Una madre de familia se había tardado para llegar a la reunión que hubimos acordado un día antes, de esto ya hace un año. Apurada y un poco avergonzada, me dijo: “Disculpe, profesor, se estaba decidiendo mi ubicación en el trabajo, y felizmente no me dieron el centro de Chiclayo”. Suponía yo que en la entidad bancaria donde ella laboraba, el Cercado de la ciudad estaba lleno de jefes malvados y compañeros hipócritas, pero al preguntarle por su negativa, me respondió: “Es que en Moshoqueque está la plata”.
Hasta
el año pasado, el inmenso mercado del distrito de José Leonardo Ortiz había
sido ajeno a mis reflexiones y solamente se conectaba conmigo por unos
recuerdos remotos cuando mi madre nos levantaba a mi hermano y a mí los
domingos a las seis de la mañana para incursionar en ese monstruo que tenía la
fama de lo barato y lo abundante.
Ha
sido en este año que las fauces del monstruo me han sido tan familiares que
hasta siento cierta curiosidad por la acción de ser tragado y devuelto día a
día como un bocado fácil. Con la diferencia de los años a expensas del seno
materno, ahora el horario de mi incursión varía por el antojo o la decisión
gravitante de Janet: las ocho, las nueve, las diez de la mañana. Diariamente se
pone en movimiento nuestras piernas hacia lo ya no tan desconocido, siguiendo
el sendero de algún basural al lado de un colegio, la esquina de una maderería,
el quiosco de un parque donde siempre un mendigo descalzo duerme al lado de un
saco de contenido dudoso, hasta que se divisa nuestra puerta de entrada: la
intersección de las avenidas Dorado y Kennedy.
Siempre
la consigna es ir a pie desde casa, con la finalidad de pensar los atajos y
quiebres que le daremos a nuestro recorrido en los cuatro grandes sectores en
los que se divide el mercado más grande de la región, aquel lugar donde hace
décadas un conjunto de serranos quisieron colonizar y lo lograron sin un solo
disparo, solamente con las armas del trabajo y la desesperación por ganarse un
lugar en esta costa desconocida. Se asentaron en la Huaca Moshoqueque, la
desaparecieron y en ella plantaron un mercado inmenso cuya bulliciosa superficie
hace temblar aún a los entierros más arcaicos.
A
las ocho o nueve de la mañana, los desayunos tienen la particularidad de no ser
desayunos. Por todos lados, se atraviesan platos repletos de arroz, ensalada,
una presa de casi la mitad del plato, que hace pensar en un almuerzo fuera de
horario en todo un mercado que ha perdido la noción de una costumbre común.
“¿Es su almuerzo?”, le pregunté ingenuamente a un señor que vendía gaseosas.
“¡No!, el almuerzo es el doble”, me contestó sin cuota de cinismo. Entonces a
muchos se les ve intercalando una amable venta con una rápida cucharada y
masticación de una jugosa presa.
La
amabilidad y el buen tino para ofrecer sus productos son una característica que
resalta en los vendedores del mercado. Se puede escuchar tantas veces que todo
está fresco y recién llegado de su lugar de extracción que, para un escéptico
como yo, le resulta fascinante que las verdades se parezcan todas y las
afirmaciones sean tan contundentes. Entonces el pollo, el pescado, la carne, se
sienten tan frescos en las palabras de los que ofrecen que ni siquiera es
necesario pensar en una posibilidad de engaño. Incluso una vez cuando se compró
toyo para el ceviche, se veía tan congelado que en definitiva el peso del
pescado había aumentado por el hielo, y la textura oscilaba entre arenosa y
exageradamente áspera, pero el anciano señor nos afirmó, en acto onírico:
“¡Fresquito, casero, lleve nomás!”.
Trasponer
sus pistas sin asfaltar está más cerca del heroísmo que del simple valor. Los
orificios acentuados por las lluvias de los años y por los camiones imponentes,
atravesados por las callejuelas más insospechadas, esos orificios les han
costado, sin duda, rotundas caídas a tantas personas que en su afán de acelerar
la marcha, terminan mordiendo el polvo de esta huaca deshecha. Por otro lado
están los triciclos empujados por sus conductores, llenos de frutas o pesos
irreales. Estos atraviesan los corredores como máquinas en fábricas monótonas,
haciendo ruidos de temblores artificiales, y cuyos pilotos no reparan en gritos
rogando un favor para abrirles el espacio que atraviesan.
La
mezcla dantesca de personas en los círculos mayoristas del mercado también es
alimentada por las vendedoras de lotería que por solo un sol te ofrecen hasta
once mil, llevando la bíblica multiplicación de los panes a un golpe del azar o
la suerte, donde la esperanza del consumidor es alimentada con la ruda, una
pócima de brujo blanco o el “seguro” debajo de la teta (un pomo con brebajes estrambóticos)
para poder sentir la seguridad de comprar un ticket.
Pocos
ladrones he visto, aunque uno sí me llamó la atención. Yo, que venía de un
secuestro y de recibir una brutal paliza, me puse algo nervioso por la actitud
descarada del tipo. Su aspecto era el de un drogadicto salido del infierno; su
gorra tapaba los ojos rojos que buscaban desesperadamente un objetivo. Yo yacía
en una esquina, con cinco bolsas en el suelo, esperando el regreso de Janet que
compraba algo cerca de ahí. Este había bajado de una mototaxi roja que lo
esperaba a escasos metros. Los movimientos de su cuerpo eran veloces, iba y
venía en un círculo de un metro de radio. Los vendedores seguían con sus
actividades sin darle importancia, hasta parecía que estaban blindados por paredes
transparentes. Nadie se inmutaba. Hasta que pasados unos minutos, el
delincuente subió de nuevo a la moto y se perdió (todavía más) para siempre.
Muchas
autoridades han querido arreglar esta selva, pero al parecer es humanamente
imposible. La potencia de su caos es tanta que se necesitaría un dictador (que
nadie desea) y un mar de sangre para tumbarse el sistema y volverlo a
construir. El filósofo español Gustavo Bueno decía: “Sin mercado no hay
democracia”. Y, definitivamente, sin Moshoqueque no hay Chiclayo, porque los
millones de soles que corren, varios de ellos muy sospechosos, hacen funcionar
un aparato comercial que ni las trasnacionales de los supermercados pueden
tumbar.
Julio Cortázar
mencionaba en “Rayuela” que la literatura poco o nada había tratado el silbido
como materia estética. Algo parecido se puede decir del mercado. En la
historia, los autores no lo han incluido en sus líneas —tal vez me olvide de
alguno— porque quizá los personajes no podrían moverse en tan grande confusión
de alimentos, y es preferible hasta un campo de concentración (ficticio, claro
está) que un mercado en el contexto de una novela. He visto a Moshoqueque como
el Catoblepas, aquel monstruo mitológico que tiene la característica de
devorarse a sí mismo para fortificarse. Moshoqueque se ha engullido tanto que
su existencia puede caer en una indigestión y en el vómito de sus propias
entrañas.
Buenas tardes... excelente crónica. Pero, ¿qué significa Moshoqueque?, entiendo que debe ser muchik pero, ¿cual es su significado?, lo estoy buscando todo el día, así llegué a su blog, y antes de seguir leyéndolo, por favor, ojalá pueda responderme la pregunta.
ResponderEliminarGracias