lunes, 20 de enero de 2014

"El urbanismo, el consumo y la vida" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/06/13)

Todo comenzó por una pregunta por teléfono (luego explico por qué tanto detalle). Mi primo, investigador de la arquitectura, me pedía mi opinión —como educador o como ciudadano común— de la nueva tendencia de los urbanistas por recuperar los espacios públicos (como los parques) y poder dar una alternativa a la propensión demencial de ir siempre a espacios privados (Real Plaza es un ejemplo en Chiclayo).

Quería detallar este hecho de la llamada telefónica, cotidiana y casera, para resaltar dos cuestiones: en primer lugar, que una llamada familiar o de viejos amigos no siempre tiene que ser para un encuentro sustentado en la parranda (como lo intensifican los comerciales de televisión hablando de la “familia”), sino que en medio del vínculo de parentesco y compatibilidad, exista una figura de respeto por una opinión (así sea básica) de algún tema que los una; y en segundo lugar, que detrás de la llamada se ha hecho —caso raro hoy en día— un buen uso de la tecnología, pues dejamos a los celulares en su verdadero espacio de “útiles de vida” y no los llevamos a un plano superior: como remolinos que absorben sin piedad conversaciones y reuniones de amigos.

Volvamos al detalle: ¿Qué fin tiene recuperar los espacios públicos para hacer frente a los privados (como los centros comerciales)? Es inevitable contestar esta pregunta sin pensar en la funcionalidad que han tenido —en el mundo y a través del tiempo— los parques, los jirones o los paseos.
La identidad está ligada íntimamente con esos ambientes. Las catedrales, los municipios, el hostal municipal o algún museo siempre es propio del espíritu diferenciado de una ciudad; y este rasgo separa, en esencia, una ciudad de otra, pues justamente su tradición y su condición cultural se encuentran situadas en estos pequeños (pero significativos) lugares.

Es en éstos en donde transcurre la vida histórica de un pueblo: por ahí caminaron sus fundadores, sus autoridades, sus personajes ilustres, sus escritores, y por oposición, sus más grandes tiranos, sus ladrones, sus antepasados olvidables, y todos ellos unidos funcionalmente en la libertad y en la conciencia plena, con un sentido cabal del oficio (sea bueno o malo) pero que implica un cumplimiento exacto de una función no señalada por nadie, es decir, que el transcurso de esos hechos y de esas caminatas de antaño, o de esas reuniones multitudinarias o solitarias, son el legado más importante de las conciencias que ven su mundo (todo el alrededor de esos espacios) como un hogar construido y destruido a su antojo, con la plenitud de su ser.

Con los centros comerciales sucede una situación distinta. Éstos fueron creados con una intensión muy directa e inequívoca: el hacer de una reunión entre personas una provocativa tentación para consumir. El consumo es el fin supremo de un círculo de personas en un espacio privado. Esa condición distintiva puede ser más evidente cuando se piensa en todo lo que se puede hacer en un parque y lo que no se puede hacer en un centro comercial; y se me ocurren varios ejemplos: jamás se podría hacer una manifestación pacífica contra el gobierno o contra el alcalde o contra el aborto en un centro comercial (ahí Sartre nunca hubiese repartido sus volantes políticos al final de su vida), jamás podríamos pasear nuestros vehículos (sean motorizados o no motorizados) con plena voluntad, a nuestro antojo y gusto; jamás podría acercarme a ofrecer en venta un libro a alguien sin ser tildado de intruso y de ambulante de pacotilla por la seguridad (y ser expulsado y tomado como persona no grata); y lo más importante (sin duda alguna): jamás podríamos pasear nuestras conciencias libres en un centro comercial sin ser perturbado por miles de rostros inverosímiles, por cuerpos con la prisa de los esclavos del consumo, por las tiendas gigantescas que sólo a la vista no te dejan acudir al llamado de la soledad, por tantas luces brillantes como además por seres vacíos y frívolos, por el ruido constante de “la novedad” que, aunque se disfrace de “conversación”, es solamente el ruido absurdo de seres petrificados y sometidos.

Entonces, en todo este contexto, Saga se convierte en la Catedral de Chiclayo, el comedor de Real Plaza se convierte en el Parque Principal, Plaza Vea se convierte en el Mercado Central y las personas libres que alguna vez pasaron por las calles de una ciudad privilegiada, son ahora los Gregorio Samsa convertidos en insectos cuya taxonomía es difícil descubrir.

Volviendo a la pregunta inicial: ¿Qué fin tiene recuperar los espacios públicos y evitar los privados? Sin duda, tiene el fin supremo de la cultura, de la libertad y de la identidad. Y subrayo esto último: identidad, para dar un ejemplo del extremo al que se ha llegado. Visité Cajamarca hace unos años, y me reuní con unos amigos. El primer sitio turístico al que ellos me llevaron no fue nada menos que al Kinde —equivalente del Real Plaza— para mi sorpresa. ¿Qué está pasando con los ciudadanos? ¿Creen que los “avances” han sustituido en pleno a toda la historia de su tierra? Sin duda, están sujetos a la tendencia que las huacas y los museos sirven sólo para sacar dinero a los “gringos”, pero no para establecer un nexo entre el espíritu del ciudadano y el de sus antepasados, porque cumpliendo con el cometido y el deseo que mientras más arios gasten en nuestros sitios, ya se está “haciendo cultura” y se está aportando a los intereses de una ciudad a la que sólo le importa el dinero.  

Pero aquí surge algo condenatorio: la falta de seguridad de los espacios públicos. ¿Valdría la pena arriesgar a la familia a pasear en el Parque Principal de Chiclayo (no es Plaza de Armas) con el riesgo de ser asustado por una persona de mal vivir? Pues no. Y esto enfrenta dos tendencias muy claras: reclamar por una mejor atención de la policía en las calles (en eso está centrado el gobierno y sin éxito) o callarnos la boca con premeditación y asistir y desfilar por los espacios privados con la conciencia de que nuestros hijos (niños aún, adolescentes aún) puedan percibir que el progreso es el consumo, que no hay mejor estética que la de la gente con bolsas llenas de ropa de precios exorbitantes, que el pórtico al paraíso se tiene que adquirir comprando y que el reconocimiento social también llega por ese camino de frivolidad. ¿Desde cuando se comenzó a creer que sentarse en un parque es de jubilados o de ociosos? Quizá desde el mismo momento que el progreso llegó para traer corrupción y delincuencia.

Todo esto me hace recordar un símbolo garcimarqueciano: la hojarasca, que no era más que todas las personas foráneas que se habían establecido en Macondo para hacer fortuna. El progreso de la ciudad fundada por el coronel Aureliano había llegado con ellos pero también se había ido con ellos. La hojarasca era una especie mercantil e inhumana, que quemaba billetes porque no les interesaba la esencia del dinero, y estaba petrificada en su mundo ínfimo, sin conciencia, sin libertad, ajustados a una sola obsesión: el placer por el placer mismo. A pesar que no es un caso idéntico al de Macondo, Chiclayo tiene su propia hojarasca —nacida de su propia entraña—, y a través de la educación y de la información hay que reverdecerla, aunque esto implique un acto de realismo mágico.  

Que el placer de las vitrinas no nos atrape es ya un logro heroico. Hay que ser como Odiseo cuando ordenó a sus guerreros que lo aten muy fuerte a un asta del barco, pues al pasar por la isla de las sirenas, quería escuchar sus hermosos cantos sin ser hipnotizado (los guerreros que las escucharon se lanzaron al mar y se ahogaron). Ahí está la fórmula: sentir el placer pasajero y fugaz pero no quedarse prendido de la voz ilusoria, sino cogerse de lo que nos hace humanos: la inteligencia. Hay que rescatar nuestra historia para saber quiénes somos. ¡Necesitamos nuevos ciudadanos!

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