Cuando
conocí a César Boyd, me encontraba observando los últimos minutos de un recital
poético. Yo tenía 18 años y en ese momento, quien dirigía la velada llamó a un
joven talento con cierto aire de reverencia, mencionando que se trataba del
líder de Signos, agrupación literaria que yo había rastreado en mi inquietud
juvenil para preguntarles qué es la poesía. Cuando lo invitaron a la mesa de
honor, él apareció al final del salón. Vestía una chompa beige y tenía puesta
una bufanda guinda oscuro cruzada en el cuello. Se le veía delgado y el aire
intelectual, esa aureola de poeta me quedó muy clara; por ello, decidí
abordarlo.
Se
presentó muy amable. Ese año había muerto Luciano Pavarotti y trataba de
explicarle que había escrito un poema de pie quebrado con tercetos alejandrinos
para dicho artista y él me respondió: “Has sido muy técnico para expresarte,
amigo”.
El
poemario es un suculento monstruo que ha logrado digerir a títulos como
“Heterónimos frente al espejo”, “Persistencia del alarido”, “La misa del yo
insaciable” y “Dos mil doce y otros poemas terminales”, en ese orden.
El libro empieza con una figura que se
diferencia del resto, por ser más rica en imágenes. Me atrevo a decir que es la
creación más joven de la muestra, no por el tiempo en que se escribió, sino
porque allí se evocan aún las alucinaciones de los amores juveniles, sometidos
a la honda reflexión del poeta, a quien considero un artista sumamente cuidadoso
con los detalles en la expresión de sus ideas. El protagonista de este poema-
relato- reflexión es Romeo y allí se pueden leer las siguientes frases: “Lo
artificial perdura nítidamente”, “alteración del ser”, “falsos monstruos”,
“diluyendo espectros” “confusión con los ojos” “trastorno contenido de un
bostezo”, lo cual nos da una clarísima noción de que se trata de un ensueño, un
ensueño que cubre como una aparición a todas las líneas del poema. Ni Romeo ni
Julieta ni el amor son reales, porque todo es producto de la fantasmagoría. Y,
a pesar de tratarse del género lírico, el final de aquel “relato” me parece
magistral y para colgar en la Casa de la Literatura:
La
estridencia, el desplomo de la madrugada, lo nebuloso
confunden
que frente a la mesa casi vacía
está
Julieta, hermosa, no debilitada,
articulando:
ya vamos, ya vamos
con
una actitud de amor que Romeo suele extrañar
cuando
amanece.
Se insiste hasta el final en lo
nebuloso, lo abstracto, lo cual manifiesta la ilusión que se va disolviendo con
la luz de día. ¿Un sueño? “Ya vamos, ya vamos” dice ella con un toque tan
femenino y uno se la puede imaginar jalando del brazo a Romeo, en el ambiente
descrito en el texto.
También me parece oportuno mencionar
otras frases como “Sus palabras se han encendido con la lámpara”. El verbo es
luz, amanecer. Posiblemente el poeta se proyecta sobre el personaje de aquel fragmento,
porque para un bardo las palabras son las portadoras del conocimiento y la
verdad, así como la fuerza que mueve todo el mecanismo abstracto de la
literatura, el carbón y la chispa de ese arte. Incluso nos dice: “Romeo ha
vuelto al bar”.
En el apartado de “Persistencia del
alarido” hay un poema del mismo nombre donde nos dice:
Me ha costado
volver a las palabras
como me lo han
predicho los oráculos:
acertaron
cuando mis
dominios iban pereciendo
y vulneraban mis
cultivos.
En el poema “Poesía” nos dice: “Eres más
ajena que las palabras complejas”, en un monólogo dirigido a la misma poesía.
Entonces entendemos, después de leer todo el texto, que el poeta no es el dueño
de esta fuerza, sino una simple antena, al modo platónico, que se encarga de
trasmitir la señal del universo a través de las palabras: “Eres más ajena/ que
los alientos de otras respiraciones”, insiste César.
Pero mi libro favorito es… ¡”La misa del
yo insaciable”! Desde el título, nos sugiere una idea de lo profano que me
encanta, pues, personalmente pienso que el Catolicismo es más artificial que la
noche de Romeo narrada en el poema de Boyd. Lo insaciable son los excesos, tal
vez los instintos. Además, este apartado de “El ojo indubitable” tiene un
lenguaje muy sencillo. Y creo que el comentario de este título va a terminar
tragándose a las apreciaciones del libro entero.
Este segmento comprende ocho poemas. Y
estos breves y concentrados textos poseen un aliento a vida y de vida que puede
percibirse en otros autores contemporáneos, pero que no cae en el prosaísmo de
una crónica, sino, arremete con sentencias contundentes. Aquí observamos al
Boyd viejo, con sus veredictos poéticos pues, “La misa del yo insaciable”, es su
libro en carne viva, valioso tanto para el lector común y corriente, como para
el cultísimo vate fabricado en los laboratorios de las tertulias y los cafés
artísticos.
Quiero citar uno de sus poemas:
Memoria
de un cuento
Yo he tendido a
la cosificación de las personas.
Y he tendido
a la
personificación de las cosas.
Los motivos
fueron simples:
muchos viejos
trajes que estimaba a muerte,
muchos enemigos
que fueron mi familia (…)
A través de este retruécano impecable,
nos muestra cierto aspecto decadente de la sociedad, donde el ser humano busca
el “ser” a través del “tener”. La prioridad de los bienes materiales, la
deshumanización de los sentimientos hacia las mismas personas, todo eso,
paradójicamente, muy humano y común en estos tiempos. Por ello, estos son los
poemas que aterrizan, lejos de metáforas y estridencias metafísicas, en el
sentir de un hombre que se ha hecho padre. Aparece, pues, la figura del hijo
para inocular una sangre nueva en el cerebro del yo poético, donde se abre un espacio
para otra dimensión más humana de su verbo:
Hijo mío,
tienes casi un
año.
Yo a tu edad
rompía libros de Cervantes.
Incluso las travesuras del vate están
relacionadas con la literatura. El poeta se proyecta sobre su hijo y le habla
orientándolo, fijándose en la etapa del pequeño:
Tú rompe lo que
te plazca.
Pero necesítame
para romper las
hierbas del camino.
Y es que escribir poemas sencillos es
uno de los oficios más difíciles. Una mujer bella no necesita de muchos
accesorios. De la misma forma, si el contenido posee fuerza por sí mismo no
necesita de adminículos, aretes o sortijas que deban impresionar con un boato
retórico y filudo. La sencillez, por ello, es la cúpula de los espíritus
antiguos y la forma de manifestar el mundo interno de los artistas
veteranos.
Y así como no creo en religiones de
templos carísimos, paradójicamente con intenciones caritativas, no creo en el
arte de las fórmulas químicas, de frases hechas. Y yendo al otro extremo,
tampoco en el afán de la nueva poesía, similar a los artículos periodísticos, a
las narraciones simples y antiestéticas.
Finalmente, en medio de este ambiente
insincero, aparece “El ojo indubitable”. Termino de leerlo y pienso en César
Boyd, en los temas que tratamos esa noche, en la poesía y en que el señor que
dirigía el recital fue un buen oráculo que bien pudo haber hecho una predicción
sobre la maestría de su último libro.
He aquí el arte con
los ojos abiertos.
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