lunes, 11 de septiembre de 2017

"Ramírez Ruiz y la demolición de sus armas" - Por: César Boyd Brenis - Revista Papel Rojo (Edición Julio 2017)

En acostumbrada soledad, sentado en mi sala frente al televisor, yo sintonizaba el canal cuatro. El periodista Raúl Tola decía lo siguiente: “El poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz, una de las voces más reconocidas de los años 70 y fundador del Movimiento Hora Zero, ha sido encontrado sin vida en Virú, después de permanecer algún tiempo desaparecido; su cuerpo fue arrollado por un bus interprovincial y su cadáver quedó desfigurado”.
La noticia me produjo un impacto desgarrador. Llamé a mi hermano que se encontraba en el segundo piso de aquella casa donde vivíamos y, con voz temblorosa, le dije: “¡Mira!”. El homenaje aún continuaba. El periodista seguía hablando de la vida y obra de Ramírez Ruiz, y también algunos poetas daban su testimonio. Al ver eso, mi hermano recordó aquella sola noche cuando conversamos con él. Los tres. Ni una vez más lo volvimos a ver desde aquel 2006 (aproximadamente). No hubo despedida en ese momento ni después, no hubo un extraño presentimiento ni un pensamiento pesimista ante su estado de salud. Nada de ese tipo. Solo surgió una leyenda que rondó nuestra joven mente desde aquel ya lejano día.
Si solo una vez en mi vida me topé con la persona de Juan Ramírez Ruiz, no puedo decir lo mismo de su obra. Encontré dos libros de él en la Biblioteca Municipal de Chiclayo: “Un par de vueltas por la realidad” y “Las armas molidas”. Me sorprendió encontrar dos buenos libros —entre otros títulos de autores europeos— en medio de textos obsoletos que aún se guardan en los antiguos estantes. Ese fue el primer contacto que tuve con el poeta. Al leerlo me iba llevando por caminos oscuros, por surrealismos tal vez condicionados por su inspiración, por lenguajes mochicas que hacían más difícil penetrar en los tentáculos de sus versos, por resonancias encriptadas que devoraban la propia existencia del poema. Pero también me llevaba por poemas coloquiales e intensos como su propio júbilo. Nadie podía suponer que ese fue el comienzo de un acercamiento estético que tiempo después personifiqué en una circunstancia del azar.
Tal vez fue un día del año 2006 cuando llegué con mi hermano a sentarme al lado del mástil en la Plazuela Elías Aguirre. Conversábamos amenamente (¿de fútbol?) cuando irrumpió en nuestra charla un controversial amigo escultor cuyos  laureles nunca lo obnubilaron. Colocando delante su prominente vientre, el artista de la arcilla nos saludó con voz altiva y desafiante. Lo acompañaba un misterioso señor al que le dimos la mano sin percatarnos que ya se aproximaba una inusitada provocación. El escultor, no contento con nuestro proceder, infló más el vientre y nos increpó: “¡No saben quién es él! ¡Es Juan Ramírez Ruiz! ¡Salúdenlo como debe ser!”. Luego continuó dando una pequeña reseña biográfica, algunos reconocimientos del invitado, unos retoques de orgullo por ser su amigo, hasta cuando el poeta pegó un grito de incomodidad y hartazgo: “¡Cállate!”. Nosotros, algo sorprendidos y testigos de un conato de pelea que no pedimos, quedamos expectantes para ver la reacción del escultor. Pero Ramírez Ruiz lanzó su veredicto final: “¡Lárgate! ¡Lárgate! Déjame solo con mis amigos”. El otro, al ver que el poeta hablaba en serio, dio media vuelta y regresó al lugar donde provino: un grupo de artistas que charlaban en una banca de enfrente.
Al quedarnos solos con JRR, me sorprendió su silencio y sus respuestas dadas en interjecciones. Sin embargo, hablamos de los poetas limeños que él había conocido. Me escuchó con una atención halagadora un poema de Leopoldo María Panero: “Canción del Croupier del Mississipi”. Mientras yo iba entonando cada verso de ese poema largo, intenso y rotundo; él iba golpeando el asta de la bandera a un ritmo galopante, íbamos gozando el poema de Panero con la musicalidad intensa que Ramírez Ruiz impregnaba en el fierro que nos acompañaba con su sonido, y con una risa ronca de un Papa Noel chiclayano. 

A pesar que se decían que era violento con todos, ese primer y único día que lo vimos nos pareció un jovencito más, como nosotros, alguien que exige una buena compañía sin distinciones ni prejuicios: un poeta total. Tal vez en esos instantes de desvelo y bohemia, con una paráfrasis de por medio, podamos enmarcar que ese era su júbilo, “esa abundancia, ese relumbre / que dejó caer sin recogerlo, ese era su júbilo, / reconócelo, Elfina, ese era su júbilo”.

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