Juan
Ramón Jiménez decía que meter a un poeta en la academia era como meter un árbol
en el Ministerio de Agricultura. Este poeta español tal vez quiso manifestar
dos situaciones: el deseo de que ojalá nunca pueda suceder aquel traslado
(aquella intromisión), o la convicción de que es imposible que ocurra. Hermoso verso
que, como acción concreta, niega lo evidente: los intelectuales y los poetas de
estos tiempos hace rato que ya son “ministeriales”.
El
ministerio es la institucionalidad de un poder efímero, la base imperante y
modificable según convenga, la polis griega que mata a Sócrates (“la poesía es
filosofía en verso”, afirmaba un inteligente filólogo). Por lo tanto, si hay
poetas en los “ministerios” (ya ni decir “intelectuales”) no serán ellos los
que desafíen las propuestas triviales de la educación, y mucho menos señalen la
caída atroz en la enseñanza de la literatura.
Se
viven tiempos literarios de best sellers, de librillos sin fondo, de rapsodias
de superficie (tan es así que se llegó a la falsa noticia de que Pablo Coelho
había ganado el Premio Nobel de Literatura 2016, y lo peor: hubieron muchos que
lo creyeron). Esta literatura se ha colado en instituciones mostrando su rostro
más demacrado y más tísico, y la escuela es una de estas organizaciones donde
el problema es tan transparente que no se ve. Los profesores se han olvidado de
los clásicos. Han penetrado —en los Planes de Lectura— las historias de la
fantasía absurda (que luego se trivializa hasta el infinito en el cine), la
magia de lo tonto, el refrito del éxito, los juegos del hambre y del hombre. La
institucionalidad ha establecido una libertad para elegir lo pernicioso según
convenga a las billeteras. ¿Y el poeta? ¿Y el intelectual?
Para
las editoriales todopoderosas, el alto número de ventas importa más que el
mínimo número de aciertos. Los clásicos han sido cortados y resumidos (“para
que el alumno lo entienda mejor”) hasta la desaparición del impulso que les dio
vida. Las obras han sido mutiladas con el afán de aminorar el esfuerzo, y para que
la sola recreación sea el fondo de la lectura. Las biografías reemplazan ahora
el sitio que nunca debió dejar la consonancia entre vida, obra y lector (y
ahora con una nueva teoría del intérprete o transductor). Y, en la sorpresa más
apabullante, un colegio que se jacta de ser el principal forjador de
ingresantes a las universidades nacionales, da a sus adolescentes folletines e
historietas para que los dibujitos y los colorines reemplacen el legítimo arte
literario. ¿Y el poeta? ¿Y el intelectual? Bien, gracias.
¿Es
que el intelectual ha muerto? Afirmación de Terry Eagleton (Inglaterra) en su
trabajo “La muerte del intelectual”, ensayo que debe enfrentarse críticamente.
El intelectual en realidad no ha muerto, sino que se ha vendido, y de él no se
puede esperar nada que no sea políticamente correcto, sistemáticamente acrítico
y ridículamente ideológico. El filósofo Gustavo Bueno realiza un mejor enfoque del
tema en su trabajo “Los intelectuales, los nuevos impostores” (obligatorio
dejar de leerlo si se quiere ser “normal”).
La
desaparición (o muerte) del intelectual llega a ser solo una impostura más de
la posmodernidad, que está en la línea del “fin de la historia”, el “fin de la
ciencia”, “la universidad liquidada”, “el hombre ha muerto” y, todo ello
llegado desde la famosa frase de Nietzsche (abuelo de la Posmodernidad): “Dios
ha muerto”. Esta sucesión de terminaciones y hechos escatológicos podrían estar
acompañados forzadamente (ingenuamente) por uno más: “la muerte de la
literatura”, o en su variante, “la muerte de la enseñanza de la literatura”.
Con
este último deceso violento, los sistemas educativos funcionan en el área de
letras con una orfandad inverosímil y asumen a la literatura como un simple
apoyo para la alfabetización primaria y, posteriormente, un fuerte apoyo para
el analfabetismo funcional. En este penoso panorama, la educación no
necesitaría nada más que sencillos textos, o ya ni siquiera eso sino más bien
argumentillos de obras para desprender de ellos “valores” o “antivalores” tan
evidentes como infundados. Pues, por ejemplo, en El Quijote, supuestamente una
obra donde se rescata la idea de ir a favor de los ideales supremos, no se
aprecia que la más grande obra de la literatura universal es una crítica
escamoteada de los idealismos absurdos, y en donde el principal narrador es un
cínico —según lo comprueba de manera brillante el filólogo español Jesús G.
Maestro—. Y es más: la literatura es, o debe ser, justamente, un cínico y estético manejo de las ideas
para esconder la realidad que resulta “políticamente incorrecta”, y su
develamiento y análisis debe de estar regido por una medida de obligatoriedad
científica y crítica. ¿Se enterará de esto el Ministerio cuyas preocupaciones
actuales están centradas más en la defensa de ideologías? ¿Se enterará de eso
el intelectual o el poeta que cobra sueldos revisando tesis o fomentando la
“buena onda” o el espejismo de la bondad?
Chesterton
hacía decir a un personaje —en su novela “El hombre que fue Jueves”— una frase
que se ajusta a este momento: “El poeta es el sublevado sempiterno”. Casi en
esa línea de actitud se dirige el artículo “Poesía y universidad” del
colombiano Carlos Fajardo Fajardo, quien demuele la idea de un equilibrio entre
academia y poesía, porque “la universidad actual, prestadora de servicios, se
vuelve déspota contra las actividades poético-creativas, ya que éstas no se
proyectan como una inversión rentable. Entonces, a los poetas y artistas se les
margina, se le excluye e invisibiliza a través del silencio y el ninguneo. Por su condición libertaria, la
poesía, peligro de peligros para las instituciones, nada a contra corriente de
las cajas registradoras de los mercaderes de la educación”.
Por
su parte, en “Diatriba contra la Universidad actual”, el profesor Jesús G.
Maestro inyecta una cuota de realismo al tener la siguiente tesis con
argumentos sumamente sólidos: “Sin endogamia y sin prevaricación el actual sistema académico sería
imposible de sostener”. Pues “un sistema así se mantiene con la complicidad de
quienes no están de acuerdo con él pero colaboran con él, por dinero, por
cortesía, por cobardía, por amistad, por esperanza, por interés, por
incapacidad para hacer otra cosa”.
Entramos a este mundo de las letras por pasiones
de adolescente (¿el mito de la vocación?); seguimos la juvenil manera de pensar
que la literatura podría ser un buen trabajo (“ganar dinero con lo que te
apasiona”, se decía); continuamos viviendo una realidad pueril de afirmar con
convicción que la literatura puede reemplazarlo todo; afrontamos los problemas
que iban descubriendo una dura materialidad (pensar en el pan nuestro de cada día);
y ahora que el poeta y el intelectual se han vendido, queda caminar los
senderos críticos y difíciles, que muestran la contundente develación de la
verdadera poesía.
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