Parece
una pintura de la realidad, distorsionada por los paliativos del inconsciente.
Parece un “Picasso” donde la frase “patas a arriba” es tan natural como un dedo
nacido de la frente o de la lengua. Parece una película de Fellini en que la
aritmética no sólo sirve para contar los muertos, sino para aumentar en razón
geométrica la ineptitud del Estado.
Primero
eran los pederastas que violaban, mataban y calcinaban a sus víctimas antes de
enterrarlas en una pampa solitaria. Ahora son los ajustes de cuentas que, al
mejor estilo de los gánster, nos muestran crímenes brutales. Pero nada se
compara con esto: Un miserable dispara en el pecho a un niño de un año. Sí, a
una inocente criatura que jamás perturbaría a nadie.
Ese
trastornado ni siquiera ofrece piedad. Su crimen es tan brutal como las guerras
épicas en donde Aquiles partía en dos a los hijos de Príamo; sin embargo, hasta
a ese guerrero impío le vino el llanto cuando el rey troyano fue a reclamar el
cuerpo de su hijo Héctor que permanecía insepulto durante doce días. Aquiles se
conmovió porque Príamo le recordó a su anciano padre que, allá en la lejana
Tesalia, lo esperaba casi sin fe.
Pero
el corazón de estos mercenarios modernos no se compadece con nada. Un niño para
estos rufianes significa el vacío. No los hace recordar —para dar humanidad a
su roñosa existencia— a un hijo que perdieron, ni a un sobrino que dejaron, y
ni siquiera a un recuerdo de su propia infancia que, seguramente en sus formas
desgraciadas, pudo tener aunque sea un ápice de fantasía y plenitud.
Es
la crueldad en niveles surrealistas, la maestría de lo luciferino, la
coronación del infierno. No sé a qué círculo dantesco irían estos vándalos, lo
que sí es seguro es que este país es su paraíso, y sus actos son bendecidos por
los que cobran cupos y se disfrazan de generales, por los que liberan narcos
porque los acuerdos del bolsillo son más importantes que los de una nación en
ruinas, por los jueces que no se contentan con su abismal sueldo y dialogan
bajo la mesa un “cachuelo” para las queridas que vendrán.
Herodes
arrasó con los inocentes creyendo matar al hijo de Dios para que el rumbo de la
historia —profetizada siglos antes— no siga su camino (acto crudelísimo); no
obstante, los sicarios matan sin razón aparente. Su fin es una sonrisa de un
alto mando que lo utilizará hasta que lo desangre en una fiesta de pollos desplumados.
Ni
siquiera su función es ideológica como la de aquellas masas que asesinaron a
los niños de la realeza en nombre de la Revolución Francesa (otro acto de
suprema crueldad), sino que, como arcángeles malignos, no tienen puntos
supremos de trascendencia, sino sólo desean con fervorosa estupidez el cupo
diario de un empresario emergente y sueñan con ser los “bad boys” del barrio, y
levantar sus casas con pisos pintados de sangre, en nombre de una orgía o de
una borrachera entre hampones.
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