
Sea por su asesinato a manos de una cuadrilla franquista, sea por su abertura inverosímil para la época, o por cualquier drama expuesto a la indignación de los moralistas, su popularidad es indiscutible en la Península y sus versos son memorizados a carta cabal por toda mente que alguna vez sintió el dolor de la tragedia.
Su más conocido biógrafo, Edwin Honig, lo retrata delineadamente con un lápiz filoso y limpio de toda transgresión. Es difícil pensar que la potencia de la pluma lorquiana pudo salir de un cuerpo cuya fragilidad la traía desde la infancia. Pues fue hasta los cuatro años cuando el poeta pudo dar sus primeros pasos: la fuerza de sus piernas era inversamente proporcional a su inteligencia. Sin embrago, fue desde los dos años cuando demostró amplia habilidad para memorizar versos, especialmente canciones populares que formaban su espíritu desde sus años en Granada.
Este compatriota de Cervantes y uno de los más asiduos lectores de El Manco de Lepanto, estudió algo que jamás iba a ejercer: la abogacía. Su vocación literaria lo llevó a conducir una compañía estatal de teatro y dejar las leyes judiciales para dedicarse a las leyes pasionales. Fueron estas últimas las promotoras de las más grandes obras de teatro escritas en español en el siglo XX.
Definía a la poesía entre la metáfora y el símil, muy certero y rotundo: “es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio”. Al igual que toda su generación, mantuvo un equilibrio entre intelecto y sentimiento; el mencionado misterio estaba contenido en esto último, que lo moderaba de las redes de la razón y la lógica de los pensadores natos.
La poesía lo llevó a ser el máximo representante de la Generación del 27. Los críticos hablan de una época de juventud y una de plenitud, es en esta última donde aparecerían sus dos grandes monumentos artísticos: Romancero gitano y Poeta en Nueva York.
El primero toca temas tan universales como la muerte y la vida, y también se pasea por el mundo de lo bucólico, en mención a la luna, el cielo y la noche; mezcla en su estilo dotes cultos y un sabor popular.
El segundo de sus libros, es la constatación de un profundo dolor que lo venía arrastrando desde España, y en su llegada a Nueva York en 1929, se concentraría en el libro revelador de su intimismo y su penuria. Su homosexualidad lo llevaba por los rumbos del desencanto, adherido eso a la profunda decepción que sentiría al ver una modernidad explotadora e inhumana.
En el Perú, en la asignatura de Literatura Española de la secundaria, se nos presenta formalmente un Lorca que recuerdan muchos, pero que otros olvidan, tal vez porque como diría él en una sentencia que cae como un meteorito sobre las cabezas: “La poesía no quiere adeptos, quiere amantes”. ¡Feliz día, poeta!
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