En cuanto escuché por vez primera la voz de Tatta a
través del teléfono de un buen amigo —embajador hace un tiempo—, pude captar el
mensaje no verbal que transmitían sus palabras: la absoluta sinceridad. En
aquel tiempo yo contaba con 19 años y el arte poético era para mí lo que para
Tatta es la cultura entera: la máxima razón de vivir.
Doce años después, en este 2014, el tiempo no ha
cambiado constitutivamente. Aunque para la percepción de mucha gente este año está pasando tan rápido entre tanto
trabajo y tensión. Pero no para Tatta. Para ella cada día transcurre como el
último, como el más importante, como el más largo en la faena cultural de la
revista y el rezo diurno/nocturno de agradecimiento; y su mirada al sol de cada
día se muestra con una esperanza que no he conocido ni conoceré tal vez en
mucho tiempo o quizá nunca.
Desde aquellas veces que escuchaba su nombre en muchas
bocas, con una referencia de su personalidad, referencia llegada con un aura ostentosa
aunque inexacta, pude recurrir a mi gallardía de joven buscador de vitrinas
culturales y visitarla en su casa con un poema en la mano. En esa primera
ocasión que me abrió la puerta de su domicilio y escuchó mi discurso cuasi
convincente, gustosa aceptó abrirme un espacio en “Ahora y siempre”. Desde
aquella vez mi mano no ha parado de escribir y de acompañar a la revista que le
ha traído tantos frutos.
Mi caso es similar al de muchos compañeros y colegas
de las letras. Tatta Torres ha brindado oportunidades de publicación en una
revista cultural que posee 14 años de circulación, y que con el tiempo ha ido
modificando su formato y contenido, perfeccionándose en cada edición, mostrando
un marcado espacio familiar en donde las sonrisas de las personas en las
fotografías se revelan como la trasmisión de alegría, reflexión y moral que se
pretende.
Esa línea que ha seguido Tatta desde que llegó a
Chiclayo proveniente de Trujillo, ha marcado sus actividades artísticas que
fueron fiestas de la palabra y la cultura, con auditorios rebosantes y activos,
con una exquisita y formal manera de llevar el rumbo de las ceremonias que
asumía, con documentos oficiales de
invitación y documentos de agradecimiento después del evento, con una
proyección de respeto por todos los invitados y ponentes. Así fueron aquellos
tiempos en que Tatta y su selecto equipo de apoyo lograron levantar una edificación
sólida, que grupos posteriores pudieron seguir con una nueva tónica y estilo,
con una nueva y eficaz identidad, y con el ejemplo de un antecedente feliz.
Desde que ella adoptó esta ciudad como una nueva
patria, y cantó su himno con la camiseta chiclayana que le asentaba, y recorrió
las calles respirando en ellas los nuevos aires que serían eternos, se rodeó de
todas los personajes que alimentaban su sed incontrolable de escritura; de esa
forma conoció a Nicanor de la Fuente, “Nixa”, y bebió de su alegría y de su
experiencia, visitó su casa cada semana y compartió con el poeta sus secretos,
sus proyectos y sus cuitas; como aquella vez cuando Tatta, triste por un suceso
que la hirió, obtuvo la sabia respuesta del longevo vate: “A mí me han dicho todos
los insultos posibles, pero todos los que me insultaron ya no están, y yo sigo
siendo premiado por la vida. Levántate y anda”.
La búsqueda de personas interesantes fue para Tatta un
oficio y una obligación en esta nueva patria que estaba conquistando, y eso no
era extraño pues provenía de una familia de intelectuales. Así, su tío fue un
renombrado poeta trujillano; su padre, un reconocido periodista que tenía la
chispa incansable del buen humor, y que alguna vez le refirió: “En Trujillo yo
era el señor Torres Ortega, pero aquí
sólo soy el papá de Tatta”.
Es difícil imaginar los motivos por los cuales una
mujer tan bella físicamente como Tatta haya decidido quedarse soltera,
asumiendo una decisión trascendental que pinta de cuerpo entero su figura y su
carácter. Pero esa posición no aparta el hecho de que ella se haya enamorado,
tal vez perdidamente, como se enamora una escritora con la lozanía y la entrega
de una mujer sincera. Hablar de los amores de Tatta, como la forma
constituyente de su yo, mas no como ejecución del morbo, puede contener una
maravillosa forma de acercarse a su interior y conocerla como ser humano, como
un individuo que se ha planteado un camino y debe seguirlo con una moral
insoslayable.
Quizá el amor ya lejano se ha quedado en aquel rubio
motociclista trujillano, que con sus ojos azules y su postura rebelde, enamoró
a la escritora, que en su estado de ilusión se creó un bello sueño del cual
tuvo que despertar. Sin embargo, hablar de los pretendientes de Tatta sería una
investigación aparte, pretendientes que fueron amagados con la elegancia oportuna
de una dama o fueron ignorados por sus insistencias aburridas o sus retóricas
humildes.
Tatta, una ejecutiva bancaria de los tiempos de la
abundancia, recibió los regalos más costosos que tenían impregnados el ruego
para una respuesta positiva, pero que fueron rechazados uno a uno para que la
ilusión no se abultara en las mentes de los hombres de buen gusto pero de mala
suerte.
No obstante, Tatta ya había tomado como suya aquella
libertad romántica que poseen las vidas independientes; no había un sitio para
el hombre ideal, tal vez por no aceptar la idea de una vida esclavizada en una
casa o al cuidado de los hijos que dan el amor pero también la preocupación y
el agotamiento que envejece. Nadie sabe con exactitud lo que el corazón de
Tatta siente al respecto, sólo ahora trata de ayudar —como ha ayudado siempre
dentro de sus posibilidades— a muchos niños que han esperado de ella un amoroso
regalo.
De los obsequios que ha brindado trata de no hablar,
con la excepción de aquella vez que donó toda su biblioteca a un humilde
colegio, por el pedido de un director que después de un tiempo la volvió a
llamar para rogarle que haga otra donación de libros porque se habían
extraviado todos sospechosamente. Luego se supo dónde habían terminado esos
libros que por desgracia no se recuperaron jamás.
Yo he visto a Tatta sacar de su cartera algún producto
intacto y regalarlo a alguna madre vendedora o a una repartidora de diarios. Yo
he visto a Tatta regalar un consejo a través de un mensaje de texto o de un
texto en el muro de Facebook. La he visto obsequiar sonrisas entre personas
tristes y llorar por las desgracias que consumen la vida humana. La he visto
regalar halagos sin ninguna mezquindad a sus condiscípulos y a la juventud que
nace prematuramente. La he visto repartir el abrazo fraterno a amigas que nunca
esperaron menos de la escritora. La he visto repartir helados a los cuidadores
de las colas de los supermercados. La he visto proteger y pedir protección. La
he visto vivir en la generosidad.
Su estancia en Palermo, la zona más exclusiva de la
capital de Argentina, la nutrió para escribir su conocido cuento “Buenos Aires
sin ti”, el cual es una muestra de la fluida psicología femenina que, en el
caso de la protagonista del relato, se dibuja como imperiosa y nostálgica. La
cultura bonaerense la impactó desde que su empleada doméstica, en una fecha
histórica, vestida con un abrigo de pieles elegantísimo, se apareció emocionada
gritando que el Muro de Berlín había caído y que la libertad ya era una
realidad para los pueblos del mundo. Ese hecho inicial, gratamente
sorprendente, fue el comienzo de una relación especial con la Capital de la
Cultura en Latinoamérica, como es considerada hasta ahora la ciudad de Buenos
Aires, relación que no ha cambiado en el corazón de la escritora a pesar de su
lejanía física, sino más bien prevalece por la constante comunicación con sus
amigos argentinos, que caminaron con ella en esa tierra de gloriosa historia e
impactante literatura.
El lado más penoso de su vida se encuentra en la
enfermedad irreversible y macabra que padece. Ella todavía tiene presente aquella
vez cuando —sentada en una banca pública— quiso ponerse de pie y no pudo. Desde
ese día la vida empezó a sonreírle menos. Su libertad supeditada a su voluntad
fue cambiando el rumbo. Ahora las largas caminatas y el antojo natural por un
paseo o una fiesta fueron quedando atrás; pues sólo le quedaba ir con cuidado,
generalmente acompañada, entre las calles que alguna vez la vieron correr,
entre las arenas del mar en las que se tendió a tomar sol, entre el parque
ilustre y el restaurante de moda, entre un cigarrillo y una charla amena. Todo
ese mundo cerró sus puertas para no abrirlas más, para instalar lo ido en la
memoria como un sueño inoportuno pero existente; de esta manera, Tatta llegó a
un extremo vivencial: quedar postrada en una silla de ruedas.
La silla de la escritora ha sido tomada en relatos tan
amenos como filosóficos, como aquel del escritor Eduardo González Viaña, cuando
le daba una vida paralela y trascendente a ese asiento movible en la tierra y
el cielo. Ante estas nuevas luces referenciales, Tatta empezó a amar su silla
como aquel instrumento de apoyo necesario para continuar con su vida;
instrumento que pide su compañía también y que espera ser útil siempre con la
fidelidad de una preciosa materia inanimada.
Y en esa silla amada, ha paseado por los lugares que
ella nunca pensó, sumando condecoraciones, homenajes y premios que trata de
evitar, jamás por soberbia, sino porque cree en su fuero interno algo no menos
irónico, pero llegado de la hija del señor Torres Ortega es perfecto cuando lo
dice: “De tantos premios que me dan voy a empezar a creer que estoy a punto de
morir”.
La Antigua Escuela de
Periodismo "Carlos Uceda Meza" de Trujillo, su Alma Mater, le otorgó
la Medalla Periodista José Faustino Sánchez Carrión en el Congreso de la República;
asimismo, el Gobierno Regional de La Libertad, la Universidad Señor de Sipán e
innumerables instituciones, empresas, agrupaciones, clubes, etc. han mostrado
el cariño y el justo reconocimiento a su labor periodística y vivencial.
Tatta lleva tras de
sí una historia condensada en poesía, porque el acto de brindarse al mundo con
firmeza, defendiendo “su pequeño lugar en el mundo”, su lágrima de alegría y de
pena ahora y siempre, su cultivo pasional por el arte que representa para ella
el universo y el orden por el cual camina Dios; es el viaje que vale la pena
ser vivido, aquel boleto que se compró sin tratamientos ni reclamos, aquella
puerta por la que sólo entran los valientes, como Tatta: la gloria.
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