lunes, 20 de enero de 2014

"La educación del hogar y la TV" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (26/05/13)

De la antigua educación, se ha tenido opiniones de distinta índole, más aún venidas de aquellas personas que, ahora excelentes profesionales y ejemplares padres, intentan validar los regímenes que a ellos los convirtieron en los hombres que son. Una valoración común y recurrente, aunque también tímida y discreta, está en comentarios acerca del uso que antaño se hacía de la palmeta —vieja protagonista del salón de clases— o en el recuerdo con no menos orgullo del gran maestro que le enseñó los valores que ahora, como reiteran, han olvidado la gran mayoría de jóvenes y adolescentes. Lo de la palmeta puede ser discutible, pero lo segundo es indudable.  

Renegar del mundo actual y, por asociación, de la educación que se imparte en esta era de los cien nombres (del conocimiento, de la información, de la comunicación, de la posmodernidad, etc.), es un denominador común que las noticias ejemplifican de forma simple: el imparable crecimiento del pandillaje, las fiestas eróticas y orgiásticas de los adolescentes, los índices terribles de sicarios menores de dieciocho años, el Facebook como instrumento para lo abyecto y lo repugnante, los suicidios de niños, etc. ¿Qué ha pasado con nuestro mundo y con sus principios?

En estos meses en donde se rinde homenaje a las madres (segundo Domingo de Mayo) o a los padres (tercer Domingo de Junio), creo pertinente recordar sus enseñanzas que habían de dejar en frases recurrentes y que quizá alguna vez nos parecieron molestosas o insufribles, y a su vez mostrar la parte contraria de aquellos proverbios que con constancia y amor nos repetían, pero que ahora se deforman en comerciales de televisión con coloquial desparpajo. En este mundo actual, tan venido a menos, estoy convencido que lo que nos decían los sabios padres era verdad.

Una frase maternal que nos llegaba al oído cuando ya habíamos desatado la ira en una injuria, era: “¡No maldigas!, es malo maldecir”. La maldición como instrumento de destrucción era frenada inmediatamente por un consejo que la madre brindaba a un hijo equivocado, porque ella sentía que al hacer estragos de las cosas, así sea de manera oral (muchas veces es la peor), podría convertirnos en sediciosos. Sin embargo, ahora maldecir se muestra natural, como así lo indica un comercial de una marca de pastillas para el dolor de cabeza. Ahí aparece la popular “Charito”, personaje de una conocida serie de televisión, diciendo con una voz por lo demás suave —que hace más coloquial la expresión—: “Gracias, por aliviarme esta maldita migraña”. Sin ser yo experto en asuntos de marketing, tal vez no quedaría nada mal si el dichoso adjetivo se hubiese remplazado por “insoportable”, pues haría más exacto el contexto y, por otro lado, haría menos dolorosa la asimilación para aquellos oídos escuchadores de viejos consejos maternales. Tal vez un padre preguntaría ante ese comercial: “¿Era necesario maldecir para promocionar algo?”.  

Otra frase que no quedará en el olvido, y que nos asoma a lo ociosos que hemos sido en muchas oportunidades de adolescentes, es: “¡No lances las cosas!”, y a veces la expresión era complementada por otra si el objeto que habíamos arrojado se salía de su trayectoria e iba a parar lejos de su verdadero objetivo: “¡El ocioso trabaja dos veces!”. Ahora, no con menos soltura, se muestra en un comercial de una bebida —en realidad, en varios— un joven que lanza una botella o una lata a otro joven. La gran destreza para recibir el objeto lanzado quizá es un indicio de la costumbre de dicho acto. Pero ¿por qué la sabiduría de los abuelos decía que era de mala educación arrojar las cosas? Pienso en la utilidad de hacerlo y me viene a la mente varios obreros de construcción lanzándose ladrillos de un lugar a otro para apurar el levantamiento de un inmueble. La rapidez del mundo actual, en donde los horarios y el tránsito son los principales enemigos, ha hecho creer que tenemos la puerta abierta para hacer todo lo que sea más práctico, incluso lanzarnos la comida o la bebida. ¿Será eso cierto?

Quién no recuerda que siempre nos corregían cuando la familia estaba sentada a la mesa. Hay varios ejemplos que resaltan: “Baja los codos”, “No pongas tus juguetes aquí”, “Saca los zapatos de la mesa”, “Este no es el lugar de la ropa”, etc. Sin embargo, un comercial filmado por la bebida gaseosa —según dicen— más famosa del mundo, muestra diferentes momentos de una madre abnegada que invita a almorzar a cuanto grupo social tenga su hijo, uno de éstos es el círculo de muchachos del fútbol, quienes mientras disfrutan de un delicioso almuerzo —todos uniformados y alegres—, tienen la pelota encima de la mesa como acompañante del banquete. ¿La madre abnegada se volvió condescendiente? Y si se puede poner la pelota, ¿por qué no los codos y los zapatos?

De la televisión basura o de la “caja boba” se ha hablado en demasía, tanto o más que de la buena educación que heredamos de nuestros padres. Así que, se nos hace sencillo descalificar sin reparo un alto porcentaje de programas de televisión; sin embargo, en mi opinión, el peor de todos es un programa cómico de los sábados por la noche, en donde los insultos —de los que me entero por sus avances comerciales— son el pan que se vende. Al parecer, son concursos (estamos en el mundo de los concursos) que promocionan la crítica destructiva, la observación llena de odio, el debate de pacotilla, el culto a la misantropía, e incluye a personas más o menos hábiles, profesionales de universidades prestigiosas, que nunca sacan conclusiones de un asunto particular, porque para ellos (como para tantos seudoprofesionales) el asunto no es discutir para sacar conclusiones o ideas base, sino para restregar una fingida superioridad, embaucar con una torpe erudición, mostrar una pedantería de cantina, mendigar tácitamente una admiración o sentir en la pobreza de espíritu que se ha vencido, pues —como dije— es el mundo de los concursos, en otras palabras, es el cosmos de la egolatría y el envanecimiento. ¿Qué dirían nuestros padres al respecto? Es un hecho: “¡Ponte a hacer tu tarea y apaga la televisión!”.  

Hay una ingenua creencia que se ha ido asimilando como una invitación a la inactividad en el debate de la moral: que como todos cometemos errores, entonces nadie tiene la autoridad de hablar de la buena conducta o de los modales que deseamos para nuestros jóvenes y ciudadanos en general, pues —continúa la creencia— si se hace, entonces se cae en una cavidad de hipocresía y descaro. En otros tiempos, se dejaba al cura o al pastor esos debates morales; pero como en la actualidad menos gente cree en ellos (en la mayoría de casos con justa razón), entonces nadie se arriesga a proferir una idea al respecto, con el miedo de ser tildado de “moralista” o “santurrón”. Digo yo: ¿Qué consejos podemos dar a nuestros hijos y alumnos? ¿Nos quedaríamos callados para siempre? Para los que creemos en un Ser Supremo, es sencillo contestar; pues las reglas no las damos nosotros, sino Él. Su moral es eterna y nosotros somos seres de paso. Acepto esto con tanto énfasis que pareciese que no sólo heredé de mi madre muchas de sus facciones, sino también sus palabras, hasta se siente (y en parte es cierto) que ella escribió este artículo por mí.  

Seguramente, nuestros padres cometieron tantos errores como pudieron, y aún así nos aconsejaron con amor; de la misma forma, las equivocaciones que cometemos nosotros nunca impedirán los buenos consejos para nuestros hijos (aunque es necesario tomar conciencia del buen ejemplo que debemos darles); ni tampoco que estos últimos den las pautas de vida cuando les toque ser padres o madres, cuando sientan que ellos también están de paso, y que su función la tienen que cumplir con las mismas fuerzas que tuvieron sus padres cuando los ayudaron a crecer.

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