viernes, 23 de julio de 2021

La filosofía en verso desde “Filosofía vulgar” - Por: César Boyd Brenis - Diario Correo (23/7/2021)

Toda definición novedosa de poesía trae consigo una estela de polémica. El caso más próximo aconteció hace pocos años cuando un filólogo español remarcó: “La poesía es filosofía en verso”.

Si la poesía es también filosofía, con sus rasgos particulares y su envestidura, resulta adecuada —y hasta comprobatoria— la formulación de Luis Eduardo García al denominar a su libro “Filosofía vulgar”.

El calificativo “vulgar” puede entenderse en una acepción para este caso: “lo que más abunda”. Aquí está implícito que, en sus estados de “pureza”, filosofía y poesía adquieren una separación.

Por un lado privilegiado está la filosofía llamada “académica”, buscadora de la verdad, criticadora del entorno antiguo y venidero, y que es vista a priori por encima de la filosofía “vulgar” en tanto poesía, ocupadora de un lugar de menos relevancia.

En “Filosofía vulgar”, la poesía conjuga experiencia subjetiva muy latente con elegancia versificadora. Esa combinación refleja lo que el libro quiere acumular: la línea proverbial, que es “lo que más abunda” en el imaginario de la cultura.

Ya el poema de título homónimo advierte: “El sentido común no es obra de la razón,/ sino de la experiencia” (p. 137). El yo poético nutrido de experiencia es el arma mejor construida, pues no necesita del lado “académico” para elevar sus ideas.

Por su parte, el imaginario popular entiende “filosofía”, entre otras formas, como proverbio, cuyo motor es concebido desde el rigor de la sabiduría, hija de la experiencia y fuente de la poesía, es decir, fuente de la filosofía “vulgar”.

La experiencia de cada persona está petrificada en un proverbio, es decir, en la construcción de un mapa que guía las acciones futuras y trasciende en los procederes de los otros (en segunda persona): “Has amado a la bestia equivocada” (p. 34), “Tú eres tal vez el legado” (p. 75) y “Nada puede escapar de ti” (p. 104).

El libro se asienta en lo proverbial a pesar que posee tres partes (poemarios) relativamente separadas por temáticas y por tiempos de publicación. Así tenemos: “Teorema del navegante” (TN), “La unidad de los contrarios” (UC) y “Filosofía vulgar” (FV).

El autor ha propuesto una línea discursiva unitaria en dichas partes al articular tres grandes temas filosóficos envueltos muchas veces en la cotidianidad y la acción mundana. En TN se identifica la libertad; en UC, el amor; y en FV, la realidad. En las tres partes la línea proverbial (filosófica-vulgar) no perece. Esta permanencia actúa como explicación para que la última parte (FV) dé el título al conjunto entero.

En TN, lanza la primera estocada: “Estar atado de manos no es el fin,/ es el comienzo de la libertad”. La idea de libertad empieza por anular el maniqueísmo: “No existe el bueno y el malo,/ únicamente existimos porque el espejo nos refleja”.

A partir de esa disolución poética, el ir y venir del “navegante” sin límites desemboca en un proverbio furibundo: “El viaje fidedigno es arribar a ninguna dársena” (p. 69). Es decir, no estar en calma. En otras palabras: ser libre. La libertad no se entiende sin el desorden y el riesgo.

En UC, se apela a una ley física conocida: los polos opuestos se atraen. Esa atracción no solo se establece en el vínculo hombre-mujer, sino que amplía su proyección en su forma abstracta a lo que rodea al amor o a las pasiones: “Entre lo muerto y lo vivo,/ entre el caos y el orden,/ entre el olvido y la memoria,/ entre el accidente y la causa,/ entre el amor y el odio” (p. 94).

El tono de esta segunda parte se ensambla perfectamente con las máximas inapelables que emite el yo poético: “Amar sin ser amado/ es una catástrofe de la especie,/ aunque le ocurra a un solo hombre” (p. 73), “Por los ojos entra el amor/ y por allí mismo sale” (p. 74), “Lo austero es la riqueza/ de los solitarios” (p. 75).

En FV, los epígrafes de Cioran y Kant podrían ubicarse incluso al comienzo del libro, y no desencajarían. El primero reclama la lucidez para sacarnos de lo vulgar. Sin embargo, existe otra frase del francés —no aparecida en el libro— que reza: “La filosofía no es posible más que como fragmentos”. Lo que significa que no son necesarios los sistemas filosóficos de los académicos, sino la reflexión aislada, fragmentaria, es decir, la filosofía “vulgar”.

Por su parte, el epígrafe de Kant afirma que no se aprende filosofía, sino a filosofar. Así, el libro no trata de ubicarse en un sistema, sino empuja la experiencia como circuito para la reflexión.

La osadía del libro es haberse ubicado en ese limbo de las ideas. En un tiempo en que la poesía está inundada de descripciones metafóricas donde solo se insinúa la realidad sin ideas, “Filosofía vulgar” se detiene en el aparato crítico y se arriesga a filosofar en verso.

domingo, 11 de abril de 2021

"Antonio Salerno y la búsqueda de la obra" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (11/4/2021)


No es casualidad que Antonio Salerno haya dejado Chiclayo y decidido alojarse en un pequeño departamento en Miraflores (Lima). Su búsqueda angustiante de la soledad ha sido complemento con un lugar especial para escribir.

Tampoco es casualidad que este centro de inspiración haya sido la modesta vivienda donde pasó los últimos días de su vida Georgette de Vallejo, la viuda de nuestro poeta universal. Estos condimentos del destino buscado llevaron a Salerno a tomar una decisión.

Después de una década de postergaciones y de prestar atención a otros trabajos que lo distraían del objetivo, el novelista decidió concluir de una vez por todas la historia de un grupo de personajes tan atípicos como reales.

Antonio, un pensador constante en la muerte, en su desaparición absoluta, se había propuesto dejar cuanto antes un legado que testifique los excesos sociales y políticos que muestran las universidades del Estado en su pretensión de sacar lo peor de sí.

Antes ya había publicado dos historias cortas en el libro “El ruido del silencio”. La primera es la versión aumentada y corregida de "La Joya y el eunuco", que el mismo autor publicó hace algunos años en su primer contacto novelístico.

Ese texto se ubica entre la novela policial y la histórica. Lo primero, por un dato sorpresivo que se reluce al final de la historia, en el que un personaje casi sin importancia toma vuelo para redondear la trama irresuelta.    

Lo segundo, por desear ajustarse al contexto post reforma agraria, en la ruina de una familia de hacendados, que el imaginario popular hubo alimentado, y que el autor escogió en un afán de plasmar esa condenación irreparable.

El autor ha pasado ya los treinta años y ha obtenido algunos pergaminos en concursos de cuento y poesía. Además, es un personaje que representa cierta contracultura que, alimentada por el análisis obsesivo, se ve reflejada en su obra.

El tiempo de encierro por la pandemia le ha sido propicio en cuanto a facilitar el ritmo de avance en su trabajo literario. Por eso que, entre el vigor y el desgano, terminó “Caza de cuervos”, la novela que engloba en su estructura y en sus ideas una visible madurez.

No es extraño este logro. Las obsesiones de Salerno se entremezclan con alejamientos prósperos y desenfrenos aislados. Estos ritmos de vida se condicen con las expresiones polémicas y viscerales que ha emitido en ciertos contextos.

La imagen de “chico malcriado” no lo libra de su responsabilidad de mejorar su obra cada día. Esta es sobre todo el centro de sus obsesiones, que pueden desembocar en inseguridades que apuntan hasta en la colocación de comas.

Estos detalles de perfeccionismo se aprecian además en el desprecio por ciertas palabras, la búsqueda de la regla actualísima de las mayúsculas o la restructuración de párrafos y oraciones. A todo esto se suma incluso la inversión económica para buscar nuevas miradas.

Antonio todo lo tamiza y lo pule. “Caza de cuervos” es la finalización de una ronda de permutaciones y pruebas en torno a las historias que se superponen y se complementan. El inicio y el punto final encierran un trabajo admirable.

Nada es casualidad en sus desenlaces, como tampoco que el libro sea publicado en este 2021. Las ideas de la historia se compactan con la actual situación social. En ese contexto de espejo perturbador, es sin duda la novela del Bicentenario.  

jueves, 5 de noviembre de 2020

"El respeto y el espectáculo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (5-11-2020)

La filosofía habla desde el presente y en retrospectiva. Es decir, pretende explicar un tiempo actual utilizando un conjunto de ideas que se enfrentan y edifican a través de los siglos. Por eso en los textos filosóficos se exige que sus verbos estén en presente simple. La búsqueda de la verdad actúa a diario.

Uno de los filósofos que mejor clarifica nuestro presente es el surcoreano Byung-Chul Han (1959). Sus libros publicados en el siglo XXI poseen contenidos de una actualidad constante; y nos pueden resultar tan familiares, aunque no simples, el tratado de la tecnología, el éxito, el trabajo o el estrés.

En ‘En el enjambre (2013) encontramos, entre muchos temas, el estudio de dos conceptos enfrentados: el respeto y el espectáculo. Etimológicamente, ambas palabras presentan un elemento que las conjuga: la mirada. El respeto es mirar otra vez, mientras el espectáculo es mirar sin distancia.

La acción de mirar otra vez’, o sea, de repasar o volver la vista, implica una necesaria distancia que separa al observador del elemento observado. El respeto siempre es distante y discreto. Por el contrario, el espectáculo, que corresponde a la anulación de la distancia, es inmediato e indiscreto.

El crecimiento del espectáculo en los medios de comunicación y, hoy en día, en las redes sociales está ligado a la exposición pornográfica de la vida privada, es decir, la desaparición del contenido discreto que tenemos de nuestra intimidad. La vida pública se alimenta de la vida privada y deviene en escándalo.  

Para el autor «lo público presupone, entre otras cosas, apartar la vista de lo privado bajo la dirección del respeto». Si esta fórmula falla, también el entendimiento fracasa. La mirada inmediata, producto del espectáculo, tiene como consecuencia la ignorancia del otro. Pues solo la distancia y el tiempo permiten pensar, con todo lo que este verbo implica.

Es en Roland Barthes donde mejor encuentra un concepto de lo privado’, a saber es la zona en la que ‘no soy una imagen’. Sin embargo, el medio digital convierte los ojos humanos en cámaras que enfocan imágenes. Este medio permite una puesta en escena constante e infinita, sin regreso.

No poder evitar ser imagen es intensificar la destrucción de las distancias. Es decir, es la proliferación del espectáculo a la manera pornográfica, con la anuencia de las voluntades de todos, sin coacción ni engaño. Es el no sentir distancia de nadie que atenúa la falta al respeto.

Según Byung-Chul Han, otro factor que destruye el respeto es el anonimato. La proliferación de opiniones sin nombre propio hacen más fuertes las tormentas de excremento, denominadas en inglés como shitstorms’, que son una indignación superficial e inmediata, en una palabra: espectacular, sin distancia.

La anulación del nombre propio evita la responsabilidad, la confianza y la promesa, tres condiciones esenciales que van ligadas a lo nominal. El autor afirma: «El nombre es la base del reconocimiento». Reconocimiento y respeto se complementan: conocer otra vez (re-conocer) es mirar otra vez (respeto).

Es resaltante la comparación que realiza el autor entre el poder y el respeto. En ambos casos, se requiere de una distancia para generar uno u otro. Tanto el poderoso como el respetable son modelos por seguir, o deberían serlo. No dialogan simétricamente (de tú a tú), sino desde su distancia los miramos.

lunes, 10 de febrero de 2020

"María Rosa Macedo: El descubrimiento de su novela" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (9-2-2020)

Un hallazgo memorable, entre otros muchos, al vivir por un año en el departamento de Ica ha sido la novela “Rastrojo” (1943) de María Rosa Macedo (1909-1991). Cuando ahora escucho su nombre de mi propia boca —o lo escribo con mi mano— se desprende un respeto absoluto e inconfundible, como solo se les puede tener a los grandes maestros.

El mismo respeto percibí que brotaba del promotor y poeta iqueño más representativo de la actualidad: César Panduro Astorga. Lo conocí en Pisco a propósito de un evento por el centenario del fallecimiento de Valdelomar. Al preguntarle por los novelistas de su región, me contestó: “¡No hay mejor que ella!”, mostrándome “Rastrojo” con reverencia.


Mi duda fue natural por lo que se dice de los nombres desconocidos, enredándome en un prejuicio innombrable. Semanas después, en un recorrido por Ica, adquirí varias obras de escritores locales, mientras que la dichosa novela solo pude conseguirla, previa cita, en la biblioteca “Abraham Valdelomar” de la Huacachina, un oasis de libros entre la arena.

La edición que compré contenía un prólogo contundente de Bryce Echenique, un retrato de la autora a partir de una entrevista que le hizo Mario Vargas Llosa, y las entrevistas de Panduro Astorga a Bryce y al hijo de María Rosa, el señor Federico Camino Macedo. Era una edición completamente rica para mis fines de profundización de las obras locales.



La vida de la autora hasta los diez años en la hacienda Montesierpe (lugar donde cuentan los expertos se fermentó el primer pisco de la historia) contribuyó a que sus personajes se desarrollen con una espontánea naturalidad. Las voces de los actantes se ajustan a su procedencia, producto de un estudio minucioso.

María Rosa partió a Lima y la sedujo la lectura como el hábito de las elegidas. En todos sus años de estudio en el colegio San Pedro, no hubo calificación ni reconocimiento mejor que los de ella. Ella era la Coco, como recuerda Bryce, una mujer tan unida al acto de pensar que ni las modas ni los trajes la sedujeron. Incluso su ornamento más destacado fue un bello gabán que con las décadas se iba destiñendo, gabán que la acompañó hasta el último día de su vida.

Mientras cursaba su carrera en Bellas Artes, dedicaba su tiempo libre también a destacadas actividades. El tenis, el básquet y la natación eran rutinas que sementaban su fortaleza femenina. Nada le impidió formar también clubes deportivos de mujeres, en los que ningún complejo o anacronía la contuvo.

Después de sus cuentos, nació “Rastrojo”. Bastó una sola novela para abrir “tanto y tan bien las puertas y ventanas del campo costeño y sureño del Perú”, como afirma Bryce en su prólogo. Fueron esas puertas y ventanas que pude recorrer en mis viajes por los distritos de Pisco, con los que entablé una relación tan imperecedera como intensa.

María Rosa Macedo fue una lectora total. Repasaba a William Faulkner como su mejor horizonte, incluso este autor le autografió un ejemplar de “Absalón, Absalón” cuando llegó al Perú por única vez. “Rastrojo” posee estas pinceladas de costumbres y misterios que el nobel estadounidense les imprimió a sus protagonistas y a sus pueblos alejados.

La entrada de la novela mantiene una tensión perfecta. Recrea la abolición de la esclavitud en la hacienda a través del discurso de un caporal. La sorpresa paralizante de los cautivos, la situación que no explicaban ni entendían y el posterior mandato de la propia voluntad, fueron entretejiéndose hasta reconstruir los pensamientos rumbo a un objetivo: la libertad del hombre.

Entre esa edificación de los seres nuevos, pero paradójicamente resignados a una vida casi inamovible en el campo y entre el pisco, nace una niña cuyo futuro sacrificio solo puede compararse con la Gertrudis en la novela “La tía Tula” de Unamuno, una mujer que representa la modernidad de la lucha y el máximo símbolo de este género literario: Martina.

La admiración de una mujer hacia otra mujer fue el móvil para que María Rosa Macedo llevara a Martina a la inmortalidad. Esta última fue una negrita de carne y hueso que conoció en la hacienda donde la autora  nació y creció. La atención obsesiva y justa, nunca sobreprotectora, de Martina hacia sus hijos y conocidos es la potencia del personaje.

En una comunidad sin ciencia médica, los indescifrables conjuros de Martina protegían de todo mal a los lugareños. El respeto que infundía esta era tan acentuado que ni siquiera nadie podría hablar mal si, por ejemplo, un extranjero se alojara en su casa —como sucedió en la historia desapercibidamente— y tuviera como producto posterior un hijo (el Gringo).

Este hijo de Martina adquiere un protagonismo fundamental en la tercera parte de la novela, titulada “Caminos de nostalgia”, en la que la esperanza conmociona. La autora toma partido social al demostrar que es posible una mejor vida en el pueblo de Vitoy (Humay-Pisco), pero solo con la vía insoslayable de la educación: lo que el Gringo consiguió en Lima.

Este hijo de Martina se abrió un espacio en la capital por medio del ejército, sosteniendo un conocimiento destacado junto a una implacable moral. Estos hechos son como un adelanto de lo que décadas después sucedió con el desplazamiento de los pobladores de las provincias hacia Lima. El Gringo fue la figura del triunfador que luego los años 70 volvió tópico.



Bryce advirtió que lo que diferenciaba a María Rosa Macedo de otros escritores era que ella ni la política ni el proselitismo le importó, sino solo la literatura, es decir, la historia bien escrita, que estaba por encima de cualquier propaganda. Sin embargo, para esta mujer admirable, había otro amor superior: la familia.

Con el nacimiento de su único hijo (Federico Camino), el acto de escribir fue relegado a un plano casi inexistente. Entre la dedicación familiar intensa, se tomaba espacios reducidos para leer o redactar, en un afán de no desfallecer ante la mirada impávida del pequeño. Era una lucha sin cuartel contra los demonios que aquejan a los verdaderos artistas.

Una mujer que legó al Perú un ejemplo de entusiasmo y sabiduría, una mujer que hizo de la lectura un impulso para crecer como una admirada intelectual, una mujer que estudió la narración para aplicarla en sus escritos y no para propagar los discursos del momento, esa mujer encontré en “Rastrojo”, una entidad diferenciada, un ser real-y-maravilloso.

martes, 14 de enero de 2020

"Un recorrido poético por Chiclayo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (12-1-2020)

Desde lejanas regiones, planeé que mi retorno sería poético. Un año fuera de estas calles dejaron en mi percepción una nostalgia excepcional. Extrañé, junto a estas tierras, la poesía ligada a la tertulia, la caminata y los libros de mi biblioteca que se empolvaban sin mí. Entonces cómo no atar mi retorno a una acción disímil. Era Chiclayo otra vez mi alegoría.

No más arreglé los asuntos que implican el establecimiento de la familia, reuní a los apasionados amigos de la poesía para llevar a cabo lo que desde meses antes ya estaba planeado: arribar al lugar donde las estatuas de los poetas ostentan perfección y, al pie de ellas, recitar los versos que alguna vez salieron de las manos purificadas de aquellos vates.

La faena debía ser sacrificada aparte de satisfactoria. ¡Debíamos caminar en el sol de las doce del mediodía en este verano ardiente! Así fue. La plenitud de la luz simbolizaba la contemplación de la poesía ante nuestros ojos; y la sed, la necesidad de arte ante un mundo indiferente. Nada es tan poético como la resistencia de un cuerpo cansado.

La oficina del vate Ernesto Zumarán fue nuestro punto de encuentro. Al llegar, Zumarán sujetaba dos ejemplares de su libro ganador del Premio Copé de Plata 2017, “La noche y su sombra”, que sería obsequiado a los jóvenes poetas Marcelo Tejada (18) y Wagner Jiménez (21) en un afán de generosidad natural. “¡Salgamos ahora!”, sentenció Ernesto.

Llegamos al parque Nicanor de la Fuente “Nixa”, quien dijo con inspiración instantánea en el día de la inauguración del lugar, casi veinte años atrás: “Ahora ya puedo decir cuando me pregunten dónde está mi casa: queda frente al parque Nixa; y si insisten en preguntar dónde queda el parque Nixa, les diré: frente a mi casa”. Así hablaba el ingenioso poeta.

Zumarán abrió el libro “3 poemas” y, frente a la estatua del Amauta, emitió primero las palabras más espléndidamente reivindicativas, luego leyó a Nixa en una espontánea manifestación de entusiasmo: “Un día de estos, sábelo Dios, Chiclayo, te lo digo / en confianza; a todo sol, a todo cielo y panorama, / te inventaré una calle más…”.

Tejiendo un nuevo camino, nos dirigimos a la estatua de José Eufemio Lora y Lora, al lado de la biblioteca nombrada en homenaje a él. La placa solo ostentaba un título: Poeta. Solo una palabra debajo de su nombre resumía el universo de su condición. Me tocó leer con mi voz que pretendía vencer el ruido de la hora punta del tráfico, y creo que lo logré.

“El bardo soñoliento de blonda cabellera / y de ojos vagabundos su beso saboreó. / ¿Recuerdas? La agonía. La súplica postrera, / la tarde moribunda. La nave que partió…”, así comienza el poema de José Eufemio “Aguas de Leteo”, que leí esa tarde entre los amigos formando un círculo ante la mirada sorprendida de los transeúntes.

Nuestros pasos nos llevaron al Ministerio de Cultura para encontrarnos con la estatua de Max Dextre. Sin embargo, solo nos permitieron ingresar hasta la parte frontal, estando el poeta Dextre al fondo de la vieja casona. Además, al encargado le preguntamos por la estatua de Delgado Bravo, y nos aseguró que solo en Monsefú había una. Fracasamos.

Avanzada la tarde, la poesía calaba como un calor de deferencia. Seguimos por la avenida Bolognesi para voltear en la calle 7 de enero. Hablábamos de Borges y su complejidad ostentosa, de Harold Bloom y su entrevero conceptual, de los surrealistas, la poesía underground y el amor, mientras el joven poeta Vladimir Bances (19) lo apuntaba todo.

Arribamos a otro puerto, el último: la estatua de Juan José Lora Olivares, el gran poeta que caminaba junto a Nixa por las calles de Chiclayo, pues los unía una amistad poderosa, aquel que en su juventud grabó un corazón para su amada entre las esquinas de 7 de enero y San José, y luego inmortalizó el instante en un tierno poema. Ahí nos detuvimos.

Wagner Jiménez se acomodó junto al bronce caliente de Juan José Lora, abrió una hermosa antología que consiguió en Lima deshojando con ternura las páginas hasta llegar a la 91, y empezó: “Antes que la muerte Dios hizo la vida / y, antes que la vida, Dios hizo el amor. / ¡Oh, mozo que quieres forjar tu universo / aprende a ser Dios! (…)”.

Ser Dios como exigencia infinita nos reveló el gran poeta. Los vates de esta bella tierra o prestados de otras latitudes aprendimos de versos chiclayanos, aprendimos a ser Dios, es decir, a intentar forjar un universo: el nuestro; pero más allá de todo, solo es aprender y aprender cuando las caminatas nos enseñen, los emblemas se recuerden y la esperanza renazca en la poesía para divisar, ya lejanos, los universos de los más grandes.

martes, 13 de agosto de 2019

"Al borde del siglo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (16-6-2019)

Le estreché la mano por primera vez en abril de 2009. Fue un apretón largo y firme como solo pueden ser los movimientos del gusto y del placer. Su bigote corto y tupido al estilo Hitler, su calva prominente y pensante, sus ojos vidriosos y tiernos como dos rayos de luz, fueron las características que llamaron mi atención en aquel otoño.

Hasta ese momento, yo aún sabía poco de su peregrinaje a los 14 años desde la remota sierra hasta nuestra región. Pero con el tiempo llegaron a mis oídos los acontecimientos más disímiles y rudos de un personaje contrariado por las circunstancias, aunque con el triunfo que pocos podrían presumir: 99 años de vida y una salud intacta.

Dos años después de acabada la Primera Guerra Mundial, una joven de nombre Dominga Gallardo alumbró a un menudo niño quien se convertiría en el tronco de varias generaciones. Lo llamaron Abel. Era el 17 de junio de 1920 en aquel distrito de la provincia de Chota (Chiguirip). El presidente Augusto B. Leguía pretendía modernizar el Perú a punta de deuda externa, y solo habían pasado unos meses de la prematura muerte de Abraham Valdelomar. Eran otros tiempos.

El dolor persiguió a don Abel desde su más tierna mocedad. A los tres años de edad perdió a su padre, don Javier Guevara, quien fue asesinado de una ráfaga mortal. Debido a ello, desde muy niño emprendió un destino de trabajo y fatiga que bordeaba el extremo. La explotación que sufría de algunos parientes lo iba convenciendo que debía dejar su tierra y partir lejos.

Fue antes de cumplir los 15 que llegó a Chiclayo, como un Cid Campeador que desconoce los territorios que conquistará y a los cuales había sido desterrado. Estando entre las plantaciones de caña en Capote, trabajando como lo hacen los incansables, iba perdonando poco a poco a aquellos que le habían robado la niñez, quienes le impidieron estudiar y jugar, y convirtieron su mundo en el infierno tan temido.

Para mitigar sus pérdidas, años después se comprometió con su primera esposa. Era una mujer sumamente trabajadora que llevó nueve meses a su primer hijo: Alfonso. Cuando la vida le sonreía de una forma incomprendida para don Abel, sucede lo inesperado. Su esposa adquiere una enfermedad pulmonar que acabó con su vida y dejó en orfandad a su hijo de apenas unos pocos meses de nacido. La familia de la finada asumió la crianza de Alfonso, mientras don Abel se sumió en el dolor.

Sirvió en el Ejército Peruano una temporada y luego conoció a la que sería su segunda esposa. Transcurría una vida calma y feliz. Hasta que por esa época lo apresaron por un “lío de faldas” y estuvo un poco más de un año en una fría prisión purgando sus culpas. Encerrado recibe dos noticias que removieron más su existencia. Un mal fulminante acababa con la vida de su segunda esposa y, poco tiempo después, recibe la noticia del fallecimiento de su madre. Él, sin poder asistir a ambos entierros, le quedó encomendar a Dios aquellas dos almas que en ese momento eran las más importantes de su vida.

Al regresar a la sierra a los 36 años, conoce a una bella jovencita que impactaría en su vida rotundamente y que se convertiría en la madre de sus diez hijos venideros. Ella, de nombre Anilda, veía en él no solo la fortaleza sino la experiencia que los peregrinajes y el trabajo pueden formar en un hombre. Juntos levantaron unas parcelas y subsistieron de lo que la generosidad de la tierra les daba.

Los hijos nacían fuertes y crecían en la unidad familiar. Nueve de ellos vieron la luz por primera vez en aquel lejano distrito de la sierra que otra vez había albergado a don Abel después de su intempestivo destierro. Pero el destino de su familia no estaría ahí. Luego que su noveno hijo muriera muy pequeñito, enrumbaron a Chiclayo y todos juntos levantaron varios negocios que fueron sustento y protección.

Al cabo de un tiempo, don Abel no dejaría la oportunidad de tener un hijo más. Doña Anilda salió en estado de gestación, y un 23 de setiembre de 1982 apareció su última hija: Janet, quien después de 26 años de esa fecha se convertiría en mi esposa y madre de mis dos hijos.

Fue Janet la que en aquel abril de 2009 me llevara a la casa de su padre para estrechar la mano de aquel hombre que aún canta los huaynos más tristes, ordena lentamente su ropa y, para maravilla de todos, juega, juega con sus dedos, sus manos o con curiosos objetos, es decir, vuelve dentro de su imaginación a ser un niño, a ver otra vez el mundo que le quitaron a la fuerza. Ahora se venga de la vida con la salud perfecta, una amplia descendencia que lo adora y el orgullo de casi un siglo.

domingo, 26 de agosto de 2018

“La llamada de la tribu”, un enfoque dialéctico - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (26/08/18)

El libro “La llamada de la tribu” de Mario Vargas Llosa fue publicado este año (2018) con una expectativa inusitada. Ello produjo una serie de comentarios y reseñas muy halagüeñas en algunos diarios y redes sociales. Por mi parte, para no ser dialógico, voy a intentar ser dialéctico; es decir, voy a comenzar con las tesis que negaré del libro, antes de describir lo rescatable.

El extraordinario novelista peruano-español edita cada cierto tiempo algo relacionado con la “realidad”. Deja de publicar “mentiras” —como él le hubo llamado a la literatura—, y emprende trabajos arriesgados de Política y Economía. En estos ensayos, busca siempre legitimar racionalmente el “capitalismo” y a sus autores. Racionalmente lo hace muy bien, pero acríticamente lo hace mejor.  

Por esa visión parcialmente “acrítica” del orden establecido —detalle poco visto, casi ignorado y mejor callado por los colaboracionistas—, el autor de “La fiesta del Chivo” crea sin proponérselo dos vertientes. Unos se limitan a un besamanos imperecedero que, por una parte, puede ser legítimo; mientras otros, en el extremo opuesto, lo llenan de insultos perversos. Se tratará de apuntar mejor contra las ideas del Nobel.   

LOS MITOS DE LA CULTURA

Por lo menos, el autor menciona en el libro sesenta y ocho veces la palabra cultura (o sus variantes “incultura”, “culto”, “cultural”, etc.) para referirse a un conjunto de “algo” extremadamente amplio, inexacto o metafísico. Ese defecto de apariencia inofensiva perjudica de manera radical el entendimiento del término; es decir, alimenta lo que el filósofo Gustavo Bueno Martínez ha llamado “el mito de la cultura”.

Vargas Llosa utiliza la palabra de forma maniática, en contextos innecesarios, donde pudiendo evitar el término, lo agrega forzadamente para dar un supuesto realce que llega a lo peripatético. Uno de muchos ejemplos: “…las ideas que están cambiando la civilización no conocen fronteras y valen por igual en distintas culturas y geografías” (p. 88). ¿Acaso no era suficiente “geografías”?

El término se vuelve más oscuro en construcciones como “la cultura de la libertad” (p. 84), “la cultura de nuestro tiempo”, “la cultura de Cervantes, Quevedo y Góngora”, “la doctrina liberal es una cultura” (p. 63). No solo hay pequeños párrafos donde la palabra “cultura” es utilizada en una seguidilla insoportable sino que cada término obedece a acepciones tan lejanas como incoherentes.

Así, las equivalencias de la palabra “cultura” están utilizadas en una desquiciada amalgama polisémica: cultura como geografía, cultura como religión, cultura como país, cultura como conocimiento, cultura como política, cultura como convicción, cultura como sentimiento, cultura como sociedad, cultura como comunidad, cultura como doctrina, cultura como psicologismo, entre tantas otras acepciones injustificadas.

El ateo Vargas Llosa temblaría al saber que su indefinición de “cultura” es explicada por un hombre de izquierdas en el libro “El mito de la cultura” (Gustavo Bueno, 1996) y cuya tesis central es aquella “según la cual, la idea moderna del Reino de la Cultura es una transformación o inversión teológica de la idea medieval del Reino de la Gracia”, y cuyo punto de partida es el idealismo alemán. ¿Leerá nuestro Nobel a alguien de izquierdas?

LA FILOSOFÍA DE LOS CIENTÍFICOS

El biólogo Richard Dawkins y el físico Stephen Hawking han sido los más conocidos científicos que en sus discursos han desbordado sus categorías —sus campos de acción—para hacer filosofía sin saberlo. Desde el pensamiento de Gustavo Bueno, esa actitud se denomina “filosofía espontánea de los científicos”. Estos muchas veces filosofan sin un sistema determinado o cambian de sistema filosófico cuando piensan que les cuadra.  

Mario también los confunde como filósofos a varios autores de su libro. Un ejemplo entre muchos: afirma que Popper, Hayek y Berlín fueron sus mejores hallazgos cuando buscaba “filosofías de la libertad” en un tiempo de “sofismas del socialismo” (p. 65). Lo que encontró el Nobel fueron fundamentos ideológicos para su posición liberal, desde la Ciencia Económica y Política.

Los importantes aportes de los liberales al campo económico no los hace filósofos. En todo caso, son “filósofos espontáneos”, pues son científicos. Vargas Llosa reafirma las citas que sus autores hacen de Platón, Aristóteles, Hegel, etc., sin notar que bordean la ingenuidad. Para un análisis del tema, se debe leer el “Ensayo sobre las categorías de la Economía Política” de Bueno, y complementar con el conversatorio “¿Qué es esa cosa llamada Economía?” (YouTube). 

RELIGIONES VS. RACIONALIDAD

En muchas partes del libro, Vargas Llosa les imputa a las religiones ser irracionales y tribales, porque él confunde racionalidad con crítica. Para el autor —por ejemplo— pertenecer a una iglesia te vuelve irracional. No todas las religiones son iguales. Existen religiones con un altísimo grado de racionalidad, como la Iglesia Católica. Para profundizar en este punto, se debe consultar obligatoriamente “El animal divino” (1996).

La animadversión del Nobel por las religiones hace que oponga las “maravillas” del liberalismo con las “irracionalidades” y atrasos de la religión. Otra vez se despista. La religión ha jugado un papel importante en la formación del capitalismo; sobre todo la religión protestante para fortalecer el imperio económico inglés. Es importante el conversatorio anteriormente mencionado (YouTube) para dar luces a estos puntos. 

IMPRESIÓN GENERAL

Vargas Llosa es un gran novelista. No puede evitar narrar o recrear a como dé lugar algún dato del que pueda sacar partido. El libro está más cerca de una crónica de lecturas que de un ensayo, es decir, se ajusta más a una mixtura entre ficción e historia que a una sistematización de un tratado de Economía. Así lo ha querido el propio autor.

“No lo parece, pero se trata de un libro autobiográfico”, dice Vargas Llosa en su prólogo. Pues le diré a nuestro respetado Nobel que sí lo parece, y lo parece bastante. Los chismes certeros, las anécdotas coloradas, las sexualidades ocultas, los sendos cuernos, los hábitos extraños, las peleas indiscretas, las conversaciones de café, los almuerzos con la élite, son un indicio de las impresiones y matices que las lecturas y las vivencias pueden formar en un escritor de su talla.

“La llamada de la tribu” me servirá, y esto desde mi pequeño psicologismo, para soltar algún dato rebuscado —en alguna fiesta entre amigos— de los personajes de la Economía de todos los tiempos. Con eso haremos parte de justicia al libro.