Hay
una maldición china que padece el país: ¡los tiempos interesantes! (Para los
antiguos chinos, eran épocas referidas a las más duras hambrunas, guerras,
epidemias, etc.) En ese contexto de maldición rutinaria y común, sucedió mi
secuestro.
Hace
unas semanas, salí de mi casa rumbo al recital poético organizado por el vate
Juan José Soto. Tomé el taxi más sospechoso del mundo, y lo hice con alegría pues
la confianza en el ser humano es natural antes de un encuentro con la poesía. Era
un Tico rasgado por el tiempo y quizá por la agresividad de los choferes. Su
carcasa seguramente cubría a un humilde trabajador de las pistas.
Me
ofreció el cobro de una cantidad que nadie hubiese podido rechazar. Abordé la
nave amarilla en el asiento de atrás, justo en medio, para seguir el camino nocturno
en la luna frontal del vehículo. Se habló poco durante el trayecto, pues el
celular en la oreja del taxista hacía que interrumpiera alguna respuesta
esperada por mí. No recuerdo con exactitud sus palabras dirigidas al
interlocutor del teléfono, solamente alguna articulación de sonidos como “sí,
sí” o “ya, ya” o “voy por ahí” (las interjecciones de la sospecha que nunca
tuve).
Al
llegar a una calle de poca iluminación, el carro se detuvo. Yo, concentrado en
el trayecto, ni siquiera me percaté de nada pues supuse algún rompe muelle o bache
de las (des)asfaltadas calles de un Chiclayo bombardeado por sus gobernantes.
En un instante, con la velocidad de un rayo del Olimpo, escuché abrirse las
puertas de ambos lados. Cuando volteé a la izquierda, con perfecta
sincronización me cayeron dos puñetes rotundos que me recordaron al dolor de
las trompadas en nombre del fútbol en mi viejo barrio de Ferreñafe. Luego la
golpiza fue implacable.
Me
cubrieron la cara con un trapo negro como a un sentenciado a punto de fusilar.
Tumbaron mi cuerpo al piso del Tico. Tuve que doblar las rodillas para poder caber
en ese pequeño espacio que les sirvió como un sarcófago para enterrar al
vencido. Después siguió el discurso de la pertinencia: “tápate bien y no me
veas la cara”, “si te la das de valiente, te quemo” etc. Todo ello acompañado
por mentadas de madre y manotazos que sus acéfalos cuerpos manifestaban como una
digna imitación de películas peruanas de delitos y de bajo presupuesto.
“Ya
perdiste”, me dijeron, “así que dame la clave de tus dos tarjetas”. ¿Perder? Yo,
que iba a ganar una fabulosa historia, y ellos, que solamente iban a cobrar sus
servicios por la misma historia, estábamos aparentemente en un nivel de “desiguales”.
Pero la verdad histórica solo la sabía yo. Ellos se dispusieron a repetir lo
mismo: “perdiste, perdiste”; y sin más rodeos les di mi clave: “2605 en ambas
tarjetas”. El chofer que me había recogido bajó del vehículo y partió con rumbo
desconocido. Uno de los que ocupaba el asiento de atrás pasó a conducir. Yo,
tirado en el piso, asfixiándome por el poco aire que circulaba, le pedí al que
me resguardaba que me quitara el trapo y acomodara sus pies, pues mi cabeza
estaba adormecida. Él, como un caballero, bajó la luna de su ventanilla, acomodó
sus zapatos, subió un poco el trapo negro y terminó preguntándome: “¿así está
bien?”. “Gracias”, fue mi respuesta. “¡En la cana es peor!”, me replicó.
El
auto seguía su camino entre baches insólitos. Mientras esperábamos la
comunicación del otro cómplice, ellos conversaban acerca de su arriesgado
trabajo: “esto fue igual que en Piura, muy poca plata”, “ahora los de arriba
nos van a pedir más” (¿la policía?), “yo dije que no se arriesgara”, etc. Hasta
que el celular le timbró a mi guardián. Era una mujer que le pedía ir a verla.
Él dijo estar en un trabajo y que después pasaría por ella. Luego cortó la
comunicación.
Empecé
a imaginar cómo era esa joven, si tendría una madre humilde que peleaba con
ella por sus amistades, o hasta pensé en la propia madre de los secuestradores
o en sus hijos o en sus ancianas abuelas que rezaban para que regresen con
vida. En toda esa cavilación les pregunté de dónde eran. Ellos respondieron que
eran de Trujillo y que iban por ciudades haciendo trabajos. Luego, casi evidenciándose
un Síndrome de Estocolmo, empezaron a interrogarme de mis ocupaciones. Les dije
que era profesor de Literatura. “¿Dónde trabajas?”, insistieron. “En un colegio
en el monte”, respondí con absoluta exactitud. “¿Eres nombrado?”, continuaron. Al
decirles que no, en un cinismo usual, me desearon éxitos y la permanencia en
ese trabajo. En esa rotunda respuesta percibí su derrota, pues ellos tenían las
armas apuntándome a matar, pero yo tenía la vida que ellos hubiesen querido (a
mi parecer digna pero no tan deseable). De esa manera, el diálogo fue por
caminos insospechados: me confesaron que fueron de la Trinchera Norte, que les
gustaba Corazón Serrano, que festejaron el campeonato del equipo de César
Vallejo de Trujillo, entre otras elementales anécdotas. Por mi parte, les dije
que me habían enseñado algo categórico: los ojos de la muerte.
Entonces
conjeturé la poesía que estaba destinado a no escuchar. Seguramente eran las
diez de la noche y el recital estaría a punto de terminar. Habían pasado
aproximadamente cuarenta minutos desde mi secuestro. Como mis compañeros poetas
no sabían que iba a ir, no me extrañaron, sin imaginar la situación límite en
la que me encontraba. Y recordé al poeta Javier Heraud, muerto en una balacera en
Madre de Dios en nombre de la revolución, para rememorar que las balas me
hubiesen quitado la vida pero yo estaría presente en el más humilde de mis
poemas; y la existencia estaría justificada. Aunque por otro lado estarían
ellos, seres que crecieron en la orfandad de todas las vertientes y ejecutaron
su libertad eligiendo lo oscuro, son personas que tendrán tal vez una penosa
muerte en el anonimato más absoluto y en la fosa común más negada.
A
pesar de la violencia y la contundencia de los actos de esos tres delincuentes,
sabía en mi fuero interno —no por soberbio— que no iba a morir. Eso lo confirmé
cuando regresó el cómplice con el botín en sus manos, y me dijeron: “Listo;
ahora pongo en tu bolsillo tus celulares, tu billetera con tus tarjetas y DNI”.
“¡Cuidado se te caigan!”, me aconsejaron, “y abre tu mano, ten diez soles para
tu pasaje; te sacaremos el trapo negro e irás por esta calle, no voltees pues
te matamos, ¡anda!”. Caminé cinco pasos y luego me volví, y grité: “¡mis
lentes, soy ciego!”. Pero ellos ya habían partido y yo estaba en medio de una
pampa. Solo me quedaba caminar.
No
acudí a la policía. Todo había pasado y nada había pasado. Me quedo con lo que
alguna vez el vocalista de Los Mojarras, Cachuca, exaltando una fabulosa verdad
y después de recibir una golpiza, ensangrentado, dijo en un canal de televisión:
“Eso no se le hace a un poeta”.
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