domingo, 5 de marzo de 2017

"De universidades fáciles y propagandas inconcebibles" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (05/03/17)

Una mañana del año 2015, en plena labor docente, acompañé a un aula de estudiantes de quinto de secundaria a una universidad privada para recibir una charla. Días antes se había hecho la invitación, y un bus particular llegaría al colegio y transportaría —con escolta incluida— a todos los participantes. Como era de esperarse, el tema giraba en torno a las bondades y privilegios de tal casa de estudios para convencer a los jóvenes, casi promocionistas, de que dicha institución era su mejor alternativa.  

El rector o gerente general (no recuerdo el alto cargo) se dignó a ser el encargado directo de compartir con todos nosotros los detalles (a criterio de él: fascinantes) que ofrecía la universidad que él precedía. Entonces después del saludo de rigor y el chiste para romper el hielo, pasó a enumerar sus argumentos. Veinte minutos aproximadamente habló de las instalaciones, los imponentes edificios, la futura piscina, el infaltable gimnasio, la privilegiada vista al horizonte, la playa de estacionamiento, los recursos técnicos y remató esa parte de su exposición con una memorable frase que todavía retumba en mis oídos: “Miren, muchachos, ustedes aquí no se van a sentir que van a la universidad, sino a un club social”. Sentí vergüenza ajena. Y lo que llegó después sí fue digno de una película surrealista e imposible, por pudor, de reproducir en este artículo.

Cuando el disertador pasó a lo académico, era de esperarse lo que vendría: colocar a la parte de los recursos técnicos disponibles por encima de los contenidos científicos que se pueden impartir en clase, es decir, anular por completo la ciencia para reemplazarla por procedimientos superficiales. Esta es la más grande falacia educativa que ha recorrido el mundo occidental en los últimos veinticinco años más o menos. Y, pues, qué podemos esperar. En la mayoría de países, los grandes negocios de la educación superior han nacido en el marco de un desarrollo tecnológico notable, y se han visto influenciados rotundamente por este, casi olvidando que la universidad se institucionalizó y creció para la investigación y el rigor científico. Pero lo que ahora se ejecuta es tan falaz como la madre que los parió: la divertida aula de clase.

El asunto no está tan relacionado con los pobres profesores (fijados en el pasado de notas, presentación de informes, preparación de fichas para todos los centros educativos donde trabajan —no bajan de tres—, elaboración de métodos de cómo divertir, de cómo contentar al evaluador que a su vez es evaluado, de cómo ser un perfecto burócrata, etc.), digo, no está tan relacionado con el docente, en tanto sí con el sistema implantado desde las leyes más perversas. En este entorno, ahora sí es un hecho que la universidad ha muerto, como décadas atrás alguien lo había predicho.  

Existen notables académicos que han tratado este tema. Remito al artículo crítico “La universidad liquidada” (ver en Internet) de Carlos Fajardo Fajardo, ensayista y poeta colombiano, donde expone con una bondad de pocos, los motivos por los que el centro de estudios más idealizado por la sociedad (la universidad) no es más que un edificio (o conjunto de edificios, según la inversión del promotor) donde “se educa para la flexibilidad y el todo terrenismo, es decir para una sociedad donde nada es duradero sino desechable y, por tanto, lo mejor, en esta condición líquida, al decir de Zygmunt Bauman, es aprender a estar en todas partes y en ninguna, es decir, practicar surfing laboral, capacitarse para cualquier actividad, ser jovial, obediente, comunicativo, comprable, ofertado y vendible, legitimador de los discursos empresariales”.

En la misma línea, se encuentra el erudito profesor español Jesús G. Maestro, quien con su demoledor ensayo “Diatriba contra la universidad actual” (ver en Internet), nos dice: “Por lo que se refiere a las Letras, la Universidad actual es, en España y en todo el mundo, y sin apenas excepción visible, un sofisticado simulacro de conocimientos sostenido por un inmenso aparato burocrático e ideológico, en cuya cúspide, académica y administrativa, suelen estar los mayores mediocres”.

No solo es estar inmerso en la universidad para percibir el siniestro y poderoso aparato que la mueve. Los tentáculos de la propaganda masiva, a favor de una universidad desnaturalizada, se pueden apreciar en comerciales de televisión, en gigantes pancartas de avenidas principales, en vistosas redes sociales y demás; y el discurso elaborado en torno a lo que ofrece, no varía de una institución a otra de manera fundamental, pues todas se parecen en un vicio y legado: la mediocridad. Todas tienen la misma base retórica de tentar al joven (o adulto, depende el caso o “modalidad”, como ahora la llaman) a través de cordialidades cínicas, ofrecimientos sofísticos, psicologismos gaseosos, entusiasmos vacíos, espejismos académicos, frases tan simples y simplonas que hacen pasar por célebres o ceremoniosas, con el verbo “decidir” por todos lados (“decide tu futuro”, “decide hacerlo ya”, “decide por los mejores”, etc.), y con la palabra “éxito” en un estado de promiscuidad tan notorio como prostibulario. 

Un marketing parecido está legitimado si se ofrece un producto masivo, como gaseosas o celulares; pero la universidad, al semejarse con los insumos más utilitaristas (sino vanos), se convierte en una catastrófica fuente comestible (“desechable”, como diría Fajardo) y empieza un debacle sin fin: el rumbo que le impusieron los mercaderes que quisieron asesinar a los profesores críticos, a la ciencia sin ideologías, a los principios racionales.

¿Las soluciones? Son pocas y nunca escuchadas. Por lo pronto, no dejar de expresarnos críticamente es una opción. ¿Qué salida tienen los alumnos que quieren realmente estudiar y no irse a un “club social” institucionalizado? Pues informarse por pasión, buscar endemoniadamente libros en Internet que los desengañen, escuchar a los sabios profesores del mundo, sospechar siempre de lo establecido como norma. Todo ello es la acción para aquel que quiere impulsar el cambio, pero para el que no (¿son la apabullante mayoría que incluye profesores?) solamente debe seguir el pequeño camino que les trazan en torno a un “empleo de la tranquilidad” o un “título de la apatía”.

Un profesor se puede vender o “acoplar” a un cómodo sistema: está en su derecho. Mas lo que es imperdonable está en no conocer o no entender cómo se mueve el acrítico sistema burocrático de la universidad, a costa de la muerte de la ciencia, la liquidación de lo profundo, el holocausto de la inteligencia.

1 comentario:

  1. Cierto y verdad. Ahora todos pendientes de la evaluación del alumno hacia el profesor. El mundo invertido.

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