De
Finlandia hablan todos los que más o menos les asienta la pedagogía actual.
Pero pocos podrían contestar a la siguiente pregunta lanzada en una
conferencia: “Si Finlandia es la mejor educación del mundo, ¿por qué en ese
país existen la más alta tasa de alcoholemia y el índice más alto de suicidios
de toda Europa?”. La respuesta no es un enigma, o al menos lo será para
aquellos que basan el fenómeno educativo en el idealismo y la ilusión.
En
los últimos tiempos, las reformas educativas en el mundo se han alineado a lo
que la UNESCO —como organismo rector— y el examen PISA —como instrumento
evaluador— han concluido en torno a lo que la educación debe ser en el planeta.
Sin embargo, las consecuencias no siempre han sido meritorias. Es más, en
muchos casos se ha empeorado terriblemente y con resultados irreversibles.
El
profesor español Ricardo Moreno Castillo publicó en el 2006 uno de los libros
más críticos que se han escrito del tema: “Panfleto antipedagógico”. En ese
texto se pueden dar algunas luces concretas de lo que la educación se ha
convertido por culpa directa de políticas con fundamentos hiperpragmáticos o
extremadamente lúdicos. Todo apoyado en un principio ridículo: aprender a
aprender.
El
“aprender a aprender” es un genitivo replicativo, en la línea de ejemplos como “jugar
a jugar”, “cantar de cantares” o “nación de naciones”. Todos esos casos resultan
tener —en un agudo análisis— un vacío interpretativo, como lo pueden tener en
Literatura las retóricas fofas de Gracián, que Borges observó. Pero no siempre
el genitivo replicativo tiende a lo insustancial, sino que también existen
casos coherentes, como “padre del padre” (abuelo).
A
parte de esa falacia, el autor pone en evidencia otras más concretas. Para tal
fin, divide al libro en diez capítulos, de los cuales se pueden rescatar:
“Defensa de la memoria y los contenidos”, “La mentira de la motivación”, “La
falacia de la igualdad”, “La falsedad de la enseñanza obligatoria”, entre otros
importantes aportes críticos contra las palabras de los gurús hipócritas (o con
buena fe) de la educación.
Defensa de la
memoria y los contenidos
Hace
cuatro años, el colegio donde trabajaba nos brindó una capacitación. En ella se
planteaba —con gran convencimiento— que la formación era más importante que los
contenidos, y si el maestro avanzaba o no con lo programado era intrascendente;
pues el “proceso formativo” estaba por encima de los “temas” que podrían
resultar innecesarios para la vida y el futuro del alumno.
Pero
todo eso era solo en teoría, porque al fin y al cabo los temas se tenían que
terminar en el plazo previsto. Las discusiones sobre este asunto quedaban en el
aire, ya que éramos absorbidos por la burocracia y el ritmo del trabajo. Pero
tuvieron que pasar dos años para que —en la lectura y relectura de “Panfleto
antipedagógico”— pudiera encontrar un fundamento potente contra esos y otros discursos
de moda.
Sin
embargo, no ha sido desde hace cuatro años que se habla de que “la educación debe
ser diferente”. Desde los años noventa —en mi etapa secundaria— ya escuchaba
conjeturas inverosímiles como que “la memoria no sirve para nada”. Hace buen
tiempo que esta última frase se ha convertido en un fetiche, que cualquier profesor
“actualizado” adopta con el mismo rigor con que defiende el sagrado sueldo (esto
último sin absoluta ironía).
Moreno
Castillo afirma: “Una de las preguntas más absurdas que se plantean algunos
pedagogos es si son más importantes los contenidos que la formación. Es tan
falaz como preguntarse si para fabricar un cañón se ha de empezar por construir
un agujero o mejor por el hierro que rodea al agujero”. Y más adelante agrega:
“Formar a una persona sin enseñarle cosas es como pretender ordenar una
habitación vacía”.
De
este tema se ha escrito tanto y de tantas maneras —como dice la canción— que
sería imposible encontrar nuevas formas de hacerlo. La mayoría de autores
“motivadores” se han basado en lo que, en una conferencia, Julián Gómez Brea
llamó “el fundamentalismo del éxito” (ideología que pretende implantar un “feliz”
estado anímico constante y acrítico —e imposible— para cualquier circunstancia
y en todo lugar).
El
aula no ha sido ajena a este fenómeno “motivacional”, aunque no quitando que el
profesor podría hacer de un proceso difícil algo más ameno. Pero no se le puede
imponer al docente impartir su enseñanza mientras por decreto todos los alumnos
anden felices y tengan en la mira lo “importante” que es su aprendizaje. Pues hay
temas duros, aburridos y conllevan a inmensos esfuerzos, y la motivación aquí no
suplanta un analgésico.
El
autor cita una frase de Unamuno tan oportuna como genial: “El maestro que
enseña jugando acaba jugando a enseñar. El alumno que aprende jugando acaba
jugando a aprender”. Así es, la educación no es un juego, y aunque esto sea una
obviedad, parece que eso no lo toman en cuenta tantos pedagogos cuando quieren
hacer de la educación un experimento de laboratorio o un circo ajustado al
gusto de todos.
La falacia de la
igualdad
Pocas
escuelas se han perturbado con esta falacia. Pero las que están convencidas sin
ningún criterio de que hay que dar la idea de que todos los alumnos son
iguales, caen de inmediato en un callejón sin salida. El libro coloca un caso
bastante común: “Casi siempre que se habla de la necesidad de subir el nivel de
exigencia, sale alguien argumentando que eso atentaría contra la igualdad de
oportunidades”.
Eso genera que la
exigencia baje y que los profesores —a su vez— no se preparen ni les importe
profundizar en sus áreas. Ante este vacío, llenan los temas con juegos
divertidos de enseñanza, con distractores que escamotean la educación
científica o con ideologías que confunden a estudiantes con seres “exitosos”,
sin pretender ya dictar la materia sino jugar a educar, es decir, ya no ser
profesores sino pedagogos (impostores).