miércoles, 10 de septiembre de 2014

"Crónica de un poeta en Huaraz" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (20/07/14)

La noche del viernes 4 de julio no cené con mi madre por su cumpleaños, pues debía abordar un ómnibus que me llevaría a uno de los paseos más maravillosos y apasionantes que he tenido hasta ahora, en mis treinta y dos años de existencia. Acompañado de cuarenta y seis colegas cargados de variados ímpetus, íbamos con dirección a un rumbo desconocido que en el transcurso de doce horas fue realidad soñada: la presencia de Huaraz.

Pero las doce horas pasaron lentas. Luego de una cena reconfortante cerca de Trujillo, cuyo restaurante ofrecía, no un caldo de gallina “viagra” como lo publicitan ciertos locales chiclayanos, sino un modesto plato de esencias de alas; digo que luego de esa cena, el sueño se apoderó de los cuerpos plácidos que durmieron silenciosos o emitiendo ruidos como de autos averiados que se unían al del ómnibus amagando curvas o deteniéndose en accidentados caminos. Todos durmieron apaciblemente, menos yo; pues traía detrás de mí un aparatoso dolor de columna que las faenas de corrector de libros por diez horas diarias, sentado, agravaron hace años. Todo el dolor importó poco cuando vimos, a las 6:30 de la mañana del sábado 5, la ciudad a través de los vidrios absolutamente humedecidos por el frío serrano de un día esencial. Habíamos llegado vivos.

No vi profesor que se resistiera a tomar fotografías de esos momentos, pues reflejaban la emoción de la primera impresión o del primer soroche pasajero. Luego de acomodarnos en las habitaciones y del desayuno tardío, nos enrumbamos a nuestro primer destino: la laguna de Chinancocha a 3850 msnm. Sin embargo, camino a ésta pasamos por una serie de acogedoras ciudades, cuyos nombres no retiene la memoria con excepción de uno: Yungay.

Después de una breve parada en una calurosa ciudad, cuya atracción era su iglesia colonial y sus helados de ron y cerveza, pasamos al Campo Santo de Yungay. A partir de ese momento, sentí que mi vida ya no sería la misma. Era la primera vez que estaba frente a una catástrofe que en mi imaginación se tornaba imperecedera y que reconstruirla resultó una caída emocional agravada por un hecho que me saltó a la vista: el negocio de la tragedia.

Me pasmó apreciar el inmenso Huascarán que, hace cuarenta y cuatro años, con el furor de un gigante intenso, desprendió miles de toneladas de hielo y lodo que chocaron contra las montañas inferiores, ocasionando el desprendimiento de más rocas gigantescas que sepultaron en cinco minutos la historia de un pueblo. Era un poblado de 25 mil habitantes que, en la frialdad del tiempo, se diría que pudieron ser más; pero acercándonos al hecho con la pasión por la vida, podemos indicar que los seres humanos nunca serán números, sino almas que las tragedias del mundo recogen para ser prototipos de finitud.
Yungay fue una lección para los que todavía quedamos en el mundo, y sus 393 sobrevivientes, que tal vez sonríen con más calma después de tantos años, son las almas que han tejido las realidades más concretamente ciertas de aquella ciudad; pues a través de la tragedia también se han tejido las leyendas que dan un condimento fundamental para entender cómo el ser humano siempre ha sentido pánico por la desaparición física; y es en ese contexto en donde el negocio de la exageración asoma para tocar el corazón de los turistas, sin ser tal vez ninguna exageración: bestial paradoja que nos permite seguir creyendo en que estamos andando seguros de nuestra condición de vivos.

Fue precisamente ese estado de placidez por la vida que nos permitió continuar, dejando atrás aquella ciudad en donde sólo una parte del arco de su iglesia comprobaba el horror de aquel terremoto del 29 de mayo de 1970.

El almuerzo fue acompañado de un licor fuerte para la digestión —tal vez para el pésame tardío—. Luego, las curvas del camino nos guiaron a Chinancocha, cuyas celestes aguas nos aplacaron la sed de la corta caminata. La filtración natural de la montaña nos estaba regalando una vista sorprendente: una laguna extensa en cuyas aguas navegamos en canoas, no sin antes cubriéndonos con flotadores condicionados a cuerpos de todas las anchuras. En esos instantes de navegación, era imposible no pensar que el Perú es el centro de Sudamérica, aunque parezca —al decir de César Hildebrandt— huachafa la expresión.

Al pasar por Caraz degustamos el dulce típico, producto de manos expertas, que regocijaba el paladar. La compra masiva de tarros que contenían el sabroso manjar pasó a ser —en la mente de cada colega— la promesa de alegría de sus hijos para que pueda aplacar, de cierta forma, el pequeño dolor por la ausencia paterna de tres días. Terminado el dulce episodio, regresamos a Huaraz, pues la noche naciente esperaba nuestra visita a la ciudad.

Después de una cena fortificante y varias copas de trago fuerte que serenaron el frío, caminamos por las calles llenas de un movimiento usual de sábado por la noche, y contemplamos la amplitud de una ciudad luminosa, el comercio de sus cueros o sus artesanías, la venta de guantes y chalinas de lana, la variedad de sus restaurantes típicos y atípicos, las mujeres hermosas de mejillas sonrosadas, el andar expectante de rubios desorbitados, el rock fortísimo de sus bares y los sonámbulos crecientes que retaban a la madrugada.

El Día del Maestro comenzó con la primera misa en una capilla a tres cuadras del hotel. La homilía sobre la soberbia humana fue certera para lo que vendría: casi el tocamiento del cielo. Luego, enrumbamos a la parte más alta de nuestro viaje y, dos horas y media después, estábamos en uno de los túneles más altos del Perú, a un poco menos de 5000 msnm. Respetando la altura que, en dos compañeros, hizo devolver por la boca lo que alguna vez fue comida, fuimos bajando hasta llegar al Templo Chavín, cuya fabulosa construcción hidráulica dejó pasmado a un ex estudiante de ingeniería, como lo fui yo antes de abandonar todo por la literatura.

Cuando el guía nos dijo que esta construcción —en su estado original— era más impresionante que la de Machu Picchu, me sentí orgulloso de pisar ese suelo. Pero ¿por qué no es considerada? Este Templo fue arruinado por un terremoto que hizo caer parte de la montaña y, como en Yungay, sepultó un gran segmento de su estructura. Desde entonces muchos arqueólogos, incluido Julio C. Tello, han puesto empeño en los trabajos para develar las maravillas de una de las más impresionantes obras de la historia del Perú y del mundo. Y como toda maravilla, tiene decenas de preguntas sin contestar, como la forma de cómo trasladaron las piedras tan pesadas de lugares increíblemente lejanos; cómo la medición del tiempo fue tan exacta que, cada vez que el guía describía una nueva manifestación del ingenio Chavín, llegaba a mi mente esas historias de extraterrestres o de semidioses que ayudaban a la construcción de edificios tan bien alineados con el universo y todas sus fases y constelaciones.  

El punto álgido fue cuando se narró la notable influencia del número siete en cada una de las zonas clave del Templo (plaza, lanzón monolítico, figuras, parques menores, etc.), incluso en la chacana, símbolo de dicha cultura. Por su parte, en el recorrido divisamos una sola cabeza clava que, en su solitaria espera, era el centro de atención de las cámaras que en todas las posiciones, incluso inverosímiles, completaban su labor reproductora: fotografías sosteniendo la cabeza en el aire, besándola, lamiéndola, golpeándola y otras formas simples que mi ojo ya no pudo advertir.

En todo el recorrido siempre nos acompañaba, como una música natural, el ruido portentoso del río que, como nos contaba el guía, en la época Chavín pasaba por los acueductos y canales establecidos con una precisión quirúrgica para poder reproducir un sonido ensordecedor de jaguar o cocodrilo y, de esa forma, atemorizar a los foráneos visitantes del templo.

Quizá sea inútil mencionar las medidas, las formas o los contornos exactos de cada parte del Templo, lo que sí se puede describir —en parte— es el latido del corazón en un acto simbólico al ingresar a los pasadizos laberínticos que llegaban al Lanzón monolítico y cuya dimensión divina no podíamos contemplar; pues un vidrio protector y un callejón estrecho impedía la fluidez de la visión.

Al dirigirnos a un restaurante, percibimos en éste unos adornos que simulaban collares de pared a pared, collares donde colgaban un centenar de bolsas de bodoques llenas de agua (secreto para espantar las moscas). Terminado el almuerzo y tarareando todavía el último vals clásico que tocaron en el restaurante, nos dirigimos al museo, en donde decenas de cabezas clavas nos esperaban para sorprendernos más.

Con las fotografías prohibidas, decomisaron las cámaras y las filmadoras por si hubiera algún intruso aprovechador de la soledad para retratar lo censurado. En estas circunstancias, sólo el ojo y la memoria pudieron percibir y retener los huacos antropomórficos decapitados, los aparatos que utilizaban los chavines para drogarse con el san Pedro, las réplicas de cerámicas que partieron a museos del mundo, el preponderante Lanzón clavado sobre una roca enorme, las piedras talladas con humanoides mágicos o embrujados, las arrugas de las cabezas de piedra que apilaban el paso de los años, los instrumentos de viento que fueron testigos de las ceremonias de agradecimiento a los dioses de la tierra y el cielo, y una serie de tesoros que la memoria terminó olvidando.

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