
Con
la lectura he transitado extraños caminos. Al principio las expectativas de su
práctica eran iluministas, olímpicas, jactanciosas. Luego pasaron a ser
deslindes, actos de vida, propuestas de sueños. ¿Hacia dónde he podido llegar
con la lectura, o hacia dónde han llegado otros con ésta? Pueden ser interrogantes
—hechas por este obstinado pasajero del planeta— que apuntan con extrema
modestia hacia las finalidades de cada cosa, justamente en este tiempo cuando
se proclama a toda costa que no hay grandes finalidades, sino pequeños sentidos
de vida, relativos, limitados y subjetivos.
Para
nadie es un secreto: el conocimiento da poder, y la forma de conseguirlo es la
lectura. Todo lo que se lea será guardado como un arsenal de armas de los
calibres más variados; y en las manos de un demente, ¿adónde iría a parar la
bomba atómica? Hemos sido testigos (en raras ocasiones) de políticos
conocedores, lectores, habilísimos y falsos, que representan el mejor ejemplo
del poder en acción alevosa, por consiguiente, del peor producto que puede dar
el acto “pueril” y consuetudinario de la lectura.
No
se debe explicitar que la práctica en sí misma de la lectura debe de ser la
panacea que los profesores tanto reclamamos en los estudiantes. La lectura no
es un fin. Con el tiempo, uno entiende lo que el finado profesor Constantino
Carvallo —a quien tuve la dicha de conocerle su profunda sencillez en una feria
del libro de Trujillo— había referido en su Diario
educar: Tribulaciones de un maestro desarmado: “Cuando encuentro a un ex
alumno en la calle, no me interesa saber qué estudia. No me interesa tampoco si
ha ingresado en primer puesto a una universidad porque igual puede ser un
canalla”.
A
este maestro tampoco le hubiese interesado que un ex alumno suyo haya leído la
Biblioteca de Babel que Borges refería, porque sabe que en las entrañas de la
educación, del estudio, de la intelectualidad, existe un discurrir ético que no
se puede soslayar, que es indispensable asumir con plena conciencia y que, más
aún, se encuentra detallado en las primeras páginas de todas las materias que
los profesores dictamos.
La
lectura no debe servir para que alguien se transforme en caballero andante, o para
ir a contracorriente y a ciegas, para que luego sufra al final de sus días el
arrepentimiento de lo que vivió (como terminó el Quijote); no debe servir como
instrumento para ir mezquinando toda idea de buena fe o humillando a las
personas sencillas. La lectura no tiene un hipervínculo con la locura, sino con
la conciencia. La lectura debe de ser sincera, leal, ajustada a una finalidad conductual,
con un horizonte guiado por la seriedad y la empatía, debe de ser un acto casi religioso
que conlleve a una solidez en todas las dimensiones del ser humano.
Creo en la lectura
como un acto de amor, de un complejo amor por el conocimiento, y en
consecuencia por el ser humano, por su pasado difuso y su futuro incierto. Y en
el acto de leer, siento algo así como un anhelo de que todas las almas se
junten para explicar la nada del mundo.
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