luego retroceden para, posteriormente, volver a
bordear el límite de la sorpresa.
La
novela deja un final abierto y esperanzador. Un adolescente senderista que es
salvado de la muerte por un militar (Cubo) en nombre de su madre que fue amada
por él, es un final de alivio. Luis Fernando Cueto posee el talento de la
esperanza y sus lectores la hidalguía de reconocerlo.
Lector implacable Cesar Boy..... ¡caraJo¡ tengo la suerte de haber compartido conversaciones,bromas y sobre todo haber captado lo talentos que es escribiendo...hoy nos demuestra que es cumplidor y que no se olvida ningún detalle y su palabra es palabra de honor como en el mero México....pero cesar es un peruano y Chiclayano de pura sepa. hoy nos desviste a Luis Fernando Cueto como a Adan en el paraiso en cuanto a literatura se refiere...la verdad es que Fernando Cueto a la par de ser un Gran Novelista es un ser humano sencillo ,humilde gran amigo talentoso y digo esto porque justamente compartí con Cesar momentos agradables con este genio peruano de la novela y para suerte era amigo de mi amigo Augusto Tapia ,sampedrano porsupuesto. Sigue sus pasos Cesar a Fernando ,por tu constancia creo que estas cerca ...ya quisiera estar como tu ...pero mi envidia san de verte en este nivel me alegra sobre manera ..no se si es coincidencia pero ustedes dos tienen el mismo temperamento y el talento para ser siempre grandres .Un abrazo mis hermanos.
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