En
el fondo sabemos que es cierto lo expresado alguna vez por César Hildebrandt:
es huachafo decir que el Perú es el mejor país del mundo. Pero seguiremos
repitiendo esa expresión de orgullo mientras sea posible, aún cuando veamos con
cierto celo a la cocina francesa, el fútbol brasileño, la literatura argentina,
el idioma inglés, la fuerza alemana, la técnica japonesa, la política China, la
temeridad medio-oriental, los rascacielos gringos, los palacios de Europa, las
bodas reales, la historia de Cuba, el nacionalismo mexicano, la España
colonial, los diamantes africanos, la filosofía griega, los misiles de la OTAN, el petróleo
árabe, la música de Beethoven, las playas de Miami, las mujeres colombianas, a
Hollywood, a Londres, a Buenos Aires, a Bogotá y a Santiago de Chile.
Hay
cosas dignas de envidia, otras no. Nosotros tenemos nuestro Nobel, nuestro
Machu Picchu y nuestro Gastón Acurio; pero poseemos una herencia huérfana. Sabemos
poco de nosotros mismos y, en la actualidad, sólo en la identidad y el color de
un partido de fútbol llegamos —en algo— a definirnos (unirnos) mejor. El
racismo, esa lacra que poco a poco se va extirpando, le hace mucho daño al
Perú, porque como ideología a puesto los cimientos más poderosos para separar
un peruano de otro.
Ya
desde Mariátegui se hablaba de “la herencia colonial”, de ese racismo clasista
que en nombre de la dominación y el poder servía para establecer la diferencia
a través de los sentidos; es decir, si veían
a un blanco sin duda era poderoso, si se olía
mal se era un indio, si se escuchaba
un castellano con destellos de quechua se era ignorante, etc. Así, la
indefinición del espíritu humano, de lo inmaterial, pasó a centrar la atención
en lo material, en lo que se puede ver, oler u oír. Sin embargo, en la
actualidad estas diferencias se han ido disolviendo. En algunos casos esa
herencia racista ha cambiado de tónica. En ocasiones las etnias antes dominadas
han apostado, en cierta parte, por excluir en el mismo sentido material a otras
etnias; tal vez por protección, defensa o prevención, sin tener justificación
alguna; sin embargo, cada vez se toma más conciencia de ese esperpento llamado
racismo y se convive con menos prejuicios.
El
Perú ha visto pasar tantas fuerzas divisoras, tantos ingratos personajes,
tantas ideologías detestables; pero debe emprender un vuelo diferente. Pues es
en lo inmaterial en donde se encuentra su verdadero orgullo, y es ahí en donde
se debe construir su identidad para —por reflejo inmediato— ver su historia y
enaltecerla; y desde la educación empezar a sentirnos una nación que respeta y
se respeta; desde la religión, empezar a ennoblecer nuestra condición de seres
limitados; desde el civismo, a cultivar un trato amable y de conciencia social;
desde la historia, redefinirnos como una nación de un territorio inmenso y de
una espiritualidad portentosa.
Sentir orgullo de ser
peruano tendría que estar en relación directa con nuestras fortalezas internas,
propias y distinguibles; como lo que se expresa en nuestro arte que, siendo
cosmopolita, también posee el divino rol de pertenecer a la historia de mentes bien
peruanas.
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