lunes, 20 de enero de 2014

"El amor a sí mismo: una tesis derrumbada y reconstruida" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (17/11/13)

Cada vez se publican más libros denominados de “autoayuda”, que pretenden aumentar nuestra “autoestima”. Palabra, esta última, que no viene a ser más que la deformación del concepto de “amor a sí mismo”, con unos dotes de romanticismo pedestre (palabra “estima”) y raudo tecnicismo (el prefijo “auto”). Pero ¿en qué circunstancias esta incierta categoría psicológica se intrincó en los vocabularios de psicólogos, de universitarios, de profesores, de conferencistas y de cuanto raudo aprendiz pudo encontrarse en el camino? 

La elaboración de su fundamento ha hecho de la “autoayuda” la muestra sin fondo de una supuesta explicación del “alma”. ¿Por qué? Por su propia pretensión: el querer acercarse a la ciencia y hacer postulados arriesgados, partiendo desordenadamente de reflexiones contrapuestas. ¿Cuáles son éstas?  

La primera posición está ligada con su “existencialismo”. La “teoría” de la “autoayuda” parte de creer que el ser humano es absolutamente libre —idea opuesta al psicoanálisis y a las nuevas teorías psicológicas, y más bien ligada a la corriente existencialista— por lo que el ser humano puede elegir en una secuencia continua, su destino y su conducta con respecto a sí mismo y hacia los demás. Su principio es más o menos así: “lee” tu conducta en los textos, reflexiona sobre ella y cambia tu vida. Por lo que lectura, reflexión y cambio se convierten en claves para su posición.

Ese último principio explica en cierta parte una ideología —como es natural—, pero lo sorprendente es que esta “autoayuda” se desarrolle en ciertas universidades (la nacional es una de ellas), y se muestre con el nombre de “Taller de autoayuda”, siendo obligatorio inscribirse en él (y pagarlo), sin lo que no se podría tramitar el título. ¿La universidad, cuna del pensamiento científico (racional y objetivo), pretende ser metafísica, o qué fondo tiene este taller? En fin, eso no quita el asunto de que, en primer lugar, esta institución pretende forzar su cientificidad para convertir en válido el dichoso taller. ¿Por qué quieren hacer científico el asunto de la autoestima? La “autoayuda”, al desprenderse de la metafísica o la filosofía especulativa, y al someterse al dominio de la “ciencia”, pierde todo rigor de su naturaleza existencialista, libérrima, contingente. Y pues, aquí está la segunda posición que se contrapone a la primera: la “pose” de científica.

La propuesta que aquí se plantea está ligada a negar la “autoestima” como concepto válido y restaurar el “amor a sí mismo” como el conductor de ciertas reflexiones —no menos especulativas y “metafísicas”— a favor de este modestísimo artículo. El amor a sí mismo tiene que partir de los discursos morales, éticos y hasta religiosos; más no ser llevado hacia profundas teorías psicológicas, en el sentido estricto de la palabra. Entonces replantearé un asunto alejado de la ciencia pero que resulta una respuesta ideológica al tema de la trascendencia, por lo que he tomado, además, algunas ideas del libro de Erich Fromm (“El arte de amar”) para observarlas.

En los libros sagrados que conozco —no con profundidad interpretativa de sus teologías, sino en un nivel general— no encuentro que se mande o se prescriba con énfasis excluyente “el amor a uno mismo”. ¿Por qué se da esa extraña omisión en esos textos tan antiguos? ¿Acaso antes no se necesitaba amarse a uno mismo con demasiada profundidad —o tecnicismo— como ahora? ¿El amor a uno mismo ha pasado a ser la forma de una “nueva psicología”, ya que este ítem de la ciencia no existía en los tiempos de Moisés ni de Mahoma? Aquí hay mucho que decir.

Vamos por partes. Tomando la Biblia como el libro que más ha acompañado a nuestra cultura occidental, podemos afirmar que el amor que ahí se ha mandado a poner en práctica es, en primer lugar, el amor a un Ser Supremo (“Amar a Dios sobre todas las cosas”). Este mandato primordial se da en todas las escrituras sagradas, incluso de las demás religiones monoteístas, y no hay debate al respecto. En segundo lugar, lo que se decreta es el amor al prójimo (al “próximo”, es decir, al ser más cercano a uno). Esto último, justamente, se corresponde con el tema que se está tratando. La Ley lo dice así: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aquí empieza la interrogante más importante: ¿Por qué no se mandó a amarnos a nosotros mismos primero y sí a los “otros”? ¿Es una simple omisión?

Incluso en la misma forma como está planteado el mandamiento, que es la traducción que todas las Biblias aceptan, se puede notar la respuesta. Los hombres de la antigüedad dicen algo sin decirlo: el amor a uno mismo no puede ser mandado o exigido. Punto. ¿Por qué? Porque viene con nosotros, es innato, y por serlo, es inevitable y necesario; por ello lo toman como base inmediata (“como a uno mismo”) para algo posterior y futuro (“amarás al prójimo”). Para ser exacto, no hay mucho pan por rebanar en el sentido de elegir entre el innatismo o el no innatismo del amor a sí mismo. Es uno o es lo otro: no hay tercera opción. Sin embargo, al anular la idea de que el amor a sí mismo es parte de la naturaleza humana (innato), se da paso a las múltiples teorías que proponen cultivar o sembrar culturalmente dicho amor. Es en este contexto de exclusión de su innatismo, donde se impone el concepto de “autoestima” y donde surgen un sinnúmero de ideas al respecto.

Con todo ello, para Fromm el ser humano desde sus primeros años de vida es considerado un ser “sin amor”. ¿Y dónde lo consigue o lo aprehende? Pues en su entorno. Así, por dar un ejemplo, los psicólogos afirman que el niño que no ha sido amado desde pequeño jamás podrá amar en el futuro (algo excesivamente dicho). Eso se derrumbaría con una posición innatista. La salvedad que se haría al respecto sería: el niño que no ha sido amado, entonces jamás podrá amar a otro ser que no sea a sí mismo, porque jamás le enseñaron que el “otro” —ser humano como él— merece su amor. De esa forma, pueden amar más a una cosa que a un ser de su especie, tal vez más amen a una guitarra, a un libro, a la bebida, que a otro ser humano. El amor a sí mismo no tiene principio porque él mismo es su propio principio y su propio fin.  

Puesto que el “amor a sí mismo” es innato (y los demás tipos de amor no lo son —ese es otro tema—), entonces representa la máxima prueba para todo lo que se ha dicho acerca de las personas autodestructivas. Pues, ¿acaso en su gran mayoría los niños que han sido maltratados por sus padres, abandonados, vapuleados, repudiados, no han tomado el camino de la destrucción de sí mismos? ¿Acaso esa destrucción con el alcohol, las drogas, las luchas a muerte, las batallas sangrientas que se imponen, no son la mejor prueba que no se aman? Pues no, por el contrario, creo que son las terribles circunstancias en que vivieron de niños lo que originó el carácter excluyente del amor a sí mismos, tanto es así que su amor se ha implantado como la única fuerza que les queda, y se ha degenerado en una puesta tan elevada de su persona que se creen inmortales; eso explica que ni el alcoholismo, ni la drogadicción, ni las condenas sangrientas a las que se someten, son suficientes para destruirlos, pues son súper poderosos, amantes de sí mismos, omnipotentes, gigantes, apabullantes, y no les importa ni el sufrimiento de sus “próximos” ni el mundo que les negó la posibilidad de transmitir ese amor —que los llena— para todos los demás.  

Por tal motivo, lo que les serviría de ayuda para ellos no sería (valga la redundancia) la “autoayuda”, sino la “ayuda a los demás” (por decirlo de alguna forma no categórica), pues lo que se pretende es que reconozcan a los otros, tal vez a los que le negaron el amor, a los violentos o a los que los abandonaron cuando más lo necesitaban o, por extensión, a cualquier ser humano. Es el reconocimiento de los “otros” y no el de sí mismos, lo que llevará a esas personas a su mejoramiento. Así visto, se trata de direccionar toda una “teoría” (“arte”, dice Fromm) que podría ser mejor empleada o mejor entendida, pues como afirman los “psicólogos de la autoayuda”, el amor a uno mismo se alcanza sobre la base de ciertos peldaños (si mal no recuerdo son siete o nueve), que se manifiestan en palabras tan altisonantes como: autoconocimiento, autoconcepto, autoanálisis, en fin.   

Aceptar esta secuencia anterior —con la perspectiva del innatismo del amor a sí mismo— no tendría sentido, y sería como empezar a reflexionar acerca de la digestión: “auto-bolo-alimenticio”, “auto-quimo”, “auto-quilo”, etc. No se puede plantear la forma cómo llega a los seres vivos la digestión, pues llega o llega. Eso es todo. Claro que uno puede hablar de los pulmones, los bronquios y bronquiolos, diciendo que permiten la respiración; pero la respiración como tal, está porque está (nos ha llegado por “innatismo biológico”), y si no estuviese, entonces no fuésemos seres vivos, sino piedras o nubes. No se puede cultivar el amor a sí mismo, como no se puede cultivar la circulación de la sangre, en el sentido de que no puedo afirmar: mañana voy por fin a hacer que mi sangre circule a través de ciertos procesos psicológicos de entrenamiento.

Toda la idea del “arte de amar”, como lo planteaba Fromm, no sólo está ligada a la concepción anterior del no innatismo, sino a muchas propuestas de poetas o escritores, que incluso antes de la publicación del libro frommiano, ya mencionaban. Las citas son vastas. Charles Bukowski afirma en un poema: “Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero”. Por eso, podría quedar “innatistamente” así: “Como te amas siempre a ti mismo primero, pues quédate así”. Otra cita que merece mención con respecto al tema es la dedicatoria del “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “Yo canto para mí, una simple y aislada persona, / sin embargo pronuncio la palabra Democracia, la palabra Masa”. Es increíble cómo Whitman se ama tanto en ese libro, y a partir de ese amor, puede sin embargo incidir en el resto, a los otros que conforman también el mundo, a esa “Masa” que sin duda también le canta porque “todos los átomos que me pertenecen / también te pertenecen”. El amor a sí es la pertenencia innata del hombre y ese único átomo congénito nos une a todos.

Alguna vez, una psiquiatra me preguntó durante una cita en su consultorio algo que ya lo había escuchado muchas veces en lo que se llaman “entrevistas personales”: “¿Cuál es tu motivación más grande?”. Cuando yo le respondí que era mi hijo, ella me corrigió: “La máxima motivación de tu vida debe ser tú mismo”. Las preguntas de los “especialistas de la mente” son tan paradójicas que dudé un poco. ¿Por qué me quiso hacer recordar que tendría que ser yo mi propia motivación? La psicóloga puso de manifiesto —sin saberlo— el mandamiento “Ama al prójimo como a ti mismo”, porque colocó como base fundamental nuestro amor innato (“como a ti mismo”), para poder, a partir de esa base, continuar con el entendimiento del amor a los otros (“ama a tu prójimo”). Y, además, sin descartar la toma de conciencia de saber que los “otros” también se aman a sí mismos.

Se ha llegado a un punto interesante del análisis, puesto que es la conciencia, es decir, la cultura —con la ayuda del lenguaje y de la experiencia— lo que puede hacer acercarnos a los “otros” y verlos no tan diferentes a uno. ¿Acaso no son amantes también de sí mismos? Si el ser humano se encapricha (o se adhiere más a sí, porque no hay otras opciones que lo hagan “cambiar de parecer”) en ese centro supremo que es su propio amor, puede que se desnaturalice y se enmarque en conductas antisociales. Ahora bien, el asunto de las conductas humanas (sean antisociales o no) tiene una amplitud casi infinita, y tal vez nunca se podrían terminar de formular una por una (con los “estudios de caso”, por ejemplo), porque cada ser humano nace con una complejidad distintiva. Sin embargo, lo que se puede tomar como regla general —lo que llamamos “principio” — es el “amor a sí mismo”, pues es raíz fundamental de una dimensión humana, que influye directa o indirectamente en las demás dimensiones que el hombre posee.  

Sea verdadera o no esta tesis, seguramente los libros de autoayuda se seguirán multiplicando, porque la mayoría de los seres humanos les gusta ligar la idea del amor con algo externo a ellos. Es decir, que es desde afuera de donde se cree que tiene que venir la fórmula para aprehender a amarse: desde un “objeto” (madre, padre, próximo, etc.). Hasta ahí uno se puede quedar. Lo que la metafísica nos brinda, no puede ser otra cosa que la libertad de la que los hombres nos solventamos para desprender las angustias. En honor a esa metafísica, hay que seguir metiéndonos en líos conceptuales.

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