A pesar de que no se puede someter el amor al método científico,
al menos no estrictamente, se ha escrito un sinnúmero de documentos, libros,
artículos acerca de ese amplio fenómeno. A través de la historia, hombres y
mujeres influenciados por un poder sin límites, han ejecutado acciones notables
o catastróficas en su nombre, desde guerras sangrientas hasta suicidios colectivos,
desde maravillas del mundo hasta libros geniales. Por su naturaleza subjetiva
(cada uno cree amar de una forma distinta) hace difícil —aunque no imposible— establecer
ciertos criterios globales para poder encontrar rasgos que puedan acercarnos a
definirlo.
El siglo pasado, el filósofo Erich Fromm intentó de manera
muy exitosa e inteligente sistematizar lo concerniente al amor, estableciéndolo
como un arte, es decir, como una manifestación humana susceptible de ser
cultivada y enriquecida —justamente cual arte—
desde lo más elemental hasta lo más elevado y categórico. Esto lo hizo
siguiendo una tradición que se puede reducir muy bien en un adagio de Paracelso
—que está incluido en el epígrafe general del libro— y es el siguiente: “Quien
no conoce nada, no ama nada (…) Cuando mayor es el conocimiento inherente a una
cosa, más grande es el amor”.
Fromm, para sustentar su afirmación acerca de la actividad
de amar, contrapone una creencia popular —muy arraigada incluso en películas
romanticonas o en programas de televisión sujetos a ciertos platonismos— con su
planteamiento del cultivo de este “arte”. La creencia afirma que el problema
del amor está dado en encontrar al objeto
que merezca nuestro más profundo afecto, que podamos perdernos en él, circunscribirnos
en una letanía de cavilaciones sublimes, afirmar nuestro gozo, agradecer al
destino por tal suerte y aplacar nuestra sed pasional. Y, dadas las
circunstancias, como pocos encuentran ese objeto tan deseado que casi no
aparece en la vida —por culpa de cuanta maldad habite en el mundo—, entonces no
se puede amar. Por el contrario, Fromm plantea ver el problema del amor, no en
el objeto sino en la facultad, donde
tendrá esta última que ser cultivada en un acto pleno de conocimiento.
Por otro lado, el libro está dotado de la historia de los enlaces
de amor a través de los siglos y, en el desarrollo del tema, se afirma la actual
idea que la modernidad ha establecido: el amor relacionado con la moda o la
mercancía facilista, o la confusión que crea el acto de “enamorarse”, por lo
demás complejamente pasional y egoísta.
Sin duda, dada la rigurosidad con que se maneja el tema, no
podía encontrar mejor explicación racional de lo que me interesaba conocer más
que en este libro, a pesar de que el amor paternal en esas páginas no es más
que un subtipo, una subcategoría, una simple rama, de algo más grande. ¡Vaya
halago frommiano! Dada mi condición de padre y la idea que el tercer domingo de
junio está encima de nosotros, me pregunté acerca de este rol tan importante
que uno cumple en la familia y, por extensión, en la sociedad, pues con mi hijo
de tres años y mi hija creciendo en el vientre de mi esposa, tenía que ubicarme
funcionalmente en algún lugar, ya sea como afirma Fromm en un pequeño espacio
opacado por un amor tal vez más grande: el amor maternal; pero sin duda, no
menos importante y difícil, muy pegado a la genial frase popular: “El ser padre
es una profesión al revés, pues primero recibes el título y después haces la
carrera”.
Este filósofo divide el amor en cinco tipos: fraternal,
maternal, erótico, a sí mismo y a Dios. Entonces, la pregunta es inevitable:
¿Dónde está el amor paternal? Fromm dedica un apartado para tratar el amor
maternal y el paternal, y cómo el niño va descubriendo —a través de la diferencia
de esos dos amores— todo lo que lo rodea y lo que lo acompañará a través de su
existencia. Sin embargo, en el libro se pone en claro que cuando se menciona
“madre” o “padre”, se hace referencia a “tipos ideales”, para no pensar que hay
un parentesco determinista en todos los casos; y es por esa dificultad
subjetiva —como mencionaba al comenzar el artículo— que sistematizar todo el
asunto se hace loable.
En la primera etapa de su existencia, el bebé asume a la
madre como la prolongación de sí mismo, como lo único que posee para vivir,
pero el pequeño no tiene una conciencia de amor; es más, antes de los ocho años
y medio el niño no ama todavía. Pero en su crecimiento, en palabras de Fromm,
más o menos establece el siguiente pensamiento con respecto al amor: “Me aman
porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman porque
soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me necesita. Para utilizar una
fórmula más general: me aman por lo que
soy, o quizá más exactamente, me aman
porque soy. No tengo que hacer nada para que me quieran —el amor de la
madre es incondicional—. Todo lo que necesito es ser —ser su hijo—”.
La parte negativa del amor maternal es indudablemente triste.
Por su misma naturaleza incondicional, este amor es imposible de crearlo y
conseguirlo. Hay tantos ejemplos de madres que matan a sus hijos, que los
abandonan, que los regalan; o, por otro lado, mujeres jóvenes que detestarían
ser madres (aunque esto último no es un delito, sino sólo es parte de las
decisiones libres que ellas asumen —a veces ligada a ideas feministas—, pero estos
casos se pueden tomar para demostrar las predisposiciones que adquieren algunas
mujeres para no traer hijos al mundo, muchas veces por evitar lo monstruoso que
podría resultar una relación fracasada); como dice Fromm: “Si no existe (el
amor maternal) es como si toda la belleza hubiese desaparecido de la vida, y
nada se puede hacer para crearla; pues si existe, es como una bendición”.
Entre los ocho y diez años, “la relación con la madre pierde
algo de su significación vital; en cambio, la relación con el padre se torna
cada vez más importante”. Es ahí cuando nuestro rol de padres adquiere cierta jerarquía
para el niño, pero ¿cuál es la naturaleza de esta relación? Fromm afirma: “Si
bien el padre no representa el mundo natural, significa el otro polo de la
existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre,
de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es
el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo”.
Por todo lo dicho, el amor del padre es condicional. Está de
acuerdo con el siguiente principio: “Te amo porque llenas mis aspiraciones,
porque cumples con tu deber, porque eres como yo”. Parte del fundamento que
Fromm pone a flote para que el amor paternal sea como es, está en sugerir que
“cuando surgió la propiedad privada, y cuando uno de los hijos pudo heredarla,
el padre comenzó a seleccionar al hijo a quien legaría su propiedad. Desde
luego, elegía al que consideraba mejor dotado para convertirse en su sucesor,
el hijo que mejor se le asemejaba y, en consecuencia, el que prefería”. Ante
esta explicación, notamos que hasta en la problemática del amor, hay mucho de
ideología, lo cual hace más complejo el análisis.
La parte negativa del amor paternal no es tan dramática si
la comparamos con el lado menos bueno del amor maternal. Este último no está
sujeto al control sino que, cuando no nace gratuitamente, está ligado a lo
inevitable; un ejemplo de ficción está en la película “Inteligencia
artificial”, donde el niño-robot no pudo hacer nada para que su mamá adoptiva
lo quiera. El amor maternal que tanto rogó David —el protagonista— no le fue
otorgado más que cuando alienígenas súper desarrollados se permitieron
resucitar a la madre por sólo un día, cuando el ser humano ya no existía sobre
la Tierra, y para que David pueda superar ese trauma infantil que lo había
llevado a su autodestrucción: el saber que su madre jamás lo iba a amar.
En cambio, el amor paternal es posible conseguirlo con
ciertas acciones. Fromm retoma una idea que Goethe había expresado: “Es el buen
deseo de todo padre el ver realizado en su hijo lo que en él falló; es como
vivir la propia existencia una vez más, usando de la mejor manera las
experiencias de la primera vida”. De esa forma, la rebeldía de seguir caminos
que el padre cree impropios, puede costarles caro a los hijos; es como si el
padre les quitara su respeto, los negara en su corazón por haber traicionado a
su propia sangre, que no es más que una doble traición, tal vez hasta
imperdonable, y ante ello se tiene que re-crear o re-vivir dicho amor. Un caso es
la parábola del hijo pródigo, en donde después de arrepentido el hijo, vuelve
pidiendo perdón, y el padre (tal vez acordándose de la rebeldía que él tuvo
alguna vez) lo perdona y se crea una de las anécdotas universales más célebres
de la relación de un padre y su hijo. El arrepentimiento del hijo es el triunfo
del padre, pues es como si le dijese: yo tuve razón y ahora te respeto otra vez
porque me respeto a mí mismo en ti.
Fromm ubica el amor del padre dentro de un subtipo de amor
fraternal, es decir, aquel amor que su objeto está centrado en todos los seres
humanos. Asumiendo la ubicación de ese amor, me remito a un libro que Fernando
Savater escribió para su hijo, titulado “Ética para Amador”, en donde dice:
“Siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser el mejor
amigo de sus hijos”, y agrega más adelante: “Un padre o un profesor como es
debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada”. Entonces, ¿el
padre será igual a un amigo fraterno?
El amor del padre es fraternal; sin embargo, tiene sus
responsabilidades más marcadas ya fuera de esos “tipos ideales” que Fromm
asume. ¿El amor de padre tiene un poquito de amor de madre? Valga la paradoja.
Ante ello, el filósofo dice: “La persona madura llega a la etapa en que es su
propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una conciencia materna
y paterna”. Como era previsto, acerca del amor nada es definitivo. Acerca de
los tipos de amor, mucho menos. Acerca del ser humano, estamos aún balbuceando.
¡Grande es la pequeñez del hombre!
El padre que no fuimos, el que seremos, el que somos,
el que no tuvimos, el que perdimos por azar o por justicia, siempre está cumpliendo
su función, a veces no necesariamente de padres (tal vez de enemigos, quizá de
dioses), pero se encuentran trascendiendo sin límites, arrastrándonos hacia sus
propias sombras o sus brillantes luces. No acostumbrados a la realidad, volvemos
todos a ser nuevamente reales.
Excelente!!! Gracias por compartir.
ResponderEliminarEstaría buenísimo si pudieras hacer una versión 2.0, agregando la relación fundamental entre el concepto de "separatidad" (o como quiera se llame en la traducción que has leído) y el amor.
ResponderEliminarPor lo demás, me ha gustado mucho tu artículo.