Entiendo
por “violencia común” aquella que se ejerce a título personal, sin intensión de
una trascendencia ideológica o sin tener —necesariamente— una contemplación
asociativa para cometerla. De dicho concepto, podemos inferir que la violencia
terrorista, las guerrillas políticas o las guerras entre países, no
pertenecerían al rubro de “violencia común”, sino más bien a otro tipo de hecho,
muy bien legitimado por los sistemas de poder, ya sea para aprobarlos o
reprobarlos, ya sea para adherirse o confinarse.
Dichos
sistemas de poder se han permitido sistematizar y estudiar los organismos “supremos”
de violencia —es decir, no comunes—, pues de ellos también se saca algún
provecho práctico, y es más sencillo explicarlos, asimilarlos y legitimarlos;
para ello, hay leyes que los parlamentos realizan a favor —por ejemplo— de la
aprobación de un fondo para combatir el terrorismo, para la compra de armamento
o para la construcción de una nueva prisión.
Sin
embargo, el tema de la “violencia común”, la que se puede apreciar tanto en un
robo de esquina como en una golpiza desalmada de un esposo a su esposa, se
complica a nivel de gobierno pues, al parecer, no se entiende su naturaleza o
se entiende demasiado bien, tanto que se da por “natural”. La violencia común se
explica como propia de una individualidad, como un caso aislado de conductas
antisociales o como la reacción a un trauma no identificado. Al quedar el
análisis en ese plano limitado, no se implanta una estrategia fuerte para su
tratado, sino sólo se le “vigila” y “castiga”; dos verbos estos últimos que dan
título al libro “Vigilar y castigar” del filósofo Michel Foucault, en donde
diserta acerca de la historia de los sistemas penitenciarios, que más que
encauzar a los individuos se les quiere volver dóciles y útiles.
La
forma cómo se enfrenta y se trata uno y otro tipo de violencia, tiene un
carácter también violento; pero la diferencia sustancial está, al parecer, en
que la violencia no común o “suprema”, por ser un sistema, se le pretende eliminar
o desaparecer ideológicamente, negándole el curso de la historia y suprimiendo
sus vías de propaganda para, de esa manera, revertir su efecto y homogeneizar
todas las formas de pensamiento.
En
cambio, en la violencia común, no puede haber estrictamente una represión
implacable y apuntar a su eliminación absoluta; pues el poder ha visto la
utilidad práctica de aquellos seres humanos antisociales, dándoles ciertas
ventajas y cargos oscuros, como el sicariato, la llamada “fuerza de choque”, el
“marcaje”, el que “te cuida la espalda en tal zona” (frase clásica: “siempre es
bueno estar con Dios y con el diablo”) y, en ciertas sorprendentes ocasiones,
cargos públicos.
A la violencia común
no la piensan para que no exista del todo, y sólo sea un titular sanguinolento
de una gacetilla, o sea la mejor explicación religiosa que el Fin está cerca. En
la modernidad más elaborada del mundo, la estupidez humana ha triunfado.
Perdón, Renato Descartes, por la tristeza iluminada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario