Meter
un gol en un clásico del fútbol peruano es casi un poema; pero hacerlo al
último minuto tiene que serlo absolutamente. Así, entre un ambiente de “realities”,
“zorros zupes” y futbolistas vinculados con las orlas de lo vacío, emerge desde
las praderas de la humildad y el amor por su familia, un individuo cuya curiosa
manifestación de orgullo es tan contradictoria con su especial condición de
ganador. Es un lunar mediático en medio de un mundo de competencias desleales y
cinismos: nunca halaga su trabajo.
En
la novela “El túnel” de Ernesto Sábato, el personaje Juan Pablo Castel se
quejaba de los individuos que nunca declaraban orgullosos su talento (lo que él
llamaba “la vanidad de la modestia”); sin embargo, si yo no hubiese tratado
unas cuantas veces con Hernán Rengifo (Chachapoyas, 1983) no podría dar
testimonio de tan profundo recato para nunca disparar una palabra que
conmocione su ego. Él prefiere la sencilla descripción de una jugada, para él,
azarosa, y puesta por el Dios que todo lo
puede, que decir algo acerca de su buen juego y olfato goleador. Tiene una
sinceridad de acero.

Jorge
Luis Borges siempre menospreciaba su literatura por considerarla deficiente y
decía ya viejo, ciego y genio: “tal vez a los doscientos años pueda aprender
algo del arte de escribir”. Su segunda esposa, “la Kodama”, publicó alguna vez
en un libro en conmemoración al gran maestro que todos los actos de modestia de
Jorge Luis eran absolutamente sinceros, y nunca sacados de un baúl de falsas
modestias o simuladas honestidades. Algo de esto tiene Hernán Rengifo.

En esa misma
entrevista, rescata conmovedoramente, con tono pausado y voz parecida a un
poeta cuando lee en un recital, sin esa máscara que le cubre el rostro por
lesión, rescata que él siempre será el jovencito que jugaba Copa Perú y que,
terminado el colegio, iba a jugar por el equipo de sus amores (la “U”) y que
eso late en él tanto que no podría pensar jamás que ya es otro.
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