España
da a luz, cada cierto tiempo, a poetas extraordinarios. Encontrarlos en el
Siglo de Oro o en las Generaciones del 98 o del 27, es por lo demás común.
Ubicar en los últimos 30 años a vates españoles de plumas incomparables, es una
búsqueda que la tecnología puede facilitar. Así me ocurrió por el año 2006,
cuando navegaba por Internet y me topé con una lista de contemporáneos que,
según críticas serias, estarían en el máximo escalón de la poesía, es decir,
serían los mejores poetas vivos de España: Antonio Gamoneda, Leopoldo María
Panero y José Ángel Valente (hasta el día de hoy, solo el primero vive).
Parafraseando
el título de un libro: “Tres lecciones de tinieblas”, que se llevaría el Premio
de la Crítica en 1980, traigo del recuerdo a estos tres autores, aunque no tan
tenebrosos como geniales, para centrar mi atención en uno de ellos; justamente
en el autor de dicho libro: José Ángel Valente; del cual pude conseguir un
texto espléndido en la Feria de Libro de Trujillo hace cerca de una década. Se
trataba de dos poemarios comprendidos en un solo volumen: “El fulgor” y “Al
dios del lugar”. Un poema decía: “Con las manos se forman las palabras, /con
las manos y en su concavidad/ se forman corporales las palabras/ que no
podíamos decir”.
Ese
ha sido un tema recurrente en Valente: la elaboración de esas palabras que no
podemos decir, que no salen fácilmente como quisiéramos, que se esconden como
enfriando el mundo para fundirlo después. Justamente de ese tópico, y de otros
más, Valente habla en una entrevista que ofreció en un programa de televisión
llamado “Rincón literario”, hace más de dos décadas. Con una introducción
impecable de la presentadora, donde menciona todos los premios que Valente ha
recibido —como “El Príncipe de Asturias”, el Premio de la Crítica en dos
oportunidades, entre otros más—, la voz femenina inicia su ronda asumiendo unas
palabras de José Lezama Lima: “No hay otro poeta en España que esté más cercano
a su espacio germinativo que José Ángel Valente, con la precisión de la ceniza,
de la flor y del cuerpo que cae”.
El
poeta agradece las palabras del escritor cubano, y menciona que el autor de
“Paradiso” tiene una gran influencia en él, pero sin duda fue nuestro poeta
universal César Vallejo el que le dio la profundidad que alcanzaría en su
madurez. También trae a mención a Emilio Adolfo Westphalen y retumba en su boca
el agradecimiento a los poetas latinoamericanos en general que le dieron ese
estilo pulido y cargado de una atmósfera misteriosa. Por ese modo de
expresarse, Valente fue tildado de “frío”, pero ante esa acusación —como buen
español— rescata a Machado cuando dice: “El diamante es frío pero es fruto del fuego”. Luego agrega: “Yo creo que la poesía
es fría y bella como el diamante, pero es fruto del fuego; si no nace de ese
fuego, no hay poesía ni diamante”.
Algo
fundamental que refirió Valente es el gran ejemplo que Lezama dio a los poetas
del mundo, pues nunca este habanero se rindió al poder; a ese poder
revolucionario que se implantó en Cuba, que apoyó en un comienzo pero que luego
rechazó por los abusos de Fidel Castro. Nunca ceder ante los entes de poder es
una ética que no abunda entre los poetas, porque estos andan persiguiendo la
institucionalidad, es decir, quieren el reconocimiento del poder, el aplauso de
la academia, la palestra de la universidad; ante este hecho Valente recordaría
al gran Juan Ramón Jiménez: “Meter a un poeta a la academia es como meter a un
árbol en el Ministerio de agricultura”.
El
poema no se escribe, se alumbra. Eso nos recordaba el vate, cuya poesía estaba
marcada por una racionalidad espléndida, una búsqueda de la perfección del
verso, un fulgor permanente. La herencia que nos dejó Valente pone a prueba la
figura del poeta y la importancia de su compromiso con el arte.
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