El
vate Stanley Vega Requejo había perdido hace muy poco tiempo a su abuelo, un
robusto señor cuya actividad diaria le agigantaba la fuerza que trajo desde lejanas
tierras, y cuya nostalgia aplacaba con un bello huayno que conducía su tarde en
el ocaso. Nunca se guardaba una sonrisa, y nosotros, los amigos de su nieto, lo
veíamos de lejos con esa curiosidad que despiertan las actividades de las
personas de “la tercera edad” (como ahora las llaman) hacia los jovenzuelos que
aún no viven la rudeza implacable que dan los largos años.
Entre
esa constante actividad, perdió la vida súbitamente. Pero no se fue solo. La
poeta Matilde Granados —prima hermana de Stanley Vega, y también miembro de ese
hogar— escribiría el tres de febrero un verso en su red social cuyo contenido
me punzó el pecho: “La casa se ha ido. Nos dejó como el abuelo”. No podía ser
otra casa más que aquella a la que llegábamos a visitar a propósito de vastas
reuniones de tertulia literaria y brindis infinitos; no podía ser otra que el
acogedor ambiente donde emergieron cientos de conversaciones airadas y músicas del
romanticismo más feroz; no podía ser otra más que en la que compartimos los
cumpleaños que terminaban en salvajes versos y menciones a Shakespeare o a la
divinidad.
Las
lluvias no perdonaron a la antigua casa de los poetas Matilde y Stanley. Fueron
dos días de intenso aguacero y, mientras se veía el cielo oscuro y cargado de
fiereza, las personas de Lambayeque nos preguntábamos a qué se debía semejante
catástrofe sin fin. ¿Por qué el cielo se caía? ¿Acaso los inteligentes
meteorólogos no habían dicho hace un par de meses que habría sequía en la
región? ¿Acaso no se adelantaron estas mentes maestras a predecir la falta de
agua, tal como predijeron el año pasado el Fenómeno, tanto es así que mandaron
a su casa a los escolares solamente en noviembre y, sin duda, sin terminar el
colegio como debe ser?
Pero
estas mentes no son ni maestras ni los gobiernos se anticipan. Sucedió lo de
siempre: improvisación por todas partes, buenos deseos a la población, rezos
continuos ofreciendo la vida y repitiendo algo que pareciera que un monje hindú
o un chamán best seller —esos que abundan— hablara: “¡Prevención! ¡Prevención!”.
En cualquier contexto, esta palabra la puede decir cualquiera, no es un
resultado científico ni un acto que salga espontáneamente de una población. Más
parece un buen deseo, una alabanza al cielo, una lavada de manos; como
responsabilizando a los ciudadanos de hechos que el propio gobierno debe
liderar, promover, realizar, es decir, hacer concretizaciones de una obra, y no
solo en un río o acequia, sino en los hogares más vulnerables y humildes.
Ahora la casa que nos
sirvió de tantas reuniones e inspiraciones se ha ido. Felizmente, no hubo daños
físicos de los familiares ni sustos mayores que tengan que ver con la
integridad de las personas. Stanley y Matilde, dentro de lo posible, están
aceptando algo que desmoronaría al más plantado. La fuerza literaria muchas
veces tiene que ver con estas presiones que pone el destino. El grito del poeta
diciendo que la palabra no vale nada es entendible y obvio en cualquier
circunstancia, porque el verbo tiene que hacerse carne, tiene que formar un
abrazo y maquinar una ayuda. Hacia esa ayuda vamos.
Todos los amigos artistas están llamados a apoyar en esta actividad.
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