Del
filósofo Gustavo Bueno aprendí que la idea de cultura que se nos vende a diario
está más cerca de una mitología que de una realidad. Su libro “El mito de la
cultura” (1996) lo explica. Libro que, por cierto, no se encuentra disponible en
Internet; pero que gracias a los bibliófilos del Materialismo Filosófico
discurre por la red si se tiene la certeza de pedirlo al portador que lo puede
enviar. Un portador soy yo.
A
través de mi red social, he repartido la obra a todo el que me la ha solicitado,
incluso con el riesgo de ser inoportuno e injusto con la editorial que la vende
en España. Sin embargo, me es imposible no compartir este libro por dos
motivos. El primero es que —siendo objetivos— en Perú ¿quién pide que le envíen
un libro? Recordemos que somos un país que en promedio lee medio libro al año.
Así que darlo llega a ser incluso un acto moral.
El
segundo motivo es que la obra posee una importancia capital. En ella se
discierne lo que se ha entendido por cultura a lo largo de los siglos, y cómo
se ha modificado dicha palabra hasta volverla metafísica. Con tal preciso
estudio, es faltar al sentido común no compartir el libro con colegas,
estudiantes o curiosos, incluso con el riesgo de tocar puntos muy sensibles de
la tradición y de lo políticamente correcto.
A
pesar de ello, el asunto es no tomar acríticamente lo que se impone desde
diversos medios acerca del tema. En ese sentido, el autor enfatiza que no se
necesita mitificar más la cultura, sino desmitificarla. Es decir, no se requiere
sostener con insistencia que la cultura es lo más maravilloso que tenemos, sino
pensar la cultura de forma crítica y escarbar —por ejemplo— los actos más
horrendos que se han cometido en su nombre.
El mito
Según
Bueno, hablar del mito en general no tiene sentido. Muy dispuesto en su enfoque
de filósofo crítico (“criticar”, etimológicamente, es “clasificar”), divide a
los mitos en “luminosos” y “tenebrosos”. Entonces, el “mito” al que se refiere
el título del libro está dirigido a su segunda clase, ya que desde esta
posición la cultura se oscurece, se retuerce y se desvirtúa: he ahí su
tenebrosidad.
Por
su parte, el mito luminoso tiene como fin aclarar una realidad. El más rescatable
es el de la caverna de Platón. Al respecto, existe un documental titulado
“Gustavo Bueno: La vuelta a la caverna” (ver en YouTube), en donde se explica
la importancia que Bueno dio al “regreso”. Volver a la caverna para advertir de
la sombra a los hombres que viven en ella es la finalidad de la filosofía.
Bueno
comenta que en la actualidad lo más cercano a la caverna es la televisión, y es
ahí desde donde el hombre libre y racional debe decirles a los prisioneros cuál
es la verdadera realidad. La televisión o, ahora más que nunca, la Internet son
dos cavernas que merecen la intervención inmediata del pensador. Porque
regresar a la caverna, es decir, a las posiciones de la ignorancia —para
revertirla—, es una obligación y una responsabilidad.
Hay
una expresión popular de gran arraigo: “cuando muere el hombre, nace el mito”.
Entonces podemos ajustar dicha frase a nuestros fines explicativos y decir: “cuando
muere la cultura, nace el mito de la cultura”. ¿En qué sentido murió el reino
de la cultura? Y más precisamente, ¿cuándo nació este reino para morir después?
La cultura
La
palabra “cultura” llegó muy tardíamente al idioma español, pero en la forma de
un compuesto lexical: la agri-cultura. Etimológicamente, pues, las culturas
serían los cultivos. Por ello, la expresión “hombre culto” en el siglo XVII o XVIII
no era utilizada, y en su lugar equivalía a “hombre letrado”. ¿De dónde nace
entonces la idea de cultura como ahora la entendemos?
El
invento —como tantos otros “modernos”— fue alemán. No en vano, Bueno combate la
filosofía alemana (“de carácter luterano y subjetivista”) y reinventa un
sistema que puede explicar mejor la realidad desde el presente. Por lo tanto,
el escenario del “reino de la cultura” puede enfocarse mejor desde el
Materialismo Filosófico que —como he referido en artículos anteriores— no es el Materialismo Dialéctico, ni el Histórico,
ni el “grosero”.
Para
los griegos, hubiese sido muy complicado que entendieran la cultura como la
constituyeron los idealistas alemanes. La explicación es simple; para aquellos
(los griegos), los animales poseían cultura. El hombre sencillamente era un
imitador de la cultura —siempre “cultura animal”, por antonomasia—. Entonces el
ser humano solo copiaba lo que el animal ya había creado “culturalmente”.
Por
tal motivo —en la carrera de la evolución— nuestra especie fue creándose
ciertas actividades que le sirvieron para sostenerse y enriquecerse. Así,
salieron de las cavernas y edificaron chozas imitando el nido de las aves o
castores; o, aprendieron a tejer observando a las arañas; o, cantaron por rito
o diversión escuchando a los pájaros, etc. Lo que los cavernícolas creaban aquí
era la técnica, que después de milenios devino en ciencia.
Sin
embargo, desde el pensamiento alemán se define el “reino de la cultura” como
aquello que el hombre se ha fabricado para vivir cómodamente, en lugar de vivir
en el “reino de la naturaleza” que es hostil. La palabra “reino” aquí no está
puesta artificial ni impositivamente, sino deviene de la secularización de la
idea del “reino de la gracia”. Porque se logró extraer de la teología la idea
de “reino” y ponerlo en la filosofía: la cultura.
Una de las
explicaciones de este salto es que la filosofía quería superar el pensamiento
de la Edad Media y, en especial, el relato del Génesis. Pues Adán y Eva no
tenían cultura, ya que vivían en “gracia”. Entonces el “reino de la gracia”
debía tomar ribetes más humanos, para lo cual, la cultura fue la idea que mejor
se ajustaba. En esa transformación nace el mito de la cultura. Mito que, por lo
demás, se debe seguir develando. El libro está en sus manos.
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