Una
mañana del año 2015, en plena labor docente, acompañé a un aula de estudiantes
de quinto de secundaria a una universidad privada para recibir una charla. Días
antes se había hecho la invitación, y un bus particular llegaría al colegio y
transportaría —con escolta incluida— a todos los participantes. Como era de
esperarse, el tema giraba en torno a las bondades y privilegios de tal casa de
estudios para convencer a los jóvenes, casi promocionistas, de que dicha
institución era su mejor alternativa.
El
rector o gerente general (no recuerdo el alto cargo) se dignó a ser el
encargado directo de compartir con todos nosotros los detalles (a criterio de
él: fascinantes) que ofrecía la universidad que él precedía. Entonces después
del saludo de rigor y el chiste para romper el hielo, pasó a enumerar sus
argumentos. Veinte minutos aproximadamente habló de las instalaciones, los
imponentes edificios, la futura piscina, el infaltable gimnasio, la
privilegiada vista al horizonte, la playa de estacionamiento, los recursos
técnicos y remató esa parte de su exposición con una memorable frase que
todavía retumba en mis oídos: “Miren, muchachos, ustedes aquí no se van a
sentir que van a la universidad, sino a un club social”. Sentí vergüenza ajena.
Y lo que llegó después sí fue digno de una película surrealista e imposible,
por pudor, de reproducir en este artículo.
Cuando
el disertador pasó a lo académico, era de esperarse lo que vendría: colocar a
la parte de los recursos técnicos disponibles por encima de los contenidos
científicos que se pueden impartir en clase, es decir, anular por completo la
ciencia para reemplazarla por procedimientos superficiales. Esta es la más
grande falacia educativa que ha recorrido el mundo occidental en los últimos
veinticinco años más o menos. Y, pues, qué podemos esperar. En la mayoría de
países, los grandes negocios de la educación superior han nacido en el marco de
un desarrollo tecnológico notable, y se han visto influenciados rotundamente
por este, casi olvidando que la universidad se institucionalizó y creció para
la investigación y el rigor científico. Pero lo que ahora se ejecuta es tan
falaz como la madre que los parió: la divertida aula de clase.
El
asunto no está tan relacionado con los pobres profesores (fijados en el pasado
de notas, presentación de informes, preparación de fichas para todos los
centros educativos donde trabajan —no bajan de tres—, elaboración de métodos de
cómo divertir, de cómo contentar al evaluador que a su vez es evaluado, de cómo
ser un perfecto burócrata, etc.), digo, no está tan relacionado con el docente,
en tanto sí con el sistema implantado desde las leyes más perversas. En este
entorno, ahora sí es un hecho que la universidad ha muerto, como décadas atrás
alguien lo había predicho.
Existen
notables académicos que han tratado este tema. Remito al artículo crítico “La
universidad liquidada” (ver en Internet) de Carlos Fajardo Fajardo, ensayista y
poeta colombiano, donde expone con una bondad de pocos, los motivos por los que
el centro de estudios más idealizado por la sociedad (la universidad) no es más
que un edificio (o conjunto de edificios, según la inversión del promotor) donde
“se educa para la flexibilidad y el todo
terrenismo, es decir para una sociedad donde nada es duradero sino
desechable y, por tanto, lo mejor, en esta condición líquida, al decir de
Zygmunt Bauman, es aprender a estar en todas partes y en ninguna, es decir,
practicar surfing laboral,
capacitarse para cualquier actividad, ser jovial, obediente, comunicativo,
comprable, ofertado y vendible, legitimador de los discursos empresariales”.
En
la misma línea, se encuentra el erudito profesor español Jesús G. Maestro,
quien con su demoledor ensayo “Diatriba contra la universidad actual” (ver en
Internet), nos dice: “Por lo que se refiere a las Letras, la Universidad actual
es, en España y en todo el mundo, y sin apenas excepción visible, un
sofisticado simulacro de conocimientos sostenido por un inmenso aparato
burocrático e ideológico, en cuya cúspide, académica y administrativa, suelen
estar los mayores mediocres”.
No
solo es estar inmerso en la universidad para percibir el siniestro y poderoso aparato
que la mueve. Los tentáculos de la propaganda masiva, a favor de una universidad
desnaturalizada, se pueden apreciar en comerciales de televisión, en gigantes
pancartas de avenidas principales, en vistosas redes sociales y demás; y el
discurso elaborado en torno a lo que ofrece, no varía de una institución a otra
de manera fundamental, pues todas se parecen en un vicio y legado: la
mediocridad. Todas tienen la misma base retórica de tentar al joven (o adulto,
depende el caso o “modalidad”, como ahora la llaman) a través de cordialidades
cínicas, ofrecimientos sofísticos, psicologismos gaseosos, entusiasmos vacíos, espejismos
académicos, frases tan simples y simplonas que hacen pasar por célebres o
ceremoniosas, con el verbo “decidir” por todos lados (“decide tu futuro”,
“decide hacerlo ya”, “decide por los mejores”, etc.), y con la palabra “éxito”
en un estado de promiscuidad tan notorio como prostibulario.
Un
marketing parecido está legitimado si se ofrece un producto masivo, como
gaseosas o celulares; pero la universidad, al semejarse con los insumos más utilitaristas
(sino vanos), se convierte en una catastrófica fuente comestible (“desechable”,
como diría Fajardo) y empieza un debacle sin fin: el rumbo que le impusieron
los mercaderes que quisieron asesinar a los profesores críticos, a la ciencia
sin ideologías, a los principios racionales.
¿Las
soluciones? Son pocas y nunca escuchadas. Por lo pronto, no dejar de
expresarnos críticamente es una opción. ¿Qué salida tienen los alumnos que
quieren realmente estudiar y no irse a un “club social” institucionalizado?
Pues informarse por pasión, buscar endemoniadamente libros en Internet que los
desengañen, escuchar a los sabios profesores del mundo, sospechar siempre de lo
establecido como norma. Todo ello es la acción para aquel que quiere impulsar
el cambio, pero para el que no (¿son la apabullante mayoría que incluye
profesores?) solamente debe seguir el pequeño camino que les trazan en torno a
un “empleo de la tranquilidad” o un “título de la apatía”.
Un profesor se puede
vender o “acoplar” a un cómodo sistema: está en su derecho. Mas lo que es
imperdonable está en no conocer o no entender cómo se mueve el acrítico sistema
burocrático de la universidad, a costa de la muerte de la ciencia, la
liquidación de lo profundo, el holocausto de la inteligencia.
Cierto y verdad. Ahora todos pendientes de la evaluación del alumno hacia el profesor. El mundo invertido.
ResponderEliminar