jueves, 5 de noviembre de 2020

"El respeto y el espectáculo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (5-11-2020)

La filosofía habla desde el presente y en retrospectiva. Es decir, pretende explicar un tiempo actual utilizando un conjunto de ideas que se enfrentan y edifican a través de los siglos. Por eso en los textos filosóficos se exige que sus verbos estén en presente simple. La búsqueda de la verdad actúa a diario.

Uno de los filósofos que mejor clarifica nuestro presente es el surcoreano Byung-Chul Han (1959). Sus libros publicados en el siglo XXI poseen contenidos de una actualidad constante; y nos pueden resultar tan familiares, aunque no simples, el tratado de la tecnología, el éxito, el trabajo o el estrés.

En ‘En el enjambre (2013) encontramos, entre muchos temas, el estudio de dos conceptos enfrentados: el respeto y el espectáculo. Etimológicamente, ambas palabras presentan un elemento que las conjuga: la mirada. El respeto es mirar otra vez, mientras el espectáculo es mirar sin distancia.

La acción de mirar otra vez’, o sea, de repasar o volver la vista, implica una necesaria distancia que separa al observador del elemento observado. El respeto siempre es distante y discreto. Por el contrario, el espectáculo, que corresponde a la anulación de la distancia, es inmediato e indiscreto.

El crecimiento del espectáculo en los medios de comunicación y, hoy en día, en las redes sociales está ligado a la exposición pornográfica de la vida privada, es decir, la desaparición del contenido discreto que tenemos de nuestra intimidad. La vida pública se alimenta de la vida privada y deviene en escándalo.  

Para el autor «lo público presupone, entre otras cosas, apartar la vista de lo privado bajo la dirección del respeto». Si esta fórmula falla, también el entendimiento fracasa. La mirada inmediata, producto del espectáculo, tiene como consecuencia la ignorancia del otro. Pues solo la distancia y el tiempo permiten pensar, con todo lo que este verbo implica.

Es en Roland Barthes donde mejor encuentra un concepto de lo privado’, a saber es la zona en la que ‘no soy una imagen’. Sin embargo, el medio digital convierte los ojos humanos en cámaras que enfocan imágenes. Este medio permite una puesta en escena constante e infinita, sin regreso.

No poder evitar ser imagen es intensificar la destrucción de las distancias. Es decir, es la proliferación del espectáculo a la manera pornográfica, con la anuencia de las voluntades de todos, sin coacción ni engaño. Es el no sentir distancia de nadie que atenúa la falta al respeto.

Según Byung-Chul Han, otro factor que destruye el respeto es el anonimato. La proliferación de opiniones sin nombre propio hacen más fuertes las tormentas de excremento, denominadas en inglés como shitstorms’, que son una indignación superficial e inmediata, en una palabra: espectacular, sin distancia.

La anulación del nombre propio evita la responsabilidad, la confianza y la promesa, tres condiciones esenciales que van ligadas a lo nominal. El autor afirma: «El nombre es la base del reconocimiento». Reconocimiento y respeto se complementan: conocer otra vez (re-conocer) es mirar otra vez (respeto).

Es resaltante la comparación que realiza el autor entre el poder y el respeto. En ambos casos, se requiere de una distancia para generar uno u otro. Tanto el poderoso como el respetable son modelos por seguir, o deberían serlo. No dialogan simétricamente (de tú a tú), sino desde su distancia los miramos.

lunes, 10 de febrero de 2020

"María Rosa Macedo: El descubrimiento de su novela" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (9-2-2020)

Un hallazgo memorable, entre otros muchos, al vivir por un año en el departamento de Ica ha sido la novela “Rastrojo” (1943) de María Rosa Macedo (1909-1991). Cuando ahora escucho su nombre de mi propia boca —o lo escribo con mi mano— se desprende un respeto absoluto e inconfundible, como solo se les puede tener a los grandes maestros.

El mismo respeto percibí que brotaba del promotor y poeta iqueño más representativo de la actualidad: César Panduro Astorga. Lo conocí en Pisco a propósito de un evento por el centenario del fallecimiento de Valdelomar. Al preguntarle por los novelistas de su región, me contestó: “¡No hay mejor que ella!”, mostrándome “Rastrojo” con reverencia.


Mi duda fue natural por lo que se dice de los nombres desconocidos, enredándome en un prejuicio innombrable. Semanas después, en un recorrido por Ica, adquirí varias obras de escritores locales, mientras que la dichosa novela solo pude conseguirla, previa cita, en la biblioteca “Abraham Valdelomar” de la Huacachina, un oasis de libros entre la arena.

La edición que compré contenía un prólogo contundente de Bryce Echenique, un retrato de la autora a partir de una entrevista que le hizo Mario Vargas Llosa, y las entrevistas de Panduro Astorga a Bryce y al hijo de María Rosa, el señor Federico Camino Macedo. Era una edición completamente rica para mis fines de profundización de las obras locales.



La vida de la autora hasta los diez años en la hacienda Montesierpe (lugar donde cuentan los expertos se fermentó el primer pisco de la historia) contribuyó a que sus personajes se desarrollen con una espontánea naturalidad. Las voces de los actantes se ajustan a su procedencia, producto de un estudio minucioso.

María Rosa partió a Lima y la sedujo la lectura como el hábito de las elegidas. En todos sus años de estudio en el colegio San Pedro, no hubo calificación ni reconocimiento mejor que los de ella. Ella era la Coco, como recuerda Bryce, una mujer tan unida al acto de pensar que ni las modas ni los trajes la sedujeron. Incluso su ornamento más destacado fue un bello gabán que con las décadas se iba destiñendo, gabán que la acompañó hasta el último día de su vida.

Mientras cursaba su carrera en Bellas Artes, dedicaba su tiempo libre también a destacadas actividades. El tenis, el básquet y la natación eran rutinas que sementaban su fortaleza femenina. Nada le impidió formar también clubes deportivos de mujeres, en los que ningún complejo o anacronía la contuvo.

Después de sus cuentos, nació “Rastrojo”. Bastó una sola novela para abrir “tanto y tan bien las puertas y ventanas del campo costeño y sureño del Perú”, como afirma Bryce en su prólogo. Fueron esas puertas y ventanas que pude recorrer en mis viajes por los distritos de Pisco, con los que entablé una relación tan imperecedera como intensa.

María Rosa Macedo fue una lectora total. Repasaba a William Faulkner como su mejor horizonte, incluso este autor le autografió un ejemplar de “Absalón, Absalón” cuando llegó al Perú por única vez. “Rastrojo” posee estas pinceladas de costumbres y misterios que el nobel estadounidense les imprimió a sus protagonistas y a sus pueblos alejados.

La entrada de la novela mantiene una tensión perfecta. Recrea la abolición de la esclavitud en la hacienda a través del discurso de un caporal. La sorpresa paralizante de los cautivos, la situación que no explicaban ni entendían y el posterior mandato de la propia voluntad, fueron entretejiéndose hasta reconstruir los pensamientos rumbo a un objetivo: la libertad del hombre.

Entre esa edificación de los seres nuevos, pero paradójicamente resignados a una vida casi inamovible en el campo y entre el pisco, nace una niña cuyo futuro sacrificio solo puede compararse con la Gertrudis en la novela “La tía Tula” de Unamuno, una mujer que representa la modernidad de la lucha y el máximo símbolo de este género literario: Martina.

La admiración de una mujer hacia otra mujer fue el móvil para que María Rosa Macedo llevara a Martina a la inmortalidad. Esta última fue una negrita de carne y hueso que conoció en la hacienda donde la autora  nació y creció. La atención obsesiva y justa, nunca sobreprotectora, de Martina hacia sus hijos y conocidos es la potencia del personaje.

En una comunidad sin ciencia médica, los indescifrables conjuros de Martina protegían de todo mal a los lugareños. El respeto que infundía esta era tan acentuado que ni siquiera nadie podría hablar mal si, por ejemplo, un extranjero se alojara en su casa —como sucedió en la historia desapercibidamente— y tuviera como producto posterior un hijo (el Gringo).

Este hijo de Martina adquiere un protagonismo fundamental en la tercera parte de la novela, titulada “Caminos de nostalgia”, en la que la esperanza conmociona. La autora toma partido social al demostrar que es posible una mejor vida en el pueblo de Vitoy (Humay-Pisco), pero solo con la vía insoslayable de la educación: lo que el Gringo consiguió en Lima.

Este hijo de Martina se abrió un espacio en la capital por medio del ejército, sosteniendo un conocimiento destacado junto a una implacable moral. Estos hechos son como un adelanto de lo que décadas después sucedió con el desplazamiento de los pobladores de las provincias hacia Lima. El Gringo fue la figura del triunfador que luego los años 70 volvió tópico.



Bryce advirtió que lo que diferenciaba a María Rosa Macedo de otros escritores era que ella ni la política ni el proselitismo le importó, sino solo la literatura, es decir, la historia bien escrita, que estaba por encima de cualquier propaganda. Sin embargo, para esta mujer admirable, había otro amor superior: la familia.

Con el nacimiento de su único hijo (Federico Camino), el acto de escribir fue relegado a un plano casi inexistente. Entre la dedicación familiar intensa, se tomaba espacios reducidos para leer o redactar, en un afán de no desfallecer ante la mirada impávida del pequeño. Era una lucha sin cuartel contra los demonios que aquejan a los verdaderos artistas.

Una mujer que legó al Perú un ejemplo de entusiasmo y sabiduría, una mujer que hizo de la lectura un impulso para crecer como una admirada intelectual, una mujer que estudió la narración para aplicarla en sus escritos y no para propagar los discursos del momento, esa mujer encontré en “Rastrojo”, una entidad diferenciada, un ser real-y-maravilloso.

martes, 14 de enero de 2020

"Un recorrido poético por Chiclayo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (12-1-2020)

Desde lejanas regiones, planeé que mi retorno sería poético. Un año fuera de estas calles dejaron en mi percepción una nostalgia excepcional. Extrañé, junto a estas tierras, la poesía ligada a la tertulia, la caminata y los libros de mi biblioteca que se empolvaban sin mí. Entonces cómo no atar mi retorno a una acción disímil. Era Chiclayo otra vez mi alegoría.

No más arreglé los asuntos que implican el establecimiento de la familia, reuní a los apasionados amigos de la poesía para llevar a cabo lo que desde meses antes ya estaba planeado: arribar al lugar donde las estatuas de los poetas ostentan perfección y, al pie de ellas, recitar los versos que alguna vez salieron de las manos purificadas de aquellos vates.

La faena debía ser sacrificada aparte de satisfactoria. ¡Debíamos caminar en el sol de las doce del mediodía en este verano ardiente! Así fue. La plenitud de la luz simbolizaba la contemplación de la poesía ante nuestros ojos; y la sed, la necesidad de arte ante un mundo indiferente. Nada es tan poético como la resistencia de un cuerpo cansado.

La oficina del vate Ernesto Zumarán fue nuestro punto de encuentro. Al llegar, Zumarán sujetaba dos ejemplares de su libro ganador del Premio Copé de Plata 2017, “La noche y su sombra”, que sería obsequiado a los jóvenes poetas Marcelo Tejada (18) y Wagner Jiménez (21) en un afán de generosidad natural. “¡Salgamos ahora!”, sentenció Ernesto.

Llegamos al parque Nicanor de la Fuente “Nixa”, quien dijo con inspiración instantánea en el día de la inauguración del lugar, casi veinte años atrás: “Ahora ya puedo decir cuando me pregunten dónde está mi casa: queda frente al parque Nixa; y si insisten en preguntar dónde queda el parque Nixa, les diré: frente a mi casa”. Así hablaba el ingenioso poeta.

Zumarán abrió el libro “3 poemas” y, frente a la estatua del Amauta, emitió primero las palabras más espléndidamente reivindicativas, luego leyó a Nixa en una espontánea manifestación de entusiasmo: “Un día de estos, sábelo Dios, Chiclayo, te lo digo / en confianza; a todo sol, a todo cielo y panorama, / te inventaré una calle más…”.

Tejiendo un nuevo camino, nos dirigimos a la estatua de José Eufemio Lora y Lora, al lado de la biblioteca nombrada en homenaje a él. La placa solo ostentaba un título: Poeta. Solo una palabra debajo de su nombre resumía el universo de su condición. Me tocó leer con mi voz que pretendía vencer el ruido de la hora punta del tráfico, y creo que lo logré.

“El bardo soñoliento de blonda cabellera / y de ojos vagabundos su beso saboreó. / ¿Recuerdas? La agonía. La súplica postrera, / la tarde moribunda. La nave que partió…”, así comienza el poema de José Eufemio “Aguas de Leteo”, que leí esa tarde entre los amigos formando un círculo ante la mirada sorprendida de los transeúntes.

Nuestros pasos nos llevaron al Ministerio de Cultura para encontrarnos con la estatua de Max Dextre. Sin embargo, solo nos permitieron ingresar hasta la parte frontal, estando el poeta Dextre al fondo de la vieja casona. Además, al encargado le preguntamos por la estatua de Delgado Bravo, y nos aseguró que solo en Monsefú había una. Fracasamos.

Avanzada la tarde, la poesía calaba como un calor de deferencia. Seguimos por la avenida Bolognesi para voltear en la calle 7 de enero. Hablábamos de Borges y su complejidad ostentosa, de Harold Bloom y su entrevero conceptual, de los surrealistas, la poesía underground y el amor, mientras el joven poeta Vladimir Bances (19) lo apuntaba todo.

Arribamos a otro puerto, el último: la estatua de Juan José Lora Olivares, el gran poeta que caminaba junto a Nixa por las calles de Chiclayo, pues los unía una amistad poderosa, aquel que en su juventud grabó un corazón para su amada entre las esquinas de 7 de enero y San José, y luego inmortalizó el instante en un tierno poema. Ahí nos detuvimos.

Wagner Jiménez se acomodó junto al bronce caliente de Juan José Lora, abrió una hermosa antología que consiguió en Lima deshojando con ternura las páginas hasta llegar a la 91, y empezó: “Antes que la muerte Dios hizo la vida / y, antes que la vida, Dios hizo el amor. / ¡Oh, mozo que quieres forjar tu universo / aprende a ser Dios! (…)”.

Ser Dios como exigencia infinita nos reveló el gran poeta. Los vates de esta bella tierra o prestados de otras latitudes aprendimos de versos chiclayanos, aprendimos a ser Dios, es decir, a intentar forjar un universo: el nuestro; pero más allá de todo, solo es aprender y aprender cuando las caminatas nos enseñen, los emblemas se recuerden y la esperanza renazca en la poesía para divisar, ya lejanos, los universos de los más grandes.