El
libro “La peste” de Albert Camus (Premio Nobel de Literatura) nos trae desde su
fondo prodigioso un paralelismo con un pueblo (¿fantasma?) esclavizado por la mafia,
y en casi su última página se puede leer: “En la noche ahora liberada, el deseo
bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux”. Sí, un rugido
todavía tenue se levanta por las calles del pueblo desde aquella noche de la
dignidad; pues los tentáculos todavía firmes podrían silenciar —en venganza— a las
voces que lanzan a los vientos las arengas de la justicia, y hacerlos pasar
como suicidas.
Desde
el inicio de la peste —desde el primer mes de un periodo que quiso ser eterno—
ya se notaba esa epidemia que iba creciendo sin control: los culpables más
débiles iban a las mazmorras para ser juzgados: chivos expiatorios de la
decadencia. Por su parte, la novela retrata en las ratas el símbolo de la
desgracia, así el viejo español le diría al doctor Rieux: “Salen muchas, se las
ve en todos los basureros, ¡es el hambre!”. Sí, era el hambre de las ratas las
que hizo su destino y su espectáculo espantoso. El riesgo de la ilegalidad se hace
más tentador en un pueblo en donde la impunidad acaba por malgastar las
esperanzas más firmes.
Como
suele suceder, nadie pensó en las consecuencias antes de que se instale el
virus. Por esa inocencia brutal es que seguimos siendo tan culpables. En una de
las páginas del libro de Camus hay una pregunta de la esposa del doctor Rieux:
“¿Qué historia es esa de las ratas?”. Y se encuentra con la respuesta que tal
vez todos nos damos en nuestras conciencias para tranquilizarnos: “No sé, es
cosa muy curiosa; ya pasará”. El pueblo se adormece, no sé piensa mal porque no
se piensa a secas. Alguna vez, cuando las conciencias no se compren con regalos
ni con becas de estudio, se podrá estructurar una democracia; porque lo que
quiere vender “la voz del poder” (en el sentido de Foucault) es un “lenguaje”
sin fondo. La democracia, en el sentido estricto, nunca ha tenido lugar y, tal
vez, nunca lo tendrá.
En
todo este embrollo de la perdición, hay personas en el pueblo que pueden
encontrar positiva a la peste. Cuando Rieux al cruzar la escalera se encuentra
con Jean Tarrou, le dice que el asunto de las ratas “va terminando por ser
irritante”. El joven Jean le contesta mientras miraba una rata agonizando: “En
cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido. No habíamos visto nunca nada
semejante, esto es todo. Pero yo lo encuentro interesante, sí, positivamente
interesante”. Como dentro de las rarezas humanas se instala el raudo
masoquismo, la insana persecución, las míseras hambrunas, la detestable
violencia; así también a veces esos golpes a la dignidad se aceptan, como una
maldición china, para ser más “interesante” la existencia: el mundo acaba por
romperse.
Pero
hay momentos como estos, de una luna clara, de una justicia alentadora, en
donde cualquiera de nosotros puede ser un personaje principal, como el doctor
Rieux, y hacer propia aquella frase que también ha rugido como un corazón
premonitorio: “En la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad.
Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe
de la abstracción”. Nos están matando, es una muerte lenta, una epidemia a la
que se le puede quitar los autos, el dinero, las joyas, los licores finos y
penetrar en sus fauces inaccesibles, pero que todavía no manejamos, porque en la
abstracción nos perdemos, porque no ubicamos el rigor de la cólera y, entre
tanta catástrofe, desmerecemos un ideal. No estamos preparados, pero hay que
intentar algo y no dejarnos apabullar por esa frase que reluce un pesimismo
existencialista en el libro: “Pero ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y
nada más”. ¿Es la vida y nada más?
El último párrafo del
libro es tan contundente que el comentario resulta innecesario: “Oyendo los
gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta
alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa
ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere
ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para
desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir
en una ciudad dichosa”. Esperemos que la ciudad jamás vuelva a ser esta.