El
entusiasmo por los buenos libros
viene dado en un formato minucioso que elaboro con el respeto a los autores que
leo y al mensaje que la inteligencia humana puede transmitir a través del objeto
que el invento de Gutenberg popularizaría. La primera acción del año con
respecto a mi biblioteca personal fue poner en fila ocho novelas, ocho
poemarios, ocho libros de cuentos y ocho ensayos; para luego decirme, en señal
complaciente: “¡Por lo menos esto leerás en el 2017! ¡No te abrumes!”.
El
mes de enero lo comencé con un Premio Copé de Oro de Novela del año 2011: Luis
Fernando Cueto; y lo concluí con un Premio Nobel de Literatura del 2014: Patrik
Modiano. Entre estos dos hitos hubieron siete autores más que llenaron mis
insomnios y acompañaron mis idas por las rutas más inesperadas. Mientras leo, el
itinerario más o menos se traduce así: subrayo todo lo que me interesa, sumillo
con una palabra o frase al borde del libro y, al final de la lectura, releo
todas las inscripciones para, posteriormente, hacer un comentario del libro de
turno. Cualquier lugar es el indicado para leer: la biblioteca, la combi, el
taxi, el mercado (mientras Janet compra, yo leo y le cargo las bolsas), el Pub
de Percy (la música no me distrae), la larga cola de la escuela a las dos de la
madrugada para ganar una matrícula en un colegio nacional, etc.
Así fue. En la fila de los padres de familia, hasta las 8 de la mañana ya había terminado la novela
"El diluvio de Rosaura Albina" de Luis Fernando Cueto. Para las 10 ya
tenía leído "Descripción de las señales" del poeta Juan Congona
(Joaquín Huamán). Y para las 11 había comenzado "Los perros
hambrientos" de Ciro Alegría; título muy sugerente este último dado el
caso de mi maltratado organismo.
No fue nada fácil terminar "Los perros hambrientos".
Los últimos capítulos resultaron duramente pesados pero, como bien dice Jesús
G. Maestro, la literatura no sirve fundamentalmente para entretener ni divertir
a la gente (para eso hay otros objetos o compinches). Ciro Alegría les adjudicó a los perros
ciertas características humanas, pues casi lloraban, casi reían, tenían
nostalgia, poseían "el pecho lleno de odio", pues de esa forma es más impactante
la arremetida de los dueños contra los que antes fueron sus canes leales. La
ruptura y agresión contra los perros se mostró análoga con la ruptura indolente
de los hacendados contra los pobladores. De esa manera, se formaba una cadena
de desigualdades y conflictos en un mundo hostil (el hacendado deja morir al
indio; el indio, al perro; el perro, a las ovejas). Un final de esperanza,
panteísta y arcaico. Sí, como una "Utopía arcaica" vargasllosiana.
Por otro lado, el autor de la grandísima novela
"2666", Roberto Bolaño, hizo un trato con el editor Herralde para que
las ediciones salgan en cinco libros (una por año), de esa forma aseguraba el
futuro de sus dos hijos, pues el chileno sufría de un terrible cáncer que lo
llevaría a la tumba al bordear los cincuenta. No fue como el autor chileno
quiso. Se publicó un único y monumental volumen con las cinco partes. Terminé las dos primeras: "La
parte de los críticos" y “La parte de Ámalfitano”. Al ir desmenuzándola
noté que todavía se respiraba un aura de "Los detectives salvajes"
(su obra maestra). Los críticos de la primera parte persiguen a Archimboldi tal como los poetas de "Los
detectives salvajes" perseguían a Tinajero. Los vicerrealistas de su mayor
novela se convirtieron en los archimboldistas de “2666”. Y las miserias de los
artistas se transmutaron en la vida miserable de los críticos, ambos
persiguiendo fantasmas. El racionalismo de Bolaño es válido para esta época de
arte y crítica posmoderna. En ese contexto, se entienden mejor las conductas humanas
que rodean la literatura.
En “La parte de Ámalfitano”, el narrador,
el filósofo cuyo nombre encabeza el título, sigue los caprichos de su autor,
Bolaño, y cumple a su antojo con lo que más le ha fascinado al chileno y lo que
se volvió un tópico recurrente en él: la persecución hacia una persona de las
letras o hacia un libro. Ámalfitano protagoniza, indirectamente, primero; y directamente, después, dos
búsquedas paranoicas. La primera tiene que ver con su esposa Lola, que parte
ilusionada para sacar de la homosexualidad fingida al poeta del manicomio de
Mondragón. Luego, Ámalfitano se concentra en un libro de geometría, lo
cuelga en su tendedero durante largos días, junto a la ropa de su hija Rosa, y
espera ver qué le hace la naturaleza a un libro. Por su parte, empieza a hablar
consigo mismo o con los fantasmas de sus antepasados. Y para sus clases de
filosofía, elabora esquemas o figuras geométricas llenos de absurdos cuyos
vértices aparecen pensadores de todas las épocas. Se muestra el tópico de
relacionar al filósofo con la locura, con el sueño diurno y con el alejamiento.
El artículo "Franz Kafka,
novelista de la distopía" publicado en La Industria de Trujillo, y firmado
por el amigo poeta Luis Eduardo García, hizo que el autor checo me intrigara.
Por algunas menciones que hace de las novelas de Kafka, decidí emprender la
lectura de "El proceso", pues era necesario indagar a través de sus
novelas (todas incompletas) hacia dónde apuntaba el concepto establecido:
distopía.
La distopía se define como "una
sociedad ficticia indeseable en sí misma, y es contraria a la utopía". Y
sí, lo indeseable en la sociedad que se muestra en la novela “El proceso” es la
utilización absurda del aparato burocrático judicial, en donde jueces,
fiscales, abogados, acusados, entre otros, se reducen a personajes ridículos
(las niñas pertenecían al Tribunal), siguiendo procedimientos contradictorios
(para proceder había dos opciones básicas: la absolución aparente y el
aplazamiento, y ninguno de ellos te llevaba a nada), ignorando detalles fundamentales
(no había delito, solo acusación), prolongando tiempos indeseables (el proceso
judicial no tenía fin para ningún acusado).
"El proceso" es una parodia
insigne de los procedimientos del juicio, donde la consigna es hacer que lo que
realmente importa se oculte. Esto está sustentado en dos opciones: o el ser
humano no entiende lo que hace o su sistema es un perfecto disparate.
“En el café de la juventud perdida” de
Patrick Modiano es una novela polifónica por excelencia. Cinco capítulos,
cuatro personajes relatores y una protagonista que recorre todo el libro
llamada Jacqueline Delanque, rebautizada como Louki en el café Le Condé de un
tortuoso París. Louki, desarraigada y misteriosa, es una joven que ha huido de
todo en la vida: de la soledad de su hogar en su adolescencia, de su matrimonio
años después, de los barrios parisinos y, por último, de la propia vida. Ya me decía el poeta Ernesto
Zumarán cuando me recomendó este libro: “La nostalgia es la mejor arma de
Modiano”. Así ha sido la lectura de esta primera novela corta de ese autor. La
he gozado, porque la nostalgia es para el desarraigado como el amor es para el
romántico.
“La hierba de las noches” de Patrick
Modiano nos enfrenta a una protagonista mujer metida en problemas en el
siniestro París. Esta vez ya no son los cafés de la capital francesa (como el
caso de la novela “En el café de la juventud perdida”), sino son los hoteles o
pensiones que agrupan a gente de toda índole, y que van construyendo un
contexto a partir de ciertos acontecimientos oscuros. El personaje Jean es un
nostálgico, un ser que vive atado a un cuadernillo negro desde el cual deduce y
reconstruye un pasado tormentoso, mientras se va acordando de su vida sigue
escribiendo una especie de Memorias, que lo llevan hasta una investigación
policíaca.
Ciertos puntos de la historia se
asocian a un existencialismo sartriano. El pesimismo del narrador se evidencia:
“No disponía por entonces de nada, ningún derecho, ninguna legitimidad. Ni
familia, ni categoría social bien definida. Flotaba en el aire de París”.
Febrero ha comenzado con libros que estoy
disfrutando rotundamente. No sé por qué a estas alturas de la vida, siento una
inseguridad galopante si no tengo un libro en la mano. No es un fetiche, no. Es
algo así como los Smarphone en las
manos de la gente; teléfono que no tengo ni tendré, mientras un libro exista.
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