domingo, 5 de febrero de 2017

"Tatta Torres, después de la miastenia y el mundo" - Por: César Boyd Brenis

Carmen Gladys Torres Tello partió como quisieran partir la gran mayoría de artistas: escribiendo hasta el último día de su vida, con una publicación en la imprenta, un libro inédito en su escritorio y una fe por la literatura que, a pesar de los obstáculos, nunca decaería. Si preguntaban por “Carmen”, pocos la conocían; si era por “Gladys”, absolutamente nadie; pero si decían “Tatta”, era indudable su ubicación en el mundo.

Con esa referencia vivencial, “Mi pequeño lugar en el mundo” fue el título que dio vida a su libro de memorias, publicado en el 2013, cuyo subtítulo no podría ser menos sugerente: “Viviendo con Miastenia Gravis”. Tuve el agrado de ir leyendo el borrador mientras ella iba escribiendo el libro. Mucho antes de su impresión, nos reuníamos en el Real Plaza cada mes, a pesar de mi rechazo visceral por los centros comerciales, pero la grata compañía de Tatta daba un giro a mi percepción de la realidad consumista. En esas horas que pasábamos juntos, las conversaciones sobre literatura fluían con naturalidad. Había un olvido momentáneo de los alrededores, y su generosa invitación de un café o unas papas fritas, sellaban las mañanas más memorables.

El poeta Vladimir Holan alguna vez escribió: “Solamente el arte no tiene excusa”. Para Tatta no existía día que su enfermedad la mermara para ejecutar su trabajo de lectura, escritura o corrección. Podría haber estado con los párpados pesados y casi sin movimiento en el cuerpo, pero ya estaba ideando un texto, una lección de vida, un comentario generoso en nombre de ese padecimiento, pues quién mejor que ella para darnos clases de cómo resistir, quién mejor para, con autoridad, nos diga para qué sirve el dolor de todos los días; quién mejor para increparnos, muchas veces con rudeza o fina lección, por los absurdos pesares que sufríamos.

A lo largo de los años, Tatta publicó “Un mensaje para ti” en dos ediciones (1996 y 2001), “Desde el amor” (2005), “Creciendo en el dolor” (2007), “Entre risas y lágrimas” (2011) y “Mi pequeño lugar en el mundo: viviendo con miastenia gravis” (2013). Es en este último libro donde se condensa la parte más dramática de su vida, y en donde trae a tema las etapas más alegres cuanto las más difíciles.

En sus primeros años de existencia, viviendo en Trujillo, tuvo como fuente de amor a su abuela Pitty, de quien diría Tatta: “Fue la persona con la que más compartí en mis primeros años y, por ende, la más importante para mí”. Es por eso que tres meses antes de cumplir once años conoció el primer dolor de su corta edad: la muerte de aquella mujer que le había dado todo lo que una niña sana y consentida necesitaba. Tatta agregaría: “Tengo grabado el momento en que recibí la dolorosa noticia. Estaba en clase y la Madre (la monja) entró, habló mucho y pidió una oración por mi Pitty. Siempre me pregunto por qué no lloré. Me veo, a lo lejos, de pie junto a mis compañeras, sin atinar a nada”.

Esa pregunta de la autora por la ausencia de lágrimas, puede explicarse con una sola razón: la inocencia. Tatta aún no reconocía los avatares del mundo. Pues a los diez años se puede escuchar de la muerte como un concepto abstracto, o de la guerra o de la cárcel o de las calles, pero todavía no podrá entenderse la magnitud y la complejidad que esas realidades traen; más aún con un detalle que ella escribiría así: “…haber tenido una infancia y adolescencia plenas de amor, protección, más bien sobreprotección”.

Es por esa etapa (once a doce años) en que empiezan ciertos síntomas que al comienzo no encajaban con esa vida plena de juegos, brincos y risas. Aunque ella no le daba tanta importancia porque la lectura y la escritura la alejaban de experiencias que podrían llevar a grandes esfuerzos físicos. De esa forma, se concentraba haciendo acrósticos (sus primeras creaciones), y luego escritos diversos que desembocarían en una actitud para el periodismo, tan bien alimentada por su padre, también dedicado a esa noble labor.

Fue con su padre, que ahora ya la acompaña en el Más Allá, con quien tuvo las primeras conversaciones profundas de la existencia, la madurez, la vida plena. Tatta, muchos años después, recordaría en su último libro aquella notable decisión de quedarse soltera, cuando a los trece años (cuando “todo era una fiesta”), un impulso metafísico hizo que dijera con firmeza: “Papi, yo nunca me voy a casar”. Él, creyendo que eran cuestiones de jovencitos, le respondería, un tanto condescendiente, con los argumentos —muchas veces arriesgados— de la temprana edad, la falta de experiencia, el poco entendimiento de la idea de matrimonio, entre otros criterios que podrían salir de un padre culto. Sin embargo, su hija fue más clara y contundente, y con el arma de la palabra, la que siempre la acompañaría, le dijo: "Voy a ser más clara: yo sé lo que quiero hacer en mi vida. Tres cosas: vivir sola, viajar por el mundo y escribir un libro”. Al señor Jorge Torres no le quedó más que dar una carcajada, en señal de asentimiento.

Gracias al tiempo y a su férrea voluntad, no solo escribió un libro, sino muchos más, y emprendió el proyecto de una revista que la llevaría a ser la única persona que por diecisiete años ha mantenido vigente un nombre, con recursos limitados y tiempos reducidos: “Ahora y siempre”. De esa manera, no solamente pudo cumplir los viajes por tantos hermosos parajes, sino también los más difíciles y perfectos de la vida: los viajes de la imaginación. Con el transcurrir del tiempo, iba demostrando a todos sus familiares que aquella jovencita decidida y desafiante, podía cumplir sus metas con extrema responsabilidad. Así fue cuando con una muy corta edad la nombraron funcionaria del Banco Popular, y su mundo se fue ampliando y miraba el futuro con optimismo y esperanza.

Los síntomas de la miastenia fueron aumentando poco a poco, pero no podían dar con el diagnóstico. Así que, en un viaje a Buenos Aires, se puso a disposición de una eminencia de la medicina. El doctor al ver todo su historial, le dijo: “A ti te ha visto la crema y nata del Perú; dime: ¿cómo te sientes?”. Cuando Tatta le empezó a contar, el médico le respondió: “Vos tenés Miastenia Gravis y Polimiositis; que empiecen los análisis para confirmar”. Para sorpresa de la escritora, días después se ratificó lo dicho. Ella escribiría: “Cuando pensé que con el diagnóstico terminaba todo, todo comenzaba”.

Un tiempo después, Tatta relataría aquel día del 21 de diciembre de 2005, un momento crucial para su estado de salud. Ella esperaba sentada en una banca del hospital hasta que la llamaran (en el área de Rehabilitación). Y cuando gritaron: “¡Torres Tello!”, intentó levantarse una vez, y nada. Insistió una segunda vez, pero Tatta ya no volvería a caminar. Fue el día de un mensaje trascendental para ella, fue el mensaje a sí misma desde las lecciones más indeseables que da el mismo cuerpo. Su salud iría desfalleciendo, pero su mente y su fe llegarían a alcanzar estados elevados. Esos picos del espíritu que solo llegan, como dirían los poetas malditos franceses, con el desarreglo de los sentidos.


Así pasó Tatta por este mundo de sueños y memorias, de materialidades concretas que ningún idilio puede torcer, ningún destino puede evitar, ningún augurio puede negar. Alguna vez, un poeta hizo decir a su personaje Menipo: “Bueno, muéstrame a Helena, que yo no la reconocería”. Y Hermes, el otro personaje, contestaría: “Este cráneo es Helena”. Así, todos los seres humanos nos iremos del cuerpo, pero quedará el cráneo, símbolo de la mente, de la más alta perfección de la materia; y en Tatta, su mente estará en sus libros, en los mensajes de su pluma, y en un tiempo no muy lejano, su mente se hará más grande, sus lectores la revivirán y el sufrimiento tan intenso no habrá sido en vano.

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