domingo, 1 de mayo de 2016

"Los Tamayo y yo" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (01/05/16)

En mis años universitarios, no había mejor libro para los enfoques biografistas que Literatura Peruana (Volumen I y II) del crítico Augusto Tamayo Vargas. El texto era citado con gloria por algunos profesores que —según afirmaban los posmodernos— aún no asimilaban “la muerte del autor” ni la inutilidad de la biografía para entender la literatura. 

Por ello aquellos dos tomos que hube comprado en “Bazar suelo” de Alfonso Ugarte me parecieron innecesarios en un ambiente de abstracciones de lectores “implícitos”, “implicados” o lo que sea, pues nada más pareció que hubo de caber en mi retina de estudiante y aspirante a poeta (“siempre, mucho siempre”: Vallejo), digo, nada más pareció entrometerse con mi legítima cultura, las denostaciones más intrépidas y exaltar —como punto de análisis— al lector, al texto o al intérprete; creando así un respeto casi dogmático por la estética de la recepción, la semiótica o la hermenéutica, respectivamente.

Sin embargo, me es grato enterarme que los nuevos estudios literarios del siglo XXI, sobre todo desde la filosofía del español Gustavo Bueno y de su discípulo Jesús González Maestro, tratan de reivindicar al autor en sintonía con los demás materiales literarios, es decir, con el texto, el lector y el intérprete; de esa manera, no caer en una amputación que pueda limitar la verdad que la ciencia literaria busca o la creación de ideas que la crítica organiza a partir de las verdades o categorías que la misma ciencia perenniza.

Ante esto, nada más favorable para tomar los libros de Augusto Tamayo Vargas (por cierto, alguna vez pretendiente de la mamá de Vargas Llosa) como punto de partida para un estudio más completo, pues desde la categorización histórica y biográfica, resulta fundamental ahora conocer el entorno que nutrió a los autores de la literatura peruana.

Viviendo esta reivindicación, cuyos proyectos de estudio aún son mínimos, se cruzó en mi vida —y no es coincidencia— un descendiente de Augusto. Me refiero al sacerdote Manuel Tamayo Pinto-Bazurco, sobrino del crítico literario, y también poeta, polemista de gran altura, autor de un sinnúmero de libros y reparador de almas cabizbajas como a veces la mía (“perdonen la tristeza”: otra vez Vallejo).

No solo su mirada penetrante, defendida por dos cejas pobladas y gesto robusto, podía mantenernos en estado de curiosidad por este poeta de Dios, sino también su cordialidad y buen tino para decir directamente frases como: “César, nunca nos hemos reunido”. Y recibiendo una verdad mía, casi absoluta, y subido en su auto que me evitaría el kilómetro de carretera de todos los días: “Padre, hoy soñé que es el día”. Era cierto. Durante casi dos años me crucé con él por los pasadizos llenos de alumnos, por los jardines no colgantes de una Babilonia inexistente, por la casa de oración y de perdón; pero solo tuvimos la oportunidad —hace menos de un año— de estrecharnos la mano y preguntarle en esa ocasión por Augusto Tamayo, para que él me pueda compartir su parentesco y dicha.

No obstante, la semana pasada, después de la primera parte de esa reunión pactada a plazos, me dijo con un tono predicativo: “Perdón, solo he hablado de mí”. Es que era imposible no hablar de la familia Tamayo cuando mis preguntas se iban hilando como cadenas fortalecidas por la admiración y el sabor literario y pedagógico que se respiraba. “Usted necesitaba una catarsis”, le animé. Pues estaba frente al doctor en Teología y Ciencias de la educación, estaba frente al hombre que recordaba sus momentos más gratos en sus estudios en Roma y España, estaba frente al profesor de Jaime Bayle que alguna vez entrevistó (cuya “cura es tan imposible”), y encontraba arqueologías que me permitirían reestructurar el apellido Tamayo, y traer otra vez ese recuerdo a la actualidad que se merece.
 
Los poetas, los cineastas, la cultura, los libros, el ingenio, los errores, la inteligencia, todo ello era tema para aplacar mi curiosidad por su extensa familia. Todo era un pergamino que contenía una oda reivindicativa que se recitaba en un Do sostenido y perenne. Sin embargo, en la segunda parte de nuestro encuentro, él me escuchó con atención, y yo proclamé ante él todo el bulto que sostenía, un peso que se calla y —al expulsarlo— deshidrata, no porque fueran solo mis angustias y enmiendas, sino porque eran las cabalgaduras de un docente, aquel ser humano que la sociedad ve con recelo. ¿Acaso no es visto el profesor como un apóstol sin errores?

Al día siguiente, a primera hora, llevó a mi mesa dos regalos que solamente el sobrino de Augusto Tamayo Vargas puede ofrecer con tanta bondad: libros. “Nuri”, un cuento extenso que trata sobre un burrito que emprende el reto de cambiar el mundo, había sido tomado por mi hijo de seis años como un interesante objeto para colorear. Ese libro, como afirma el prólogo, “es un cuento filosófico y pedagógico (…) para la recuperación de los valores antiguos”.

Esta última parte, rememora la idea optimista que lo de antes siempre fue mejor y más puro, aquel pensamiento que tomó el Quijote para armarse caballero e ir a cambiar un mundo que no le gusta, esa virtud que el romanticismo literario exaltó y que en la posmodernidad solo podría tomarse como una brutal ingenuidad y locura. Así, en nuestro ameno diálogo, le refería al padre Tamayo la imposibilidad del pesimismo en un docente, y él me contestaría, con una sabiduría mortal: “Hasta en medio de feroces guerras hay optimismo”.

Su libro “Educar para comunicar”, con prólogo del doctor Francisco Miro Quesada Rada, evidencia un combate a muerte con dos males de la sociedad contemporánea: el relativismo y la permisividad. De esa forma, reflexiona sobre temas importantes y asume que la independencia de la persona es un espejismo (¡lo sabremos los peruanos!), que la libertad absoluta es un error; además, trata asuntos como: el reemplazo de la piñata por la “hora loca” (el rompimiento de la norma), el miedo a la vida por el desconocimiento de la verdad, educar para ganar un sueldo y no para trasmitir amor, entre otros.

El padre Tamayo me brindó una hora de entusiasmo que agradezco, y ya lo veo en el confesionario, escuchando con alegría o pena tanta palabra humana, pensando en un verso nuevo, repensando un párrafo de su nuevo libro de amor por el hombre, reviviendo un momento de gracia; ya lo veo acomodándose la sotana para seguir en su más alta entrega: el sacerdocio. Y diciéndome para comprometerme ardorosamente: “Reza por mí, por favor”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario