lunes, 10 de febrero de 2020

"María Rosa Macedo: El descubrimiento de su novela" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (9-2-2020)

Un hallazgo memorable, entre otros muchos, al vivir por un año en el departamento de Ica ha sido la novela “Rastrojo” (1943) de María Rosa Macedo (1909-1991). Cuando ahora escucho su nombre de mi propia boca —o lo escribo con mi mano— se desprende un respeto absoluto e inconfundible, como solo se les puede tener a los grandes maestros.

El mismo respeto percibí que brotaba del promotor y poeta iqueño más representativo de la actualidad: César Panduro Astorga. Lo conocí en Pisco a propósito de un evento por el centenario del fallecimiento de Valdelomar. Al preguntarle por los novelistas de su región, me contestó: “¡No hay mejor que ella!”, mostrándome “Rastrojo” con reverencia.


Mi duda fue natural por lo que se dice de los nombres desconocidos, enredándome en un prejuicio innombrable. Semanas después, en un recorrido por Ica, adquirí varias obras de escritores locales, mientras que la dichosa novela solo pude conseguirla, previa cita, en la biblioteca “Abraham Valdelomar” de la Huacachina, un oasis de libros entre la arena.

La edición que compré contenía un prólogo contundente de Bryce Echenique, un retrato de la autora a partir de una entrevista que le hizo Mario Vargas Llosa, y las entrevistas de Panduro Astorga a Bryce y al hijo de María Rosa, el señor Federico Camino Macedo. Era una edición completamente rica para mis fines de profundización de las obras locales.



La vida de la autora hasta los diez años en la hacienda Montesierpe (lugar donde cuentan los expertos se fermentó el primer pisco de la historia) contribuyó a que sus personajes se desarrollen con una espontánea naturalidad. Las voces de los actantes se ajustan a su procedencia, producto de un estudio minucioso.

María Rosa partió a Lima y la sedujo la lectura como el hábito de las elegidas. En todos sus años de estudio en el colegio San Pedro, no hubo calificación ni reconocimiento mejor que los de ella. Ella era la Coco, como recuerda Bryce, una mujer tan unida al acto de pensar que ni las modas ni los trajes la sedujeron. Incluso su ornamento más destacado fue un bello gabán que con las décadas se iba destiñendo, gabán que la acompañó hasta el último día de su vida.

Mientras cursaba su carrera en Bellas Artes, dedicaba su tiempo libre también a destacadas actividades. El tenis, el básquet y la natación eran rutinas que sementaban su fortaleza femenina. Nada le impidió formar también clubes deportivos de mujeres, en los que ningún complejo o anacronía la contuvo.

Después de sus cuentos, nació “Rastrojo”. Bastó una sola novela para abrir “tanto y tan bien las puertas y ventanas del campo costeño y sureño del Perú”, como afirma Bryce en su prólogo. Fueron esas puertas y ventanas que pude recorrer en mis viajes por los distritos de Pisco, con los que entablé una relación tan imperecedera como intensa.

María Rosa Macedo fue una lectora total. Repasaba a William Faulkner como su mejor horizonte, incluso este autor le autografió un ejemplar de “Absalón, Absalón” cuando llegó al Perú por única vez. “Rastrojo” posee estas pinceladas de costumbres y misterios que el nobel estadounidense les imprimió a sus protagonistas y a sus pueblos alejados.

La entrada de la novela mantiene una tensión perfecta. Recrea la abolición de la esclavitud en la hacienda a través del discurso de un caporal. La sorpresa paralizante de los cautivos, la situación que no explicaban ni entendían y el posterior mandato de la propia voluntad, fueron entretejiéndose hasta reconstruir los pensamientos rumbo a un objetivo: la libertad del hombre.

Entre esa edificación de los seres nuevos, pero paradójicamente resignados a una vida casi inamovible en el campo y entre el pisco, nace una niña cuyo futuro sacrificio solo puede compararse con la Gertrudis en la novela “La tía Tula” de Unamuno, una mujer que representa la modernidad de la lucha y el máximo símbolo de este género literario: Martina.

La admiración de una mujer hacia otra mujer fue el móvil para que María Rosa Macedo llevara a Martina a la inmortalidad. Esta última fue una negrita de carne y hueso que conoció en la hacienda donde la autora  nació y creció. La atención obsesiva y justa, nunca sobreprotectora, de Martina hacia sus hijos y conocidos es la potencia del personaje.

En una comunidad sin ciencia médica, los indescifrables conjuros de Martina protegían de todo mal a los lugareños. El respeto que infundía esta era tan acentuado que ni siquiera nadie podría hablar mal si, por ejemplo, un extranjero se alojara en su casa —como sucedió en la historia desapercibidamente— y tuviera como producto posterior un hijo (el Gringo).

Este hijo de Martina adquiere un protagonismo fundamental en la tercera parte de la novela, titulada “Caminos de nostalgia”, en la que la esperanza conmociona. La autora toma partido social al demostrar que es posible una mejor vida en el pueblo de Vitoy (Humay-Pisco), pero solo con la vía insoslayable de la educación: lo que el Gringo consiguió en Lima.

Este hijo de Martina se abrió un espacio en la capital por medio del ejército, sosteniendo un conocimiento destacado junto a una implacable moral. Estos hechos son como un adelanto de lo que décadas después sucedió con el desplazamiento de los pobladores de las provincias hacia Lima. El Gringo fue la figura del triunfador que luego los años 70 volvió tópico.



Bryce advirtió que lo que diferenciaba a María Rosa Macedo de otros escritores era que ella ni la política ni el proselitismo le importó, sino solo la literatura, es decir, la historia bien escrita, que estaba por encima de cualquier propaganda. Sin embargo, para esta mujer admirable, había otro amor superior: la familia.

Con el nacimiento de su único hijo (Federico Camino), el acto de escribir fue relegado a un plano casi inexistente. Entre la dedicación familiar intensa, se tomaba espacios reducidos para leer o redactar, en un afán de no desfallecer ante la mirada impávida del pequeño. Era una lucha sin cuartel contra los demonios que aquejan a los verdaderos artistas.

Una mujer que legó al Perú un ejemplo de entusiasmo y sabiduría, una mujer que hizo de la lectura un impulso para crecer como una admirada intelectual, una mujer que estudió la narración para aplicarla en sus escritos y no para propagar los discursos del momento, esa mujer encontré en “Rastrojo”, una entidad diferenciada, un ser real-y-maravilloso.

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