
Su nombre (“Lucho Rivas”) me sonó por primera vez a
los veinte años en la boca de Alfredo José Delgado Bravo, quien me aconsejó
llevarle mi modestísimo primer libro a sus manos para que tenga un mejor
destino; algo absolutamente improbable en la Edad de Piedra de mi poesía. “Es
lo mejor en crítica”, me dijo el autor del himno a Chiclayo. Con una obediencia
férrea, un día de hace quince años toqué la puerta de la calle Carrión y me
recibió un profesor serio, con aura otoñal y de erudición constante. Cuando me
presenté y recibió mi libro, mostró su generosidad al decirme: “Lo consideraré si
hay otra edición de un estudio publicado acerca de la literatura lambayecana”. Lo
tomé como un elegante cumplido.
En casi una hora de charla, caminando por Elías
Aguirre, me habló de tantos temas que apenas a mi memoria retorna uno: su
opinión sobre el mejor poema que a su juicio —de aquel tiempo— escribiera
Vallejo en Los heraldos negros: “A mi
hermano Miguel”. Sin duda, me hizo revisar muchas concepciones que, en mi
adolescencia, tenía de la literatura y de muchos autores, pero todavía yo no
notaba su perenne solemnidad hacia lo trascendente y su maniqueísmo confeso en
todos los asuntos que rodeaban su vida. Años después lo descubrí más
claramente.

Dos días antes de la presentación de su libro
recibí una llamada. Leía en casa “El grito silencioso” de Oé y me invitaban a
cubrir el comentario del libro y el evento. Miré a Janet y le dije: “Tu
profesor preferido presentará un nuevo libro”. La fama del Dr. Luis Rivas de
ocasionar impacto al narrar historias en sus clases de Literatura había dejado
en sus alumnos universitarios recuerdos imperecederos.
A pesar de haber leído al profesor en un sinnúmero
de artículos, encontré en este libro en particular una posición que no dejaba
dudas desde el título después de los dos puntos: “Hacia lo trascendente”. Sus
análisis literarios poseen, algo más o algo menos, lo que se afirma en la
página 371, en un artículo titulado “La dimensión ética en la literatura
contemporánea”. El profesor dice: “Un rasgo frecuente en la literatura
universal ha sido —protagónico o subyacente— el milenario conflicto entre el
bien y el mal; y el componente ético ha contribuido en gran medida a potenciar
la calidad estética de obras maestras”. La división de la realidad entre el
bien y el mal, como dije, es el maniqueísmo que recorre en esta nueva
publicación las líneas de casi todo lo descrito: personajes, libros, debates.

Existen dos temas tangenciales que también se
pueden destacar: la historia y la política. El dato biográfico como móvil para
los tópicos de algunas obras o la importancia del proceso del tiempo en el enriquecimiento
de las ciudades, son muestras innegables de la biblioteca viviente de anécdotas
y relatos que es el profesor Luis Rivas, tal vez su más fuerte atractivo en el
aula de clase. Los autores antitotalitarios que en el mundo han sido son mencionados en la defensa de una
democracia, tal vez no muy bien entendida, dada las variantes conceptuales del
término en el siglo XX; solo recuérdese que en la construcción del Muro de
Berlín, la Alemania Comunista era catalogada “democrática” (curiosa paradoja).
El conocimiento profundo de la política para un
cristiano puede resultar alarmante. Solamente hay que recordar lo que Max Weber
escribió del tema, y que Vargas Llosa coloca de epígrafe en El pez en el agua: “También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo
está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien
accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con
el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo
produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario.
Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. Demoledor.
La última vez que vi —antes de la presentación— al
profesor Rivas, yo iba con Janet por la avenida Luis Gonzáles. Se le veía
sonriente y bromeó con algo muy de moda por ese tiempo: “Voy a ser mi tesis en
la Complutense de Madrid”, nos dijo. Nos hizo sonreír y asumir algo marcado en
su personalidad, pero que no se nota con frecuencia: su sentido del humor. La
presentación del jueves estuvo llena de esos detalles certeros e inteligentes
que arrancan una sonrisa. Y este escrito debe terminar pues, como él refirió al
final de sus palabras, los gritos de una tribu cuando el orador habla demasiado
pueden aparecer: “¡Ya basta! ¡Ya basta!”.
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