Desde
su creación en México en 1996, el movimiento muralista “Acción poética” se ha
negado a introducir a sus innumerables frases —según manifiesto de parte— un
matiz político y religioso, sin pensar (o dudando) en que al salir a manifestar
sus apreciaciones de la vida en un muro público, implica también un tinte
político tanto por obra como por omisión.
Por
lo primero porque hay una ejecución civil cuyos permisos son conseguidos por
aprobación de ciertos propietarios que acceden a que sus paredes sean pintadas,
salvo excepciones donde los muralistas se arriesgan a tomar el toro por las
astas y cuyo acto se convierte en un desacato civil. Y por omisión porque al
silenciar una opinión política explícita condicionan dos asuntos; el primero es
que podrían pactar con cualquier tienda partidaria que les pueda abrir un
espacio para seguir manifestándose; y segundo —contraponiéndose a lo primero—
para afirmar tácitamente que la política no vale la pena tratarla por la
degradación de las esferas del poder.
Tocando
su praxis, hace algunos años leí en una pared la frase que tal vez es la más
idealista en relación con la política: “Sin poesía no hay ciudad”. La ciudad,
instituida políticamente, es aquel territorio que tal vez menos necesita de la
poesía, y la alusión a dicho arte puede estar lanzado como una provocación o
una máxima desacatadora.
La
poesía, en el contexto de la expresión mural, es la apelación a lo que se ha
ausentado de los territorios políticos, es decir, es el espíritu o las
individualidades sentimentales de las personas, y se ha constituido (desde la
República platónica) como una manifestación humana que se aleja de los constructos
absolutamente racionales, pensados con exactitudes burocráticas y legislativas
de una Polis. La poesía es, para decirlo con el cinismo de Nietzsche, un fenómeno
dionisíaco, en contra de lo apolíneo que es la institucionalidad.
La
“acción”, que su título sostiene, puede remitir a dos posiciones que funcionan
como caras de la misma moneda. En primer lugar, la “acción” está centrada
exclusivamente en la “propagandización” de un arte (poesía) devaluado o
ignorado por esta sociedad. Y en segundo lugar, que las “acciones poéticas”
anteriores a este movimiento han sido insuficientes (los libros de poemas, los
recitales líricos, los manifiestos estéticos, etc.), pues a pesar de su
frecuencia no han tenido la suficiente contundencia para imponer un ideal de
arte que el mundo actual exige. Entonces, ante esa falencia, surge “Acción
poética” con jóvenes alimentados por renovados espíritus.
No
es casualidad que dicha renovación se refleje en los muros con frases de amor
romántico y de optimismo galopante como temáticas. Pues solamente una postura
de heroicidad, heredada del romanticismo, podría asumir semejante tarea de emprendimiento
y desacato.
El
concepto de “poesía” que posee este movimiento está muy lejano del que se
maneja académicamente; ante esto, me pregunto: ¿acaso será sensato que en
treinta países alrededor del mundo se conciba la poesía como solo romanticismo
cuando los territorios de este arte son inmensamente más ricos y potentes que
la “frase optimista de amor”? Casualmente, eso pertenece a lo “políticamente
correcto”: decir algo para que no cambie nada o decir algo que no “insulte” a
nadie. Sin embargo, los adolescentes y jóvenes de “Acción poética” ya poseen una
identidad que no se les puede quitar: el comienzo de un riesgo heroico.
Son
diez años que esta obra recorre el mundo (no es poco), y si ha llegado a
nuestra ciudad de Chiclayo apenas hace casi tres años, se podrá afirmar lo que
el gran Antonio Cisneros refirió de Hora Zero: “Han comenzado con el pie
derecho, ahora les falta escribir con las manos”.
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