
Vamos
con lo primero. Todo producto literario (poesía, cuento, novela) ha tenido que
seguir, en el momento de su concepción, los principios que enrumban una empresa.
Esto es, se ha debido concebir como ideal supremo, se ha tenido que estructurar
su materia prima, se ha fijado un tiempo que pueda traducir los logros
obtenidos y se ha luchado enfáticamente contra ciertas oposiciones que las
circunstancias y el pesimismo muchas veces dictan.
En
ese contexto, el triunfo de la empresa sin duda es el punto final de la obra, es
decir, cuando el libro ya está listo para su publicación. Este caso en
particular, hace que la empresa o proyecto se agote, pues sólo ha quedado la
satisfacción innegable de su finalización. Entonces, el escritor tendrá que
deshacer la materia prima y plantearse una nueva temática y una diferente
estructura para que la empresa venidera tenga sus características de identidad
y personalidad muy bien definidas.
Empresa
tras empresa guiará la vida de un escritor, cada una diferente de la otra, y marcará
un sentido a la existencia, que a la vez influenciará en todas sus actividades
en el mundo, como un ser poseído por la guía de una luz omnipresente.
En
un segundo enfoque, si se hace un recuento de las historias de la literatura
universal, nos podremos topar con una variedad incontable de empresas de todo
tipo: desde las más sangrientas hasta las más delirantes, desde las más
utópicas hasta las más realistas. Para este fin, cabe resaltar que no debemos
limitarnos a asumir la idea de empresa como una institución formal, regida con
ciertas leyes del estado, que paga impuestos, etc., sino más bien, a la
concepción más amplia que se tiene de este término, en otras palabras, como una
meta acuciosa y deliberada que se plantea un ser racional para su satisfacción
o su interés.
La
empresa más famosa del clasicismo literario sin duda ha sido la que se le
ocurrió a Agamenón en la historia de la guerra de Troya, es decir, el
ambicionar sin límites todas las riquezas de esta ciudad oriental, con la
excusa siempre presente de pelear por el rapto de Helena (su cuñada). El
producto de esa maniobra temeraria fue diez años de muerte y destrucción.
Y
así también tenemos la empresa de Dante: conseguir recorrer el infierno, el
purgatorio y el cielo en busca de su amada. De esa forma, acompañado por
Virgilio (su maestro) emprendió lo que era imposible: llegar al infierno y al
purgatorio, estructurados por una serie de círculos que agudizaban las penas y
aumentaban la sorpresa de Dante en un submundo irreconciliable con Dios; hasta
que llegó al cielo, en donde pudo saciar su meta primera: encontrar a Beatriz
para idolatrarla.
La
empresa de Alonso Quijano fue legendaria y anacrónica: volverse un caballero
andante en un tiempo donde estos héroes habían desaparecido, buscando aventuras
sin igual, cuyos logros supremos se tendrían que dedicar con desmedida unción a
Dulcinea del Toboso, quien era —en la imaginación del Quijote— una doncella
hermosísima y de alcurnia, y no la campesina llamada Aldonza Lorenzo que veía a
lo lejos con la misma idolatría que Dante se exigía con su amada.
Podemos
destacar también la empresa de formar una sociedad perfecta como en la novela
“1986” de George Orwell, el hacer lo imposible y prohibido para no envejecer
como en “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde, el objetivo de saber quién
mató al padre (“Hamlet” de Shakespeare), el hacer una investigación intelectual
y publicar un libro como en “La náusea” de Jean-Paul Sartre, el huir sin rumbo con
su amor prohibido como en “Lolita” de Vladimir Nabokov, el querer recuperar a
su amada Mary que un católico se la había quitado como en “Opiniones de un
payaso” de Heinrich Böll, o la implacable búsqueda de la iluminación como se ve
en “Siddhartha” de Herman Hesse.
Por
otro lado y en un tercer punto, tenemos la literatura relacionada con las
empresas editoriales cuyo éxito en el mercado es indudable. De este tema se ha
polemizado de dos maneras. La primera está regida por la calidad de los
productos; la segunda, por el engaño mediático que desvirtúa la elección de lo
que se leerá.
Pero
¿cómo se rige la calidad de los productos? Los autores que venden de manera
desbordante todo lo que tocan, tienen no buena fama por poner énfasis más en
hacer uno, dos o tres libros anuales, que en cuidar su prosa, su estilo, su
estructura, su estética; y, por el contrario, redundan en lo mismo, hacen gala
de su falibilidad, se enrumban en empresas redichas, comunes, mal tratadas,
contadas por doquier y tocadas por “gustarle a la gran masa”. Fuera de todo
ello, lejos de las críticas de muchos intelectuales, estos autores gozan de una
fama importante y sus cuentas bancarias crecen tanto como sus historias de
panificadora.
Los
medios de comunicación, sin duda, marcan la moda y la tendencia, sin detenerse
mucho a “pensar” el libro, es decir,
a extraer el punto de quiebre, los valores fundamentales, los criterios que el
arte clásico ha marcado y, por último, a contextualizar la historia para asumir
a qué obedece su tratamiento y publicación. Estamos en un mundo de lo light (lo ligero) y
no sólo los productos lácteos o de harina pueden serlo, sino también la
literatura (el arte en general) muy a pesar de los lectores avisados que
todavía persisten.
Entonces, en este
entorno, como personajes quijotescos, debemos emprender la empresa de elegir
buenos libros; pues este objeto todavía es la prenda íntima y proteica del
espíritu humano, perteneciente a una dimensión que se está olvidando en este
mundo práctico e insensato.
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