De la antigua educación, se ha tenido opiniones de distinta
índole, más aún venidas de aquellas personas que, ahora excelentes
profesionales y ejemplares padres, intentan validar los regímenes que a ellos
los convirtieron en los hombres que son. Una valoración común y recurrente,
aunque también tímida y discreta, está en comentarios acerca del uso que antaño
se hacía de la palmeta —vieja protagonista del salón de clases— o en el
recuerdo con no menos orgullo del gran maestro que le enseñó los valores que
ahora, como reiteran, han olvidado la gran mayoría de jóvenes y adolescentes. Lo
de la palmeta puede ser discutible, pero lo segundo es indudable.
Renegar del mundo actual y, por asociación, de la educación
que se imparte en esta era de los cien nombres (del conocimiento, de la
información, de la comunicación, de la posmodernidad, etc.), es un denominador
común que las noticias ejemplifican de forma simple: el imparable crecimiento
del pandillaje, las fiestas eróticas y orgiásticas de los adolescentes, los índices
terribles de sicarios menores de dieciocho años, el Facebook como instrumento
para lo abyecto y lo repugnante, los suicidios de niños, etc. ¿Qué ha pasado
con nuestro mundo y con sus principios?
En estos meses en donde se rinde homenaje a las madres
(segundo Domingo de Mayo) o a los padres (tercer Domingo de Junio), creo
pertinente recordar sus enseñanzas que habían de dejar en frases recurrentes y
que quizá alguna vez nos parecieron molestosas o insufribles, y a su vez
mostrar la parte contraria de aquellos proverbios que con constancia y amor nos
repetían, pero que ahora se deforman en comerciales de televisión con coloquial
desparpajo. En este mundo actual, tan venido a menos, estoy convencido que lo
que nos decían los sabios padres era verdad.
Una frase maternal que nos llegaba al oído cuando ya habíamos
desatado la ira en una injuria, era: “¡No maldigas!, es malo maldecir”. La
maldición como instrumento de destrucción era frenada inmediatamente por un
consejo que la madre brindaba a un hijo equivocado, porque ella sentía que al hacer
estragos de las cosas, así sea de manera oral (muchas veces es la peor), podría
convertirnos en sediciosos. Sin embargo, ahora maldecir se muestra natural,
como así lo indica un comercial de una marca de pastillas para el dolor de
cabeza. Ahí aparece la popular “Charito”, personaje de una conocida serie de
televisión, diciendo con una voz por lo demás suave —que hace más coloquial la
expresión—: “Gracias, por aliviarme esta maldita migraña”. Sin ser yo experto
en asuntos de marketing, tal vez no quedaría nada mal si el dichoso adjetivo se
hubiese remplazado por “insoportable”, pues haría más exacto el contexto y, por
otro lado, haría menos dolorosa la asimilación para aquellos oídos escuchadores
de viejos consejos maternales. Tal vez un padre preguntaría ante ese comercial:
“¿Era necesario maldecir para promocionar algo?”.
Otra frase que no quedará en el olvido, y que nos asoma a lo
ociosos que hemos sido en muchas oportunidades de adolescentes, es: “¡No lances
las cosas!”, y a veces la expresión era complementada por otra si el objeto que
habíamos arrojado se salía de su trayectoria e iba a parar lejos de su
verdadero objetivo: “¡El ocioso trabaja dos veces!”. Ahora, no con menos soltura,
se muestra en un comercial de una bebida —en realidad, en varios— un joven que
lanza una botella o una lata a otro joven. La gran destreza para recibir el
objeto lanzado quizá es un indicio de la costumbre de dicho acto. Pero ¿por qué
la sabiduría de los abuelos decía que era de mala educación arrojar las cosas? Pienso
en la utilidad de hacerlo y me viene a la mente varios obreros de construcción
lanzándose ladrillos de un lugar a otro para apurar el levantamiento de un
inmueble. La rapidez del mundo actual, en donde los horarios y el tránsito son
los principales enemigos, ha hecho creer que tenemos la puerta abierta para
hacer todo lo que sea más práctico, incluso lanzarnos la comida o la bebida.
¿Será eso cierto?
Quién no recuerda que siempre nos corregían cuando la
familia estaba sentada a la mesa. Hay varios ejemplos que resaltan: “Baja los
codos”, “No pongas tus juguetes aquí”, “Saca los zapatos de la mesa”, “Este no es
el lugar de la ropa”, etc. Sin embargo, un comercial filmado por la bebida
gaseosa —según dicen— más famosa del mundo, muestra diferentes momentos de una
madre abnegada que invita a almorzar a cuanto grupo social tenga su hijo, uno
de éstos es el círculo de muchachos del fútbol, quienes mientras disfrutan de
un delicioso almuerzo —todos uniformados y alegres—, tienen la pelota encima de
la mesa como acompañante del banquete. ¿La madre abnegada se volvió
condescendiente? Y si se puede poner la pelota, ¿por qué no los codos y los
zapatos?
De la televisión basura o de la “caja boba” se ha hablado en
demasía, tanto o más que de la buena educación que heredamos de nuestros
padres. Así que, se nos hace sencillo descalificar sin reparo un alto
porcentaje de programas de televisión; sin embargo, en mi opinión, el peor de
todos es un programa cómico de los sábados por la noche, en donde los insultos
—de los que me entero por sus avances comerciales— son el pan que se vende. Al
parecer, son concursos (estamos en el mundo de los concursos) que promocionan
la crítica destructiva, la observación llena de odio, el debate de pacotilla,
el culto a la misantropía, e incluye a personas más o menos hábiles,
profesionales de universidades prestigiosas, que nunca sacan conclusiones de un
asunto particular, porque para ellos (como para tantos seudoprofesionales) el
asunto no es discutir para sacar conclusiones o ideas base, sino para restregar
una fingida superioridad, embaucar con una torpe erudición, mostrar una pedantería
de cantina, mendigar tácitamente una admiración o sentir en la pobreza de
espíritu que se ha vencido, pues —como dije— es el mundo de los concursos, en
otras palabras, es el cosmos de la egolatría y el envanecimiento. ¿Qué dirían
nuestros padres al respecto? Es un hecho: “¡Ponte a hacer tu tarea y apaga la
televisión!”.
Hay una ingenua creencia que se ha ido asimilando como una
invitación a la inactividad en el debate de la moral: que como todos cometemos
errores, entonces nadie tiene la autoridad de hablar de la buena conducta o de
los modales que deseamos para nuestros jóvenes y ciudadanos en general, pues
—continúa la creencia— si se hace, entonces se cae en una cavidad de hipocresía
y descaro. En otros tiempos, se dejaba al cura o al pastor esos debates
morales; pero como en la actualidad menos gente cree en ellos (en la mayoría de
casos con justa razón), entonces nadie se arriesga a proferir una idea al
respecto, con el miedo de ser tildado de “moralista” o “santurrón”. Digo yo: ¿Qué
consejos podemos dar a nuestros hijos y alumnos? ¿Nos quedaríamos callados para
siempre? Para los que creemos en un Ser Supremo, es sencillo contestar; pues
las reglas no las damos nosotros, sino Él. Su moral es eterna y nosotros somos
seres de paso. Acepto esto con tanto énfasis que pareciese que no sólo heredé
de mi madre muchas de sus facciones, sino también sus palabras, hasta se siente
(y en parte es cierto) que ella escribió este artículo por mí.
Seguramente, nuestros padres cometieron tantos errores
como pudieron, y aún así nos aconsejaron con amor; de la misma forma, las
equivocaciones que cometemos nosotros nunca impedirán los buenos consejos para
nuestros hijos (aunque es necesario tomar conciencia del buen ejemplo que
debemos darles); ni tampoco que estos últimos den las pautas de vida cuando les
toque ser padres o madres, cuando sientan que ellos también están de paso, y
que su función la tienen que cumplir con las mismas fuerzas que tuvieron sus
padres cuando los ayudaron a crecer.
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