martes, 13 de agosto de 2019

"Al borde del siglo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (16-6-2019)

Le estreché la mano por primera vez en abril de 2009. Fue un apretón largo y firme como solo pueden ser los movimientos del gusto y del placer. Su bigote corto y tupido al estilo Hitler, su calva prominente y pensante, sus ojos vidriosos y tiernos como dos rayos de luz, fueron las características que llamaron mi atención en aquel otoño.

Hasta ese momento, yo aún sabía poco de su peregrinaje a los 14 años desde la remota sierra hasta nuestra región. Pero con el tiempo llegaron a mis oídos los acontecimientos más disímiles y rudos de un personaje contrariado por las circunstancias, aunque con el triunfo que pocos podrían presumir: 99 años de vida y una salud intacta.

Dos años después de acabada la Primera Guerra Mundial, una joven de nombre Dominga Gallardo alumbró a un menudo niño quien se convertiría en el tronco de varias generaciones. Lo llamaron Abel. Era el 17 de junio de 1920 en aquel distrito de la provincia de Chota (Chiguirip). El presidente Augusto B. Leguía pretendía modernizar el Perú a punta de deuda externa, y solo habían pasado unos meses de la prematura muerte de Abraham Valdelomar. Eran otros tiempos.

El dolor persiguió a don Abel desde su más tierna mocedad. A los tres años de edad perdió a su padre, don Javier Guevara, quien fue asesinado de una ráfaga mortal. Debido a ello, desde muy niño emprendió un destino de trabajo y fatiga que bordeaba el extremo. La explotación que sufría de algunos parientes lo iba convenciendo que debía dejar su tierra y partir lejos.

Fue antes de cumplir los 15 que llegó a Chiclayo, como un Cid Campeador que desconoce los territorios que conquistará y a los cuales había sido desterrado. Estando entre las plantaciones de caña en Capote, trabajando como lo hacen los incansables, iba perdonando poco a poco a aquellos que le habían robado la niñez, quienes le impidieron estudiar y jugar, y convirtieron su mundo en el infierno tan temido.

Para mitigar sus pérdidas, años después se comprometió con su primera esposa. Era una mujer sumamente trabajadora que llevó nueve meses a su primer hijo: Alfonso. Cuando la vida le sonreía de una forma incomprendida para don Abel, sucede lo inesperado. Su esposa adquiere una enfermedad pulmonar que acabó con su vida y dejó en orfandad a su hijo de apenas unos pocos meses de nacido. La familia de la finada asumió la crianza de Alfonso, mientras don Abel se sumió en el dolor.

Sirvió en el Ejército Peruano una temporada y luego conoció a la que sería su segunda esposa. Transcurría una vida calma y feliz. Hasta que por esa época lo apresaron por un “lío de faldas” y estuvo un poco más de un año en una fría prisión purgando sus culpas. Encerrado recibe dos noticias que removieron más su existencia. Un mal fulminante acababa con la vida de su segunda esposa y, poco tiempo después, recibe la noticia del fallecimiento de su madre. Él, sin poder asistir a ambos entierros, le quedó encomendar a Dios aquellas dos almas que en ese momento eran las más importantes de su vida.

Al regresar a la sierra a los 36 años, conoce a una bella jovencita que impactaría en su vida rotundamente y que se convertiría en la madre de sus diez hijos venideros. Ella, de nombre Anilda, veía en él no solo la fortaleza sino la experiencia que los peregrinajes y el trabajo pueden formar en un hombre. Juntos levantaron unas parcelas y subsistieron de lo que la generosidad de la tierra les daba.

Los hijos nacían fuertes y crecían en la unidad familiar. Nueve de ellos vieron la luz por primera vez en aquel lejano distrito de la sierra que otra vez había albergado a don Abel después de su intempestivo destierro. Pero el destino de su familia no estaría ahí. Luego que su noveno hijo muriera muy pequeñito, enrumbaron a Chiclayo y todos juntos levantaron varios negocios que fueron sustento y protección.

Al cabo de un tiempo, don Abel no dejaría la oportunidad de tener un hijo más. Doña Anilda salió en estado de gestación, y un 23 de setiembre de 1982 apareció su última hija: Janet, quien después de 26 años de esa fecha se convertiría en mi esposa y madre de mis dos hijos.

Fue Janet la que en aquel abril de 2009 me llevara a la casa de su padre para estrechar la mano de aquel hombre que aún canta los huaynos más tristes, ordena lentamente su ropa y, para maravilla de todos, juega, juega con sus dedos, sus manos o con curiosos objetos, es decir, vuelve dentro de su imaginación a ser un niño, a ver otra vez el mundo que le quitaron a la fuerza. Ahora se venga de la vida con la salud perfecta, una amplia descendencia que lo adora y el orgullo de casi un siglo.

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