Con
el mismo paso apurado que lo conocí en la universidad, cuando me dictaba
Literatura Peruana, pero con más de setenta calendarios encima, lo encontré en
la calle Lora y Cordero, a pocas puertas de la casa del poeta Prieto Soberón (cuyas
conversaciones sobre Nietzsche y Los enanitos verdes me dejaran perplejo en el
año 99). Lo encontré al escritor ensimismado de estos tiempos para devolver a
mi memoria al profesor emblemático que solía ser en los tiempos de la
intensidad lectora de la Pedro Ruiz Gallo.
Andrés
Díaz Núñez caminaba la vereda más accidentada del mundo, pasando la esquina de Alfonso
Ugarte y Lora y Cordero (por la ex casa de otra poeta: Estrella Mora), para
toparse conmigo y decirme sin tantos rodeos y saludos predeterminados: “¡Poeta
Boyd, leí tu artículo!”. Le pregunté cuál para darme un respiro jactancioso,
pero yo sabía cuál era, pues las publicaciones y la escritura me han sido
esquivas desde que la vida me ha impuesto el trabajo de las veinticinco horas y
ha alejado los impulsos benditos de la literatura. Y a pesar mío. Lo dejé que
me explicara que mi artículo había sido un texto acerca de la lectura y que lo
había tomado como referencia auténtica en un reciente evento.
Todavía
escribía y leía en ese orden flamígero de los apasionados. Recordó que hace
unos días una conocida universidad, la cual bordea el cementerio Jardines de la
Paz, lo invitó para hablar de la lectura, de “esa cosa que creen que termina en
la universidad”, así les dijo a los estudiantes que seguramente, intrigados,
hubieron creído que se refería a las maestrías y diplomados en serie geométrica
que proliferan y se adquieren para atesorar un puñado de papeles en la pared
del olvido. También me refirió que su última compra había sido el Corán, libro
del cual se decepcionó grandemente por su fetichismo en el número de esposas
para los profetas preferidos de Alá: “¡Nada se compara a la Biblia!”, me dijo,
aunque después bromeó: “¡Mejor no hablo de los musulmanes porque vaya a explotar
una bomba en mi casa!”.
Las
canas del profesor Andrés se veían más peinadas y más lícitas para simbolizar
la verdad traducida en palabras. Y me venía a la mente aquellos poemas sociales
de “Piedra dura, corazón sensible”, libro que sus amigos de esos tiempos lo
acusaron de pleonásmico; pero que con la ironía que ha caracterizado a sus
obras posteriores Andrés les hubo de responder: “Es simplemente poesía”. Su
sensibilidad adquirida desde las profundidades de Chames y luego de Chota, lo
habrían puesto en un lugar privilegiado. Fue un lector temprano de Javier
Heraud —cuando a este vate ya lo habían acribillado en Madre de Dios en nombre
de esa utopía socialista—, y esa visita a su “poesía reunida” lo habría hecho
escribir, con ese orden y sencillez, su primer libro que, como me contó en el
2008, nunca lo convenció. Pero para mí ha sido la mejor manifestación poética
de aquel profesor que alguna vez me dijo en clase: “¡Vallejo es para pocos!”.
Cuando
le conté que su inminente retiro de la Pedro había llegado a mis oídos hace
algunos meses por el poeta Ernesto Facho, me contestó que estuvo tres meses
fuera de las aulas de nuestra facultad (FACHSE), pero que con una
acción de amparo había vuelto, aunque, por supuesto, con la firme mentalidad de
retirarse muy pronto.
Sus
obras no han sido necesariamente bien recibidas. Rememoro aquella anécdota que
me comentó mi gran amigo José Abad (cofundador del Grupo Literario Signos) y
colega a rajatabla: una profesora tenía que dictar la unidad de Literatura
Regional en un conocido colegio de monjas; entonces, para su finalidad
pedagógica, había pedido comprar dos novelas de Andrés Díaz Núñez. La sorpresa
fue grande cuando una semana después llegaron decenas de madres de familia a
las puertas de la dirección, con obras en mano, para reclamar que cómo es
posible que un colegio tan prestigioso pudiera amparar semejantes adjetivos y
lisuras. Como era de esperarse, la profesora escapó antes del linchamiento, y
las obras de Andrés Díaz fueron incineradas en un acto que al autor lo volvió inmortal.
La
ligera croprolalia de alguno de sus libros ha creado una reputación de escritor
obsceno. Pero no. Quien haya leído su obra completa (todos sus libros publicados,
digo, pues tiene deseos de seguir editando) podrá distinguir el sonido difuso
de una lisura en el contexto definido de un rotundo desamparo (como en la
novela “Rastros sangrantes”) o en la situación de “racismo genético” (como en
“Los hombres que parecen sombras”). Pero me quedo con esos cuentos tan bien
distribuidos que forman el libro “Paredes de viento”, que quienes aman las
novedades finitas de Paulo Coelho y los compromisos agnósticos de Brown, jamás
podrán notar que de esa mano blanca y pura nace una prosa preciosa y trabajada,
creando realidades desde el alejamiento del mito moderno del progreso y de la
retahíla de loas a lo políticamente correcto.
Con tantos homenajes
públicos que ha recibido (por municipalidades, universidades, centros
culturales, bibliotecas, gobiernos regionales, etc.), Andrés Díaz Núñez tiene
un lugar seguro en la historia de nuestra región y un sitio determinado en el
corazón de todos sus alumnos. Siempre me sentiré culpable por aquel reclamo
justo que me hizo cuando todavía bordeaba la mitad de mi carrera: “¡Has firmado
un documento que me saca del curso! Lo hubiese esperado de otros pero no de
ti”. Cuando me explicó que por razones políticas se habían estado maquinando
argucias para darle menos horas de trabajo, me sentí sucio y repugnante, porque
había firmado un papel sin haberlo comprendido bien, una hoja de
estercolero que, con el mejor estilo de
estratagema oriental, recomendaba a otro profesor para un curso del ciclo
venidero. En aquel tiempo me odié a mí mismo con la misma intensidad que ahora
proclamo el nombre del maestro Andrés, para poner un poco de justicia en este
mundo de fantasía, cuyo arte ha embellecido hasta lo más indigno por
embellecer.
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