El
2015, profético y violento, ha sido especialmente duro. Para un lector casi
patológico, era una necesidad imperativa abrir espacios forzados para poder
acalorarme con las páginas de un libro. Desde las seis y treinta de la mañana
cuando salía de casa, hasta las siete de la noche cuando regresaba a ella, los
espacios no eran muchos: la combi de ida, la hora del Plan lector, la caminata
al trabajo, la sobremesa del almuerzo, las dos combis de vuelta, el merecido
receso, la espera de la siguiente clase en el instituto, la noche del brindis, etc.
Todo era válido para la nutrición libresca.
El
año comenzó con un reto que no cumplí para no volverme loco: leer un libro
diario en las vacaciones. El primer día del año devoré de un tirón “Otra vuelta
de tuerca” de Henry James, y descubrí cómo una historia se enlaza a otra
historia de tal manera que pasa desapercibida. Salí a la calle a ver la
juramentación del alcalde con una expectativa casi nula, portando
“Israel-Palestina” de Vargas Llosa, libro que terminaría dos días después para
rescatar en él la idea de que los islámicos suicidas son un sector
reducidísimo, cuya explicación hay que buscarla no tanto en la religión sino en
la desesperación de gente atrapada en el hambre o en el dolor de la orfandad.
El
cuatro de enero terminé en casa de mamá “El hombre que fue Jueves” de
Chesterton, una novela de intriga perfecta, en donde se busca con denuedo una
conspiración que no existe, y que en medio de esos trances está el poeta, del
cual se dice: “tiene que andar descontento aun por las calles del cielo: el
poeta es el sublevado sempiterno”. Un día después, terminé “El gran Gatsby” de
Fitzgerald mientras hacía cola en el Banco de la Nación. Esas largas filas de
centenares de personas me producen una alegría sin igual, pues me dan tiempo
para leer. En la obra de Fitzgerald puede notarse el divorcio entre la riqueza
extravagante y la verdadera amistad. Gatsby, con fortuna dudosa, muere
acompañado por una o dos personas; y aquella gente que compartió tantas “noches
de febril desvelo” e incansable juerga, desaparecen totalmente en su velorio y entierro.
Al
finalizar una obra siempre queda una sensación extraña de nostalgia. Todavía en
la cola del banco, comencé con “Trópico de cáncer” de Henry Miller, que solo en
las primeras páginas me dejó hecho trizas y la nostalgia mencionada se fue de
inmediato. Lo concluí el ocho de enero en la Biblioteca Municipal. Hace tanto
tiempo que no había subrayado y sumillado tanto. Las ocurrencias de Miller
daban en el blanco casi siempre: “No tengo dinero, ni recursos, ni esperanza.
Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era
un artista. Ya no lo pienso, lo soy”.
El
18 de enero concluí “Un mundo feliz” de Huxley y daba pie a completar esa
trilogía de las sociedades perfectas que hube comenzado a leer en diciembre de
2008 con la novela “1984” de George Orwell, en donde se mostraban las
terroríficas instituciones como la Policía del Pensamiento o el Ministerio de
la Verdad. “Rebelión en la granja” de Orwell completa esa serie de libros que
nos proyectan a los totalitarimos del siglo XX; al leer el párrafo final, me
brotó una lágrima por saber cuán “cerdos” (personajes que gobernaban la granja)
pueden ser los hombres con sus semejantes. Todo ello me llevó a pensar que es
preferible una democracia colmada de mentiras que una tiranía llena de
certezas.
En
febrero mi viaje a Piura por estudios me arrinconó a dos libros. El “Diario de
Irak” de Vargas Llosa fue terminado en la soledad de un hotel. El Nobel dejó
clara su astucia al decir que no es justificable la invasión a los países,
aunque después afirma que Irak era un caso especial. El otro libro fue
“Reflexiones sobre los ismos”, que tuve la buena suerte de encontrar en la
Universidad de Piura. El texto estaba basado en la tendencia “enfermiza” de la
utilización del “-ismo” en el arte y en la filosofía, cuya explicación al
parecer se encuentra en la sectarización o en la parcialización de la realidad,
todo ello avalado por el positivismo del siglo XIX.
El
mes de marzo fue un mes de silencio. El comienzo de clases impidió mi secuencia
de lecturas. Pero parecía necesario un descanso. En abril me sumergí a dos
novelas de Ribeyro, “Crónica de San Gabriel”, cuyo protagonista, un alter ego
del autor, exclamaría: “Me di cuenta de que el trabajo podía asumir la forma de
un vicio, de una espantosa droga”; además me obnubilé con “Los geniecillos
dominicales”, cuya explicación de por qué “geniecillos” aparece exactamente en
la mitad de la novela (página 100) cuando Segismundo afirma: “Quiero conocer a
los geniecillos”, refiriéndose a los estudiantes de San Marcos, quienes
llevaban en la boca los nombres de Heidegger, Camus, Moravia, Ortega; era “el
desván de las ideas hechas y de las inquietudes atrofiadas”. En mayo hice una
pausa que solo consistía en leer periódicos los días domingos y artículos de
escritores.
El
mes de junio me llevó a Trujillo. Fue un martes de encargos institucionales,
aunque al final de esa tarde me enrolé con mis amigos poetas en un
conversatorio descomunal, y leí de un tirón en el ómnibus de regreso a Chiclayo
el poemario, obsequiado, de Carlos Santa María, titulado “El libro de las
gestas”, cuyo primer poema me mató: “Me recuerdo a los diez años intentando/
leer Ivanhoe// mi hermana escuchaba
música/ mi padre observaba televisión…// —¡Hijo!—se oyó entonces la voz del
destino// tú que no estás haciendo nada/ ven ayúdame a cargar estas cosas”. El
mes concluyó con “Los extraordinarios casos de Monsieur Dupin” de Poe, para bendecir
con razones perfectas mi odio por el ajedrez.
“Orgullo
y prejuicio” de Austen fue la novela del mes de julio. La fotografía de esa
alta sociedad y del surgimiento de sus amores, se me reveló en la respuesta de Isabel
al ser interrogada por su hermana Juana (“¿desde cuándo le quieres?”): “Creo
que data de la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley”. El
amor y el dinero jamás podrán separarse. En agosto, leí el Nuevo Testamento y
“El superhombre y la voluntad de poder (Nietzsche)” de Toni Llácer, e hice un
equilibrio que luego rompí, pues me sumergí en una incontrolable oración
durante varias semanas, que no podía detener. Creo que en ese mes he tenido
el acercamiento más infinito a ese Dios que todo lo puede. Fueron las semanas
que menos le fallé en toda mi vida y serán tal vez los días que menos le
fallaré en el futuro.
Los meses fueron
llegando con Séneca (“De la brevedad de la vida”), Dal Maschio (“Platón”),
Umberto Eco (“El nombre de la rosa”), Tolstoi (“Ana Karenina”), Kundera (“La
ignorancia”), Frankl (“El hombre en busca de sentido”), Salinger (“El guardián
entre el centeno”). Todos estos títulos fueron llenando la hambruna de libros
que padezco. El año no termina y aún tengo tres libros por la mitad. Al
respecto, Borges tiene una ética estupenda: “Que otros se jacten de lo que han
escrito, yo me enorgullezco de lo que he leído”.
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