miércoles, 10 de septiembre de 2014

"La lectura, el poder y el fin" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (29/07/14)

Leer y no poder hacer nada contra la muerte. Leer a cada instante, sumido a veces en un desequilibrio insano. Entender la realidad mejor en el repaso que en el éxtasis, mejor en la tranquilidad que en los impulsos, e intentar vivir mejor. Tal vez sea sólo eso: transmitir conocimientos, ordenar pensares, recopilar rupturas y educar. Pero ¿hay algo más detrás de tanto libro genial?

Con la lectura he transitado extraños caminos. Al principio las expectativas de su práctica eran iluministas, olímpicas, jactanciosas. Luego pasaron a ser deslindes, actos de vida, propuestas de sueños. ¿Hacia dónde he podido llegar con la lectura, o hacia dónde han llegado otros con ésta? Pueden ser interrogantes —hechas por este obstinado pasajero del planeta— que apuntan con extrema modestia hacia las finalidades de cada cosa, justamente en este tiempo cuando se proclama a toda costa que no hay grandes finalidades, sino pequeños sentidos de vida, relativos, limitados y subjetivos.  

Para nadie es un secreto: el conocimiento da poder, y la forma de conseguirlo es la lectura. Todo lo que se lea será guardado como un arsenal de armas de los calibres más variados; y en las manos de un demente, ¿adónde iría a parar la bomba atómica? Hemos sido testigos (en raras ocasiones) de políticos conocedores, lectores, habilísimos y falsos, que representan el mejor ejemplo del poder en acción alevosa, por consiguiente, del peor producto que puede dar el acto “pueril” y consuetudinario de la lectura. 

No se debe explicitar que la práctica en sí misma de la lectura debe de ser la panacea que los profesores tanto reclamamos en los estudiantes. La lectura no es un fin. Con el tiempo, uno entiende lo que el finado profesor Constantino Carvallo —a quien tuve la dicha de conocerle su profunda sencillez en una feria del libro de Trujillo— había referido en su Diario educar: Tribulaciones de un maestro desarmado: “Cuando encuentro a un ex alumno en la calle, no me interesa saber qué estudia. No me interesa tampoco si ha ingresado en primer puesto a una universidad porque igual puede ser un canalla”.

A este maestro tampoco le hubiese interesado que un ex alumno suyo haya leído la Biblioteca de Babel que Borges refería, porque sabe que en las entrañas de la educación, del estudio, de la intelectualidad, existe un discurrir ético que no se puede soslayar, que es indispensable asumir con plena conciencia y que, más aún, se encuentra detallado en las primeras páginas de todas las materias que los profesores dictamos.

La lectura no debe servir para que alguien se transforme en caballero andante, o para ir a contracorriente y a ciegas, para que luego sufra al final de sus días el arrepentimiento de lo que vivió (como terminó el Quijote); no debe servir como instrumento para ir mezquinando toda idea de buena fe o humillando a las personas sencillas. La lectura no tiene un hipervínculo con la locura, sino con la conciencia. La lectura debe de ser sincera, leal, ajustada a una finalidad conductual, con un horizonte guiado por la seriedad y la empatía, debe de ser un acto casi religioso que conlleve a una solidez en todas las dimensiones del ser humano.

Creo en la lectura como un acto de amor, de un complejo amor por el conocimiento, y en consecuencia por el ser humano, por su pasado difuso y su futuro incierto. Y en el acto de leer, siento algo así como un anhelo de que todas las almas se junten para explicar la nada del mundo.

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