En
la época de “la muerte de la familia” (a decir de David Cooper en el libro del
mismo nombre), tener un hogar en donde comuniques a tus padres tu decisión de
querer ser escritor está dentro de lo insólito, como lo está el concepto de
cultura, “los proyectos modernos” o las ciencias críticas (más insólito
todavía).
Al
respecto, en estos días recibí una noticia que me hizo paralizar, no tanto por
su poca frecuencia, sino por lo que arrastró en sus determinaciones. Me
comunicaron que uno de los estudiantes de quinto de secundaria, a las puertas del
fin de una etapa llena de lecturas, quería ser escritor y vivir “bohemiamente”
(con lo poco y mal que se entiende por ese término).
Como
era de esperarse, la “pésima influencia” habría circundado en las clases de
Literatura, en donde al alumno le habrían invadido los sesos —hasta
conquistarlos— las conductas desaforadas de Edgar Allan Poe, los poetas
malditos franceses o los ultrarrealistas mexicanos; desconociendo los finales
terribles de estos “buitres” —a decir de Poe—, de los cuales nadie con dos
dedos de frente puede desear para sí.
Lejos
de haber entendido el trauma psiquiátrico de muchos de los personajes de la
literatura, que alejados de sólidas familias, vivían en la ruina mental y en la
más brutal neurosis, este buen alumno mío se había concebido a sí mismo como un
poeta total (valiente decisión aunque mal enfocada).
Apoyado
en su talento, su indiscutible ingenio para ordenar palabras, construir
oraciones y evidenciar lirismo, con una temeridad de hierro, dijo a su padre
que no quería estudiar en la universidad, sino ser escritor y vivir de las
migajas que muchas veces da el arte (salvo que estés con el poder, por supuesto),
fumando el cigarrillo de los desadaptados y bebiendo el licor de los escribas
perniciosos.
De
todo este delicado acontecimiento, la manifestación sincera del alumno (frente
a un padre sorprendido y preocupado) se debe reestructurar. En una desesperada
lucha por un puesto en el mundo académico, por desempeñar el papel de
universitario, este inquieto joven quiere purgar esas presiones y catapultar un
sinnúmero de oportunidades que, sin darse cuenta, pueden alejarlo de su propia
pasión: las letras. Pues las ventajas que posee para escribir y leer
compulsivamente, lo podrían colocar en un puesto privilegiado. Y eso desata una
evidente preocupación en unos padres que han puesto sus ojos en su mejor
futuro, que ahora puede hechar a perder. Al parecer, no se da cuenta de algo
trascendental: la familia, esa riqueza tan destruida en estos tiempos, ese digno
ambiente que los más grandes genios de las artes hubiesen deseado para ellos.
Muchos
hombres de letras ni siquiera tuvieron familia, y si pertenecían a una, estaban
lejos de lo que sin duda ellos hubiesen querido tener. O eran huérfanos (como Edgar
Allan Poe), o venían de matrimonios hecho pedazos (como Arthur Rimbaud), o
golpeados brutalmente por su padre (como Charles Bukowski), o atormentados con
las figuras maternas (como Ernest Hemingway), o en la más absoluta orfandad
(como Leopoldo María Panero).
Tal
vez el caso más enigmático fue el de Kafka, cuya relación con su progenitor
estuvo siempre marcada por el abismo de la lejanía y el pánico. En su “Carta al
padre”, que nunca llegó a su destino, sostuvo el infeliz estado de un hijo
artista y sensible frente al reprochable trato e incomprensión de un hombre
renegado.
Sin
embargo, en estos tiempos, los hijos manifiestan a sus padres lo que quieren
ser, lo que piensan de sus proyectos, lo que necesitan o lo que desprecian. Aunque
en la decisión gallarda de ser escritor, muchas veces existe la confusión de que
este oficio colinda con la ociosidad o la mataperrada. No acordándose de dos
puntos básicos. El primero es que se necesita una clara disciplina y un
perfeccionamiento que muchas veces puede llevarte a la desesperación. El
segundo es que la carrera de las letras jamás es opuesta a otros estudios
paralelos. Recordemos que el gran Ernesto Sábato fue físico puro, Vargas Llosa
se doctoró en la Complutense de Madrid y Julio Ramón Ribeyro se tituló en
Derecho en la Universidad Católica del Perú.
Lejos
de las posibles caricaturas que han surgido acerca de la figura del escritor,
dedicarse a las letras (en cualquiera de sus géneros) emprende una dura lucha y
una rotunda constancia: esa es la única varita mágica que toca el cuerpo y la
mente, y vuelve a los que se entregan a esta pasión un conmovedor recluso de un
mundo postergado por la indiferencia.
Del
desarrollo del oficio de escritor se ha escrito mucho. Para mí ha sido el
escritor Stephen Vizinczey un amigo tutelar de los que se vuelve con
frecuencia. Él escribió en su libro “Verdades y mentiras en Literatura” lo que
llamó “Los diez mandamientos del escritor”. En primera fila reza la orden
siguiente: “No beberás, ni fumarás, ni te drogarás: para ser escritor necesitas
todo el cerebro que tienes”.
La
ingeniosa forma de sopesar las actividades humanas y resaltar la verdadera
materia prima que necesita el escritor, ha hecho de Vizinczey un Moisés pagano
pero inquietante dentro de la ética tan diversa que asume el escritor. Dicho
conflicto moral ha llevado a tantos a dividir conductas ideales, como a Sartre
a hablar de un “escritor comprometido” o a los contrarios para resaltar la
“poesía pura” (sin “contaminación” social). Pero en toda concepción que se
tiene del oficio de las letras, existe el precio del sacrificio y de la
predisposición absoluta, que en sí mismo constituye el eje de un sentido, de
una forma de vida, de un eterno eslabón entre la sangre derramada y la última
versión de una obra inédita.
Por
ello, si se cree que asumir la literatura es un camino en donde las rosas
rodean las riberas, pues no; se deberá pensar siempre en los grandes que
menospreciaron la literatura a pesar del talento incomparable que alcanzaron. Roberto
Bolaño, el más importante escritor post-Boom, decía en una entrevista que si su
hijo decidiera ser escritor, no estaría de acuerdo porque nadie quiere ver a un
ser querido sufriendo. Porque en la ética de Bolaño está el siguiente toque
manifiesto: “la poesía para mí es un gesto, más que un acto, de adolescente,
del adolescente frágil, inerme, que apuesta lo poco que tiene por algo que no
se sabe muy bien qué es, y generalmente pierde”. Pues en la pérdida está la
poesía, y el que no pierde, no escribe.
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